sábado, 25 de julio de 2015

28. Marta

El Cabildo del Rock







Candelaria Kristof





Prólogo


En media hora, el chico que las repartía con la moto por los negocios y oficinas de Parque Leloir vendría a buscarlas. La mujer terminó de preparar las “viandas naturistas”, se enjuagó las manos en la pileta de la cocina y las secó en el delantal. Entró en el living y abrió la tapa del combinado Winco. Debajo del mueble, revisó la pila de discos de vinilo. Encontró el de Spinetta. Kamikaze. Lo extrajo con cuidado y calzó en la bandeja. Alzó el brazo del tocadiscos y dejó que la púa se apoyara con suavidad en el surco del segundo tema. Ella también empezó a sonar abriéndose paso entre algunas frituras. La mujer tomó de arriba del mueble un estuche. Lo abrió y sacó su cigarrillo electrónico. Lo prendió, inhaló, sopló el humo mirando hacia arriba. Tenía una mano en la cintura. Vio las telarañas del techo. Una pequeña nube que olía a vainilla y a café la siguió hasta el sillón. Sube a las hojas y cae hasta el mar/ ¿cómo es que puedo tocarle las manos? Recordó aquella estrella fugaz en la Costanera Sur, dos días después de la muerte de Spinetta. Ella también era el tema de cierre. La estrella cayó por atrás del escenario justo cuando Pedro Aznar, que ofrecía un recital gratuito en homenaje, cantaba esos versos. La mujer recordó que, como los demás, había aplaudido en ese momento. “¡Es él! ¡Es Spinetta!”, gritó una chica a su lado. Y la mujer se puso a llorar.
     Ahora también lloraba. ¿De dónde vienen quienes al nacer/ llueven y llueven y en ella se juntan? Levantó la falda del delantal y se secó la cara. Siguió fumando falsamente ese cigarrillo falso. Las lágrimas son lo único verdadero que me queda, se dijo la mujer presa del desencanto. Un timbrazo la sacó del melodrama. El chico de la moto, pensó. Lo atendió, le dio las viandas, se quitó el delantal. Decidió ir ahora. Entró en el baño, se miró en el espejo, intentó guiñarse un ojo. No pudo. Estaba demasiado vieja y ajada. Se pasó las manos por el pelo hirsuto y puso sobre sus pestañas desvaídas un poco de rímel.
     Esa mañana, temprano, su hijo la había llamado para pedirle que fuera al estudio y averiguara por qué nadie recibía las cartas. El hijo, abogado y músico, trabajaba con Gustavo Gauvry, el creador del estudio Del Cielito y del sello discográfico homónimo.
     No le gustaba ser la mandadera del hijo. No obstante, el pedido la entusiasmó. Ella había leído un libro que contaba la historia de Gauvry y el Cielito, y como vivía en el barrio, soñó con la tranquera y los árboles, con entrar en ese jardín y toparse quizá con Charly, con Lebón o con el alma de Spinetta. Anotó bien la dirección en un papel y el nombre de las calles que tenía que tomar. Ella había soñado pero de hecho nunca se había acercado porque, si se encontraba con alguien, no quería aparecer como una groupie decadente que pedía un autógrafo a los sesenta y cinco años. Era mentira que uno dejaba de querer ciertas cosas con el paso del tiempo. No dejaba de querer: simplemente renunciaba para no hacer el ridículo.
     Salió al jardín y llamó a los perros. Aprovecharía para pasearlos. Con los perros por delante, tironeando de las correas, le daba menos vergüenza ir y preguntar.
     Hizo el camino que Pablo, su hijo, le había sugerido. Lo demás ella lo conocía. Aquel libro sobre el estudio hablaba de pájaros, liebres, bosques y una mítica cabaña de madera. Integrante mucho más reciente de la comunidad de Parque Leloir, la mujer había perseguido el perfume de la pinocha, las aristas agrestes, como quien busca una majestad propia y a la vez perdida u olvidada. Ahora dobló por la calle que lleva al estudio con el secreto entusiasmo de quien se pone en camino de una aventura.
     Ninguna liebre cruzó de un lado a otro de la calle. El tironeo de los perros la hacía trastabillar en pozos irremediables. Avanzó. No se veía ninguna tranquera, ningún cerco vivo, ninguna cabaña. Volvió a chequear el papel con el número. En ese número se extendía un muro blanco de tres metros de altura que remataba en severos alambres de púa y una casamata que emergía del paredón con su forma cilíndrica. Un cinturón de vidrios blindados reflejaba un solo rayo de luz hiriente. Junto a la plancha de hierro del largo portón automático vio un portero eléctrico. Pulsó una tecla. Esperó de espaldas al portón, frente a lo que había sido un bosque y hoy era el inmenso lote de estacionamiento de un polo de concesionarias de automóviles. Se dio vuelta. Volvió a tocar el portero. Ni siquiera el silencio había perdurado. Los pájaros se iban retirando, espantados por el rugido del Acceso Oeste.
     Al fin una voz cayó desde lo alto como un golpe. Alzó la vista hacia la caseta de seguridad. Un par de ojos molestos la miraban.
     -Quería saber si acá vive alguien  -dijo la mujer. Sin esperar contestación, agregó-: A mi hijo todas las cartas le vienen de vuelta.
     -No sé quién es su hijo  -dijo el hombre, allá arriba-. Pero esto es el estudio Del Cielito.
     -El problema es ése  -los brazos de la mujer se alargaban con los perros-: mi hijo trabaja para Gustavo Gauvry y dice que esto ya no es el estudio Del Cielito.
     El hombre pasó una mano áspera por su barbilla.
     Los perros la tironeaban. La mujer se atrevió:
     -Por eso manda cartas-documento que nadie, parece, quiere recibir. Están usufructuando una marca.
     -¿Qué quiere que le diga, señora? Yo no sé nada.
     La mujer se envalentonó.
     -Por eso mi hijo les manda esas cartas: para que sepan. Ahora le voy a decir que gente hay.

     -Haga lo que quiera. No hablamos con locas  -dijo enfurecido el hombre de la caseta y cerró el vidrio de un golpe.

 
La calle del estudio en 1978



Escribí la primera versión de El Cabildo del Rock entre 2005 y 2006. Un año más tarde la historia del Cielito estuvo disponible en las librerías.
     En aquella oportunidad, el gestor del libro fue Cristian Merchot, el manager de la Bersuit. Esta banda, la Bersuit, había comprado en 2001 el estudio de Parque Leloir. Las peripecias que llevaron a Gustavo Gauvry a emprender finalmente la venta de la mítica cabaña con su parque y el estudio detrás, son parte de esta historia.
     Algún tiempo después de instalarse en ese territorio legendario, Merchot observó que les resultaba imposible con las giras y los compromisos que tenía la banda, hacerse cargo de la comercialización del estudio. Entonces convocó a quien mejor podía regentearlo. Gustavo Gauvry volvió a entrar en escena.
     Es en esos años que yo conozco a Gustavo.
     Cristian Merchot le pidió a Gus que hiciera un libro con todas esas anécdotas que le daban un tono y un color particular al estudio. Ocurría que en las giras de la Bersuit se encontraban con gente que de oídas conocía una u otra anécdota y buscaban precisiones que ellos no podían ofrecer.
     Gustavo me preguntó si estaba dispuesta a escribir ese libro. Le dije que yo no pertenecía a la grey de los rockeros. Le pareció que una mirada disímil podía sumar. Entonces le dije que sí, claro.
     Debo decir que me divertí mucho haciendo las entrevistas y componiendo la historia. Y también debo admitir que, en lo atinente a dicha “composición”, tomé una serie de decisiones desacertadas que arrojaron como resultado una rareza que no pocos rockeros observaron con renuencia cuando no directamente con genuino rechazo.
     Pasó esto: todos los involucrados hablaban maravillas de los años gloriosos del Cielito y de su creador, Gustavo Gauvry. Al manager de la Bersuit y a Gustavo, les interesaba que se vendieran horas de estudio. Temí estar involucrada en la redacción de una suerte de folleto de hotelería que describe las bondades de un lugar para tentar al posible huésped. Con una mano, Cristian barrió el aire por delante de su cara:
     -No te preocupes  -señaló-: este estudio se vende solo. El libro no nos interesa en ese sentido.
     Le dije a Gus Gauvry:
     -Sin conflicto no tenemos historia.
     Gus me dio libertad para armar el relato del estudio como quisiera.
     Dado que lo único que presentaban los entrevistados era un anecdotario de animadas travesuras rockeras, decidí que el conflicto lo pondría en la voz narrativa.
     Se sabe: el narrador no es el autor. El narrador es una voz que el autor elige para dar cuenta de una historia. Esa voz puede estar más o menos cerca de la realidad del autor, pero autor y narrador nunca coinciden.
     El corte netamente periodístico proporcionado por las entrevistas determinó que la narradora de El Cabildo del Rock debiera llevar mi nombre, el nombre de la autora. Como dije, puesto que la historia del Cielito no presentaba conflictos, decidí creárselos a la narradora. Esa voz, al entrar en contacto con el ámbito donde tantas otras voces, famosas, habían encontrado su día, su cielo, su momento, resolvería sus congojas.
     El resultado fue el siguiente: los amantes del rock abominaron de la narradora. Y los que hubieran querido entrar en la novela, se toparon con poderosos íconos del rock que los disuadieron, con nombres cuya sola mención sugiere una novela entera. Novela a la que siempre le hubiera sobrado esa narradora de pacotilla con su pequeño melodrama ensuciando lo que fue una larga temporada de éxitos del rock como género y del Cielito como generador de bandas, hits y un montón de discos de oro.

Esta segunda versión fue expurgada de aquellas historias foráneas al rock mismo y sus hacedores. Pero además, en los años que median entre la aparición de aquel libro y éste, nuestra república del rock perdió, tempranamente, a dos de sus figuras más talentosas y entrañables: Luis Alberto Spinetta y Gustavo Cerati. No quiero dejar de mencionar a la Negra Sosa, que tuvo un gran protagonismo en las grabaciones en vivo de las que Gustavo Gauvry fue absoluto precursor, ni a Diego Rapaport que, mientras David Lebon tocaba en su guitarra El tiempo es veloz, iba replicando en el piano lo que oía, creando para el tema un impensado efecto de demora, una suerte de oxímoron musical, en esa grabación que quedó así para el disco y que sigue siendo la mejor de todas las versiones.

Cuando lo entrevisté, allá por 2005, Cristian Merchot dijo: “El lugar elige a las personas”. Se refería al Cielito como espacio físico. El lugar que había hospedado a Spinetta, a Charly García, a Lebon, Aznar, León Gieco,  Santaolalla, Héctor Starc, Pappo, al Indio Solari, a Sky, a Juanse y Los Ratones Paranoicos, a Los Piojos. El etcétera abarca prácticamente a todo el rock nacional y gran parte del internacional. Es un etcétera lleno de nombres propios, una lista para la cual el libro guarda al final un capítulo que no deja a nadie afuera.
     Cuando lo dijo, cuando Cristian dijo “el lugar elige a las personas”, Gus y yo asentimos. Estábamos ahí, en “el lugar”. Y lo estábamos pasando maravillosamente bien.
     Pero después ocurrieron cosas. Al final, siempre ocurren cosas. Y siempre hay conflicto. Y siempre novela.
     Después de una larga, larga temporada de éxitos, Cordera se separó de Bersuit y Bersuit terminó vendiendo “el lugar”.
     Lo compraron otros músicos que prefiero no nombrar. El error que cometieron estos músicos fue que utilizaron el lugar para usufructuar una marca. La marca es Del Cielito o Del Cielito Records y Gustavo Gauvry nunca la vendió. Los nuevos dueños del espacio físico a partir del cual se construyó toda una historia de sueños cumplidos, se habían apropiado, de manera ilegítima, de un capital simbólico. Por primera vez desde su creación, ese espacio mítico quedó expuesto a sombrías ambiciones.
     Hoy no podría hablar de “la magia” de Parque Leloir, el barrio donde se enclava aquella cabaña de madera en la que tantas canciones inolvidables se crearon y tuvieron su primer registro sonoro.
     La magia, amigos, no estaba en el lugar.
     Estaba y estará siempre en una cierta mirada que captó al mundo de un modo que en nuestro rock no volverá a repetirse.
     Ese lugar mítico estaba y estará siempre en Gustavo Gauvry, su creador. Y en cada corazón que ríe, llora o comprende algo distinto al volver a escuchar los temas que allí se
grabaron. “Allí”. ¿Dónde queda ahora ese “allí”?
     “Allí” es siempre “aquí”.
     Aquí es siempre ahora.
     Del Cielito no era, después de todo, un lugar sino una manera de atravesar el tiempo y vivir.


Cumpleaños Violeta Gauvry con familias Lebon y Spinetta 1980





Primera parte


Los inicios



El cumplimiento de un sueño


“Interrumpes el silencio,
y estás aquí”.
David Lebón,
                                                                                                                      Un hermoso sueño







El rock en la mira



La primera vez que me reuní con Gustavo Gauvry para trabajar sobre la historia del Cielito, recuerdo que en un momento de la conversación, dijo:
     -Lo que pasa es que las mujeres anidan y los hombres cazan.
     Por cierto, fue un momento en el que no estábamos hablando del estudio sino de mí. Le pregunté a Gauvry de qué signo era.
     -Escorpio, Escorpio  -respondió sin titubear.
     -Escorpio con ascendente en Escorpio  -precisé. 
     -Exacto  -confirmó.
     El agua de Escorpio es un agua de fuego, me explicó una vez un astrólogo. Escorpio siempre busca la verdad. El escorpión pica.
     Ahora me había picado. Revolví el café y le pregunté por la primera canción que se grabó en el estudio.

 Algunas noches después, para no pensar en el hombre que me había dejado  -confesión al margen del Cielito que suscitó aquel comentario de Gus- exhumé viejas temporadas de  Seinfeld. Mirando uno de los capítulos volví a oír aquella frase.
     Se lo hice notar el día que me llevó por primera vez al estudio.
     -Esa frase…  -empecé mientras Gus aceleraba por el camino del Buen Ayre- “las mujeres anidan y los hombres cazan”… No era tuya la frase  -solté sin poder atajar a tiempo el tono de reproche.
     -Nunca dije que lo fuera.
     -Pero ahora que voy a escribir sobre vos y el estudio, me tenés que decir todas cosas originales  -traté de enmendar, mechando sonrisa entre las palabras.
     Gus se rió.
     A un lado de la autopista, las gaviotas se alzaron de los basurales. Avanzábamos rápido, sin sobresaltos. Prendí el grabador. Mientras nos adentrábamos en el oeste, empezó a contarme anécdotas de los comienzos. Era una mañana de sábado destemplada y fría.
-¿Qué es lo particular del rock?  ¿Qué es lo que tiene esa música que la hace rock y no otra cosa?
     -El rock quiere hacer tambalear lo convencional,  quiere, en alguna medida, cambiar al mundo. Eso fue lo que ocurrió cuando Elvis movió la pelvis y escandalizó a todos los pacatos norteamericanos.
     -¿Con Elvis nace el rock & roll?
     -Y, en gran medida, sí. Con Elvis, con Little Richard, con Jerry Lee Lewis, Chuck Berry... O sea, siempre fue como...
     -Romper con el statu quo.
     -Claro, exacto. El rock es rock cuando se vuelve contestatario, cuando cuestiona algo: el gobierno, la moda, la sociedad, una determinada posición política.
     -Y vos, ¿cómo empezaste con todo esto?
     -A mí el rock no me lo contaron, yo lo viví  -afirmó con una nota desafiante-. Mi hobby era tocar y eso hice entre los once y los dieciséis años. Tenía grupos con los amigos del barrio y de la escuela. Los sábados ensayábamos y a veces teníamos algún show, en alguna fiesta. Inclusive llegué a tocar con músicos que después se hicieron conocidos, como Miguel Mateos o los hermanos Reidel. En la casa de Mica y Manolo se hacían grandes zapadas. Manolo fue un bajista muy grosso, acá; y Mica es un músico bastante conocido en el ambiente, por ahí no entre el público pero muchos músicos de aquella época lo conocen. A veces venía Pappo y también otros hermanos, los Peyronel. Danny Peyronel después se radicó en Europa. En Inglaterra integró, como tecladista, los grupos Heavy Metal Kids y UFO, una banda con la que obtuvo mucho prestigio. Michel Peyronel tocó con Pappo durante muchos años como baterista de Riff. Pero a pesar de todo este background, yo, en realidad, no me veía como músico. No sabía muy bien si quería tocar la guitarra o el bajo, o cantar. No estaba fuertemente inclinado hacia ningún instrumento. Si vos ves a un guitarrista, el tipo está todo el tiempo con la guitarra colgada y lo único que siente es la guitarra. O el baterista: todo el tiempo con los palillos, incluso golpeándose las piernas, cuando no está sentado a la batería. Yo no tenía esa pasión por ningún instrumento. Me gustaba la música de una manera más global. Me gustaban todos los instrumentos. Lo que me gustaba, en realidad, era la producción musical. Pero todavía no lo sabía. No podía saberlo porque en ese momento prácticamente no había productores, no había dónde estudiar producción, ni técnica de sonido, ni nada. En realidad, lo que yo quería hacer fue lo que después terminé haciendo. Pero todo sucedió de una manera autodidacta y accidental.
     -¿Cómo fue que empezaste a trabajar en el mundo de la música? 
     -Yo era fotógrafo.
     Enarqué las cejas. Habíamos parado en un semáforo, sobre la avenida Martín Fierro. Gus sonrió. Justo cuando arrancamos le sonó el celular. Los músicos que íbamos a entrevistar esa tarde habían tenido un percance. Avisaban que llegarían más tarde. ¿Podíamos esperarlos? Gus me miró. Asentí. Podemos, dijo a la voz en el teléfono. A las pocas cuadras señaló una parrilla. Me preguntó si quería comer.


Gustavo Gauvry, Parque Leloir. 1979


Las camareras iban y venían con colosales porciones de tortas, de colores y texturas variados y atrayentes. Hice que no con la cabeza. Ya habíamos comido asado de tira, matambrito, ensaladas. La somnolencia empezó a cernirse sobre mi cabeza como una amenaza blanda. De todas formas, Gus pidió una porción de cheese cake y dos  cafés. Al mencionar los cafés me miró como preguntando si estaba bien.
     -¿O preferís un té?
     Le dije que el café estaba bien.
     Poco a poco, en las sucesivas entrevistas, me daría cuenta de que Gauvry no sólo era un hombre atento sino que de golpe se cansaba de hablar de sí mismo.
    Trajeron la torta. Corrió el plato hacia el centro de la mesa y le pidió a la moza otro tenedor.
     -Para mí solo es demasiado  -dijo.
     -Para mí es demasiado incluso compartiendo  -acoté. Temía, de verdad, estar medio idiota para hacer la entrevista.
     Gus dio un sorbo a su café amargo.
     -Como te decía  -continuó mientras yo abría sobrecitos de azúcar- mi vínculo con el mundo del rock se dio a través de la fotografía. Con un grupo de amigos habíamos armado un estudio de fotomecánica que se llamaba Dúo Gráfica. Hacíamos folletos, publicidades y también enganchamos la fotomecánica de Expreso Imaginario. Y fotos. Fotos de shows. Yo era muy amigo de Pipo Lernoud, uno de los directores. El otro era Jorge Pistocchi, un personaje legendario de las primeras épocas del rock nacional. También estaba Alberto Ohanian, que era el mánager de Spinetta.
     -Y Expreso Imaginario, ¿era una revista sólo de rock & roll o traía también artículos de otra índole?
     -Era una revista de avanzada que trataba temas vinculados con la cultura rock, con la ecología, con las artes  -Gustavo se queda pensando. Enseguida se corrige-: En realidad yo empecé haciendo fotos de Sui Generis porque también era amigo de David Lebón y en esa época David tocaba con Sui Generis como guitarrista invitado. Entonces, en un momento hubo que hacer unas fotos para un show en el Gran Rex. Necesitaban, concretamente, una foto para el programa. David nos consiguió el laburo a nosotros y bueno, yo fui a sacar las fotos de Sui Generis al Rosedal de Palermo. Así fue como conocí a Charly, a Nito, a Rinaldo Rafanelli y a Juan Rodríguez. A David lo conocía de antes.  O sea: Sui Generis eran Charly y Nito pero tocaban con una banda de apoyo. Rinaldo Rafanelli era el bajista, Juan Rodríguez el baterista, David tocaba la guitarra eléctrica, Nito la acústica y Charly los teclados. A partir de ese momento empecé a ir a la casa de Nito. Nos hicimos muy amigos. También me hice amigo de Charly. Los acompañaba a los shows y seguí haciéndoles fotos.
     Gustavo termina el café y pide un agua con gas. Le hago notar que no probó la torta.
     -Es que los dulces me caen mal.
     Se queda en silencio.
     -¿No me dijiste el otro día que eras fan de la cheese cake?
     La torta nunca había sido para él.
     -Y vos  -sigo, después de agradecerle- que habías vivido ese mundo de la música y el rock durante tu adolescencia, ¿cómo te sentías al tener la posibilidad de acercarte ahora a músicos ya consagrados? ¿Tenías este sentimiento de “ay, estoy entre los grandes”? ¿Lo vivías como algo emocionante o más bien eras indiferente a esa parte? La parte cholula  -digo. Y me arrepiento.
     -La parte cholula no era algo que me conmoviera. O sea, nunca fui cholulo. Charly García era un genio absoluto en esa época. Y para mí eso era lo increíble: compartir una tarde con un tipo genial. Lo mismo con David, que algún tiempo más adelante, para probar un grabador que habíamos comprado, tira tres acordes, improvisa una letra y hace una canción que después vende miles de discos. Bueno, de la misma manera, yo iba a la casa de Charly y Charly se sentaba al piano y decía: “mirá, mirá lo que compuse anoche” y hacía pim, pam, pum y te tocaba canciones que terminaban siendo hits. No sé, la vivencia era ésa: estar compartiendo la intimidad de tipos que estaban en la plenitud de su creatividad. Charly en esa época era una usina de música, de energía, de pasión. Te miraba y te taladraba con su mirada, imponía un liderazgo incontestable; el tipo era una topadora, no había manera de negarle nada. Tipos brillantes y jóvenes, en su plenitud. Llenos de ilusiones, de ambiciones, disfrutando del éxito y de la fama, a su manera. Era muy lindo estar con ellos, te entusiasmaban, te contagiaban esa creatividad. Y a mí lo que me significó es que se cerró un círculo porque yo había empezado con la música. Después dejé ese mundo y aprendí fotografía, iluminación, aprendí video, aprendí todo lo que tenía que ver con la tecnología aplicada al arte. Y después me acerqué de nuevo a la música desde la tecnología, desde la afición por los aparatos.
     -Entonces primero fue lo de Sui Generis y después lo de Expreso Imaginario.
     -Sí. Entre una cosa y otra me fui a Venezuela. Estuve un tiempo viviendo allá. Después volví, me casé y ahí vino lo de Expreso Imaginario  -Gustavo le hace una seña a la camarera para que traiga la cuenta.
     Camino al estacionamiento un hombre nos detiene. De sus brazos abiertos cuelgan varios pares de medias. Gira como un derviche y canta las glorias de las medias de fútbol que permiten una buena aireación del pie y mejoran el rendimiento. Me hace reír. Gus le termina comprando varios pares.
     -De última a Paul le van a servir  -dice arrojándolas al asiento de atrás, consciente de su debilidad frente al derviche.

     -Tenés que aflojar un poco Paul, nos vamos a quedar sin clientes  -le digo a mi hijo de dieciséis años- Acordate que son músicos, no tus compañeros de colegio.
     Paul y su amigo Emanuel miran el suelo, al costado de la cancha. Uno patea la tierra con sus botines. El otro da un topetazo sobre la manga de la remera para secarse el sudor de la cara. Hace apenas una semana le rompieron la clavícula al Cuervo, el tecladista de Peligrosos Gorriones. Hoy casi lo quiebran a Afo, el director artístico de BMG.
     En la cancha del Cielito los picados a veces se ponen bravos. Paul y su amigo parecen recapacitar pero en realidad lo único que quieren es volver al partido.
     -Hay músicos más futboleros que otros pero si hay algo que los iguala  -puntualizo-  es la falta de estado físico.
     Asienten con la cabeza y se alejan al trote.
     Cuando vuelvo a levantar la vista, lo veo a Paul convertido de nuevo en un dos impasable.





Después de la lluvia y el Indio



Habíamos pasado prácticamente todo un día con el Indio Solari en el estudio y ahora lo llevábamos a su casa.
     Atardecía. En forma radial, el sol despuntaba entre las ramas de los árboles, después de varias horas de lluvia. Teníamos las ventanillas abiertas. El antebrazo del Indio se apoyaba en la puerta. Aspiré el perfume húmedo de los eucaliptus. Comentamos vagamente algunas curiosidades de la zona. El Indio dijo que tenía algunas revistas sobre el tema. Le pregunté cuáles. No se acordaba.
     Llegamos a la casa. La tarde, el día de gracia, terminaban.  Le di uno de esos besos retorcidos que se dan desde el asiento de atrás. La verdad es que quería bajarme, abrazarlo, proferir gritos de alegría y agradecimiento. El Indio, una leyenda viviente del rock nacional y yo lo dejaba partir de la misma manera inofensiva, lavada, con que se deja ir a quien se ve todos los días.
     Gus puso el auto en marcha. Saludó con la mano una vez. Agité la mía lo que duró su trayecto entre la calle y el portón. Sólo cuando esa figura liviana terminó de cerrarse para mis ojos, me pasé al asiento de adelante. 
     Lo miré a Gus. Parco, cortés, silencioso, impasible, me pregunté cuál sería la clave de su magnetismo.
     -Se fue  -dije, con el ánimo abatido.
     -Pasó todo el día con nosotros  -observó Gus, menos con la intención de consolarme que con la de señalar un hecho.
     Un mero hecho.
     -Se ve que se sintió cómodo  -sumó.

     Pero para mí, el término de esa presencia tan extensa, tan imponente, era pura resta y me imaginé trepando los muros blancos de su residencia, corriendo por el parque, llegando jadeante hasta la casa. “Indio, no te di un abrazo”.



Indio Solari en 1993


        -¿Hacemos una recorrida, antes de que oscurezca?  -propuso Gus.
     Asentí.
     -Parque Leloir forma parte de su personalidad, de su encanto.
     -¿Del Indio? 
     -No, no, del estudio  -dijo Gus-. Me refería al estudio.
     -Ah, claro… El Indio, David Lebón, Spinetta, Miguel Cantilo, Divididos, Iván Noble  -apunté intentando recomponerme-: hay un montón de músicos que eligieron vivir acá después de grabar en el Cielito.
     -Sí… -el auto se sacudía sobre el relleno de escombros de una calle-. Al principio parecía un lugar totalmente inadecuado para tener un estudio de grabación. En esa época, los estudios estaban todos en el centro. Si pretendía hacer una cosa más comercial, me parecía que no la podía hacer en Parque Leloir porque en ese momento, estamos hablando de fines de los ’70, comienzos de los ’80,  era muy difícil llegar: no existía la autopista del Oeste, no había teléfonos…  -Gus se queda pensando-: ni siquiera había recolección de residuos. Teníamos que quemar nosotros la basura. Pero bueno, este lugar, que parecía tan inapropiado para poner un estudio, terminó siendo su caballito de batalla, su argumento de venta.
     Hacía apenas unos minutos que habíamos arrancado. Le pedí a Gus que se detuviera.
     A medida que uno se interna en el Parque, el silencio se va haciendo cada vez más profundo. O más deshabitado por el ruido humano, por la polución mental. Con el motor apagado se desplegaba otro mundo.
     Recordé un episodio de la serie Kung Fu. “Maestro, maestro, ¿cómo puedes escuchar el sonido de una langosta?”. Y el maestro de ojos fulgurantes y mirada ciega responde a su discípulo: “¿Cómo es que tú no puedes?”.
     Bajamos. Anduve por ahí, recogiendo ramas, pepitas de eucaliptus. Intentaba aceptar la fugacidad de las cosas. Me despedía del Indio.
     Con un silencio respetuoso, Gus esperaba.





La reamplificación del sonido


De las paredes revestidas en madera colgaban fotos de Los Beatles y letras de canciones. “La vida es lo que te sucede mientras estás ocupado haciendo planes”, leí en el rincón que habíamos elegido para sentarnos.
     Eran las cinco de la tarde de un martes. Pedimos té.
     -Como te contaba el otro día  -retomó Gus apenas nos sirvieron-  cuando vine de Venezuela, me casé y volví a trabajar de nuevo como fotógrafo. 
     ”Poco tiempo después voy a un show de Serú Girán. Tocaban en el Auditorio Buenos Aires, que antes se llamaba Auditorio Kraft, un teatro muy chiquito.
      ”Serú se había armado en Brasil y había venido a Buenos Aires como un gran grupo, a hacer recitales en el Luna Park, en Obras... Pero les fue muy mal. No fueron bien recibidos por el público y tuvieron que empezar de nuevo. Cuando graban su segundo disco, “La grasa de las capitales”, deciden empezar desde abajo y  presentarlo en una serie de recitales en este teatrito. Un lugar con capacidad para 300 ó 400 personas, en la calle Florida.
     ”Los fui a ver. Y así fue como me reencontré con ellos: con David, con Charly. Anteriormente había tenido un acercamiento a David. Cuando él armó un grupo que se llamaba Seleste, yo les hice de productor y mánager en algunos recitales. Organicé un recital en La Plata y otro en el Auditorio de Belgrano, me acuerdo. Ahí lo volví a ver a Charly, que estaba tocando en La Máquina de Hacer Pájaros. Charly había ido con Carlos Cutaia, el otro tecladista de La Máquina de Hacer Pájaros. Estaban sentados atrás mío y en un momento escuché que Charly le decía a Cutaia, refiriéndose a David, que estaba tocando en el escenario: “Este es el violero que necesitamos para la banda”. Al poco tiempo se termina La Máquina y Charly lo invita a David a ir con él a Brasil. Fueron a Buzios y ahí armaron Serú Girán. Más o menos por la misma época fue que yo viajé a Venezuela.
     ”Cuando volví, entonces, Serú Girán se estaba presentando en estos recitales del Auditorio Buenos Aires. El grupo me encantó. Me invitaron a algunos shows y después a una gira que hicieron por la costa. Les empecé a hacer fotos de nuevo.
     ”Paralelamente, aparecieron los primeros equipos de sonido. Porque hasta ese momento no había sonido tal como lo conocemos ahora, es decir, que cada cosa arriba del escenario tiene su micrófono y se reamplifica. Los músicos no tocaban así. Tocaban “pelados” arriba del escenario. Usaban sus propios equipos de guitarra, de bajo, y lo único que se reamplificaba eran las voces; a lo sumo se le agregaba algún micrófono a la batería, uno o dos. Pero con Serú Girán y Spinetta Jade aparecieron, de la mano del Toro Martínez y de Héctor Starc, que fueron quienes los trajeron de Europa, los sistemas de sonido más grandes, como se usan en la actualidad. Con el advenimiento de las empresas de sonido empezó a surgir la necesidad de que hubiera operadores de sonido. Y bueno, como yo estaba ahí, muchas veces acompañándolos en los ensayos, y podía leer un manual en inglés, y tenía criterio musical porque había escuchado música toda mi vida, me fui convirtiendo, naturalmente, en uno de los sonidistas de Serú Girán.


David Lebon. Estadio Obras "Bicicleta".1980


     Héctor Starc, el prestigioso guitarrista que tras la disolución de Almendra se une a la base rítmica del grupo  y con González Neira en teclados, forma Aquelarre, me dice con tono perentorio:
     -¿Qué hacemos? ¿Querés preguntar o yo te hablo?
     Pronto me di cuenta de que era una pregunta de cortesía que me invitaba a llevar las riendas de la entrevista. Pero después de la primera y única pregunta que le hice  -y que terminó resultando anodina- el caballo se desbocó y Starc habló durante más de dos horas sin necesidad de que le preguntara nada.
     -Yo lo conocí a Gustavo en una gira que Serú Girán hizo por la costa. Nosotros íbamos en un autobús con todos los equipos y atrás venían David Lebón y Gauvry en el Mehari azul que tenía. Y siempre estábamos mirando para atrás para ver si no se quedaban por ahí.
     -¿Gustavo fue como fotógrafo?
     -Gustavo fue como colado. Porque era amigo de David. En algún momento me dijeron que él era fotógrafo, pero yo nunca lo vi sacar una foto. Miento  -reflexiona-: la única vez que lo vi sacar una foto fue cuando hicimos De Ushuaia a La Quiaca.
     La memoria puede ser traicionera no sólo porque a veces nos falla y caemos en alguna de las variantes del olvido, sino porque el pasado puede reconstruirse de muchas maneras y de maneras distintas a lo largo de una vida. No deja de ser interesante observar cómo los demás  -más difícil es verlo en uno mismo- entran en el juego de la memoria  -o le hacen el juego a la memoria, o se juegan por una versión de ella, o son juzgados por la memoria de otro que viene a enmendar, a corregir o a recrear la forma de los propios olvidos.
     El día que lo entrevisté, el Indio lo sintetizó mejor: “Lo bueno de un libro de memorias es que uno puede corregir lo que quiere de la memoria de uno”. Agregaría que cada uno, independientemente de si la usa para corregir el pasado, para reproducirlo o para vengarse, configura a la memoria de acuerdo a un patrón anímico vital, suponiendo que exista algo así. En este sentido, me atrevería a decir que la memoria de Gustavo Gauvry es racional, objetiva y carente de tono emocional alguno.  Discurre por el pasado eludiendo la reedición sentimental de los altercados, los amores, la pasión y la furia. Es una memoria documentalista. El Indio, en cambio, no tiene memoria. Es decir, la tiene, pero no la comparte. “Ya bastante carga hay alrededor del Indio Solari como para que uno lo esté adornando con anécdotas mejoradas”, dirá. Se trata de una memoria sellada que en el presente se derrama, sobre todo, como ensayo, como relato sin escena.
      Con respecto a la memoria de Spinetta, olvidate de que todo tiempo pasado fue mejor. Repitiendo una frase de Cantata de puentes amarillos, se citará a sí mismo diciendo que “mañana es mejor”. O sea que Luis Alberto buscará traspolar el ayer y te convidará con recuerdos del futuro, la galaxia, el password perceptivo, la pantalla del sistema genético. Su memoria no está sujeta al tiempo sino a la imaginación. La de David Lebón también, pero con una diferencia: Lebón recrea o, directamente, inventa sobre la marcha. Hace lo que la sobriedad y una estética del discurso  -que también es una ética- no le permite al Indio: corregir los defectos del pasado a medida que éste avanza por la cinta transportadora del presente. David tiene una memoria ficcional.
      Por su parte, la memoria de Juanse, el líder de Ratones Paranoicos, es cronológica: un viaje ordenado a través de una progresión temporal, a la manera de un diario íntimo. La tensión, en el viaje de Juanse, está dada por el hecho de que, no obstante, para él “no hay tiempo”. Esta doble necesidad de entrar en el tiempo como se entra en la música y de salir de la caravana del tiempo porque la intensidad de su tiempo interno es otra, interrumpe cualquier posible lisura: su cronología personal está saturada de inconvenientes al punto de que jamás podría leerse como un diario.
      En el caso de Gustavo Cordera, el frontman de la Bersuit, la memoria está signada por la institución familia. Todo se recuerda saltando ese muro que la vida familiar impone. Para el Pelado el muro es ineludible y lo que hay detrás también. Atrás está el terreno baldío, el juego de la botellita, la pureza insobornable de la infancia, el amor virginal. Adelante está el sexo, la penetración de un mundo infame, la violencia, los confines oscuros, la parca. Y la familia funciona como un acuerdo provisorio, como un mal necesario a caballo entre la melancolía y la locura. La memoria de Cordera es familiar: todos recordamos cosas así (la calle más larga, el río más ancho, las minas más lindas del mundo; el dulce de leche, el gran colectivo, alpargatas, soda y alfajores). 
     De León Gieco me atrevería a decir que su memoria es social y justiciera. Es la memoria que se repone de la aquiescencia del olvido. También la memoria del andariego, del trovador, del que gesta su canto en el camino, invitando a otros -desconocidos, silenciados, minusválidos- a sumarse a ese canto colectivo, que tan bien conceptualizó Leda Valladares.  
     Pero no andes por los caminos si Héctor Starc está cerca: su memoria te tomará por asalto y desmantelará todas tus ensoñaciones. La de Starc es una memoria maldita, impiadosa, cáustica. Desmiente a todos, los desnuda; desmonta la cosmogonía de cada personaje hasta hacerlo regresar a su miserabilidad o a su grandeza en tanto persona. Una vez efectuada esta operación, les devuelve sus trajes, sus talentos, sus respectivas coberturas. Pero no hace este movimiento de una manera arrogante, por varios motivos: en primer término porque cuando habla te toca la guitarra y mientras él se ríe, su guitarra llora y, desde el fondo de sí, le reclama algo, y te reclama algo innominable. En segundo lugar porque se ríe y te contagia. Junto a él la vida se convierte en una temible humorada de la que no podés escapar sin, literalmente, llorar de risa. Y por último, porque su mirada final es compasiva y cómplice respecto de todas las miserias del género humano y no deja de ponerse todo el tiempo como ejemplo de los fracasos, los vicios, las discontinuidades y el aislamiento que asolan a los hombres, a sus mujeres e hijos y a las mascotas que los acompañan.


Héctor Starc y Gustavo Gauvry en el Estudio del Cielito. 1986


       -¿Cómo eran las grabaciones en ese momento?

     -En el momento en que surgió, el estudio vino a cubrir una serie de necesidades que no estaban cubiertas, relacionadas con el modo en que se trataba al músico.
     Gustavo Gauvry vierte agua caliente en su taza. Sus movimientos, al igual que las palabras, tienen algo de reflexivo y deliberado que los impregna de precisión y  templanza. 
     -Mientras presentaba La grasa de las capitales, Serú Girán ya estaba comenzando a componer las canciones para el disco Bicicleta. Me acuerdo que íbamos a grabar a ION, un estudio clásico. Pero como el rock, en esa época, no era un género popular ni comercial, no tenía peso para las compañías discográficas, nos daban los horarios de grabación más incómodos: como éramos “los rockeros”, nos ubicaban siempre en el horario de trasnoche.
     -¿ION pertenecía a alguna compañía?
     -Sí, en ese entonces pertenecía a la compañía Microfón, una compañía de discos argentina; no era una multinacional pero era una compañía argentina grande. Y bueno, nos daban el horario de trasnoche, llegábamos ahí a las once de la noche. ION queda en Once y a las once en Once, cierra todo, así que te tenías que pasar toda la noche en el estudio sin nada: no te podías comer un sándwich, no podías pedir comida a ningún lado, no te podías tomar un café, no había nada. Era una tristeza absoluta. Y el estudio consistía en el estudio propiamente dicho y una especie de pasillo helado donde te sentabas cuando ya no aguantabas más el sonido; pero ahí te morías de frío, entonces, volvías al estudio de nuevo. O sea: era muy poco agradable la situación, muy poco humana. Por otra parte, la relación con los responsables del estudio tampoco era muy amigable. Por ejemplo: si uno llevaba un aparato propio de 110 volts, que en general era el voltaje de las máquinas importadas, la gente del estudio te decía que ellos no operaban con 110, que, en todo caso, si ibas a traerte equipos importados, te trajeras también el transformador para poder conectarlos a 220. Y estamos hablando de ION que, en ese momento, era el mejor estudio. Porque después estaban los estudios que pertenecían a las grandes compañías multinacionales, como RCA, EMI, Fonogram, CBS. Estos estudios habían sido construidos a fines de los ’60, principios de los ’70 y estaban muy mal mantenidos, funcionaban con una tecnología obsoleta; a nivel humano también: eran súper rígidos y estructurados, tenían cero onda. Los técnicos, vestidos de riguroso guardapolvo y corbata, no se involucraban personalmente con los músicos, no querían acompañar el proceso creativo; al contrario, todo era una guerra, qué sé yo, por ahí estabas en el medio de una canción y veías, atrás de la ventana, que el técnico que había empezado a grabarte era reemplazado por el del turno siguiente. O el tipo estaba leyendo el diario mientras te grababa. Daba la impresión de que, en lugar de alentar el proceso creativo, querían combatirlo. Vos ibas con una idea y te decían: “no, no se puede”. “¿No me dejás poner un poco más de graves?”. “Ah, pero entonces te tengo que sacar agudos”  -Gauvry se ríe-. Hay anécdotas que hoy resultan muy divertidas. Para mencionarte sólo algunas: el subte pasaba muy cerca del estudio Polygram, entonces en el medio de las tomas muchas veces había que parar porque justo pasaba el subte y se escuchaba en la grabación. Otra: en la época de Manal, que grababa en los estudios de CBS, Claudio Gabis un día quiso enchufar su guitarra a un grabador Geloso para lograr un sonido distorsionado. La idea era saturar la entrada del grabador para después conectar la guitarra al amplificador o a la consola, algo que hoy en día se hace con un pedal de distorsión. Y bueno, cuando él fue con esta novedad al estudio, los técnicos se negaron porque les pareció que iba a afectar la calidad de la grabación. Entonces llamaron al jefe del estudio y le hicieron firmar un papel para deslindar responsabilidades porque la grabación iba a salir indudablemente mal, cosa que obviamente no ocurrió, y ellos no querían quedar como que avalaban el uso de este aparato.
     Gustavo Gauvry ha tomado velocidad.
     -Otra vez   -continúa- Serú Girán estaba grabando  un especial de televisión para ATC. La grabación se hacía en los estudios del canal y estaba a cargo de sus técnicos. En un momento, David, que de los Serú era el que más se preocupaba por el sonido y todo eso, entra al control para ver cómo estaba sonando y observa que sonaban pésimo porque los técnicos no tenían la menor idea acerca de cómo grabar rock & roll; y no se trataba de que tuvieran malos equipos sino de que no eran creativos para utilizarlos y tampoco tenían mucha voluntad. De hecho, David le dice al tipo: “Esto está sonando mal, ¿no puede sonar un poco mejor?, ¿no le podés dar un poco más de cuerpo, más de graves?”. Y el sonidista le contesta: “Qué querés, flaco, con lo poco que me pagan acá, encima pretendés que te ponga cámara”.
     ”Además, en general, el rock siempre se caracterizó por ser un género muy creativo, muy experimental, muy de querer innovar, de estar siempre reecontrándose a sí mismo. Un género que siempre buscó la máxima calidad porque por otro lado, en el resto del mundo, el rock sí era un género muy importante y que vendía mucho; entonces el productor nacional, de alguna manera, tenía que competir en calidad con eso, como sigue ocurriendo hoy en día. Pero pasaba lo que te conté: que uno quería explorar o quería lograr mejor sonido y los técnicos te miraban como diciendo qué hinchapelotas que sos.
     Gus abre la botella de agua. Llena primero mi vaso.  Entonces levanta la vista y empieza a volver.


Gustavo Gauvry, Parque Leloir. 1978





La cabaña


-Con los chicos de Serú, fundamentalmente con David, siempre pensábamos: qué bueno sería poder grabar en otras condiciones. Leíamos en revistas que algunos músicos importantes, ingleses o norteamericanos, habían grabado en estudios construidos en sus propias casas. Los Beatles, los Rolling Stones, habían hecho eso. Otros instalaban su estudio en lugares exóticos, como Ginger Backer, el baterista de Cream, de quien se decía tenía un estudio en Laos. Y nosotros acá, sin siquiera poder aspirar a tomar un café durante la grabación, soñábamos con tener un estudio donde se pudiera grabar de día, de noche, cuando uno quisiera, sin horario; un estudio que tuviera también un salón de juegos, una pileta de natación, una cocina, un dormitorio. Que fuera como una casa, un lugar habitable. Ese era nuestro tema de conversación favorito en todas las giras, en todas las reuniones. Lo hablábamos con Amílcar Gilabert, el otro sonidista de Serú, con Benny Izaguirre, un trompetista amigo de Lebón, con Oscar López, el productor: un día nos vamos a poner un estudio, decíamos.
     ”En ese momento había vendido una propiedad y pensé en la posibilidad de concretar ese viejo sueño. Se lo dije a David. Podíamos comprar algunas máquinas y  empezar a grabar en mi casa. Yo acababa de mudarme a Parque Leloir con mi familia. Disponíamos de una cabaña de madera lo suficientemente amplia y de un parque grande. El barrio era mucho más apacible que ahora.

     -Hay unas cosas que se llaman anti-pops, que se ponen delante del micrófono para las pés  -me explica David-Nosotros hicimos uno con las medias de Floki. Le robamos las medias y con un gancho de alambre hicimos los anti-pops. Era impresionante. Ella siempre, desde atrás, estuvo muy metida en este tema.
     Floki es la esposa de Gus.
    -El sueño de tener un estudio propio se había cumplido  -señalo.
     Es una templada tarde de octubre y estamos en el estudio.
     -La cosa se gestó así: nosotros con Gustavo éramos amigos de antes. Hubo una época en la que vivimos en la misma casa. Para poder quedarnos, tuvimos que pintarla. No sabés lo que era yo pintando, un desastre. Por eso estuvimos como dos años en la casa: porque no terminábamos nunca de pintarla  -se ríe-. Me acuerdo que un día llegó él  -lo señala a Gus, sentado a su izquierda-  en el Fiat creo que de la vieja, y se le cayó todo un tarro de pintura blanca adentro del Fiat, viste. Éramos un desastre. Pero nos hicimos muy amigos. Era una comunidad, vivían varios en la casa, y él y yo éramos un poco como las ovejas negras de la familia esa. Entonces... nada, a él le gustaba mucho la música y, bueno, a mí también. Un día viene y me dice: “Te quiero hacer un regalo, te quiero regalar un grabador de cuatro canales así podés grabar en tu casa, tranquilo y todo”. Entonces yo le digo: “En vez de comprarme un grabador de cuatro canales, ¿por qué no hacemos un estudio y listo?” Bien Heidi, viste. Esto fue un viernes. El lunes, con el Mehari de Gus, fuimos a buscar una máquina como esa que está ahí atrás, de dieciséis canales. Volvimos así con el auto  -hace un gesto con la mano, colocándola en diagonal-  haciendo willy.

     -Justo por esa época, te estoy hablando de fines de los 70, principios de los 80, salieron al mercado unos equipos de grabación más accesibles, los Teac Tascam, de origen japonés. Habían sacado máquinas de cuatro, de ocho y de dieciséis pistas, a precios que, respecto de los equipos suizos, alemanes, norteamericanos o ingleses, eran mucho menos onerosos. Entonces bueno, fuimos al representante de Tascam acá, le firmamos un montón de pagarés  -Gustavo Gauvry se ríe- y nos llevamos un grabador de dieciséis canales que instalamos en mi casa, en la cabaña de Parque Leloir.

     -Así que compramos la máquina  -sigue David-. Pero nos faltaba la consola. Me acuerdo que llegamos con la máquina y la enchufamos para, aunque sea, ver las agujitas hacer así  -un dedo índice levantado oscila en el aire- porque estábamos desesperados por usarla. Pero con la máquina sola no podías hacer nada. Entonces vino Pedro Aznar con una consolita de cuatro canales y grabamos Nayla. Fue lo primero que grabamos en la máquina. Totalmente anti-profesionales, una cosa así, de ansiosos.


La cabaña de Parque Leloir, donde todo comenzó.


        -Héctor Starc  nos prestaba las consolas  -me explica Gus-: era dueño de la empresa que proveía de sonido a Serú. También grabábamos con equipos prestados por Oscar López y por Pedro Aznar, el bajista de Serú. El hobby de Pedro Aznar era encerrarse en su cuarto y grabar, hacer copias perfectas de las canciones de Los Beatles con un grabador Tascam de cuatro canales.

     ”En esa época no existían las escuelas de sonido, todo era aprender experimentando y leyendo libros, revistas y manuales sobre acústica, micrófonos y demás. El esfuerzo que yo ponía para tratar de entender cómo funcionaban la consola y los aparatos del estudio y cómo conducir una sesión de grabación continuaba incluso cuando dormía. Sólo que entonces los botones de la consola ya no controlaban sonidos sino que controlaban mis sueños. Se movía una perilla y el sueño se modificaba: empezaba a soñar otra cosa. Así fue, soñando de noche y firmando innumerables pagarés al promediar la mañana, como fuimos juntando un día un micrófono, otro día un grabador, otro día una consola.

     -Como se suele decir, cuando te pica el bicho de la técnica no termina nunca. Nos dimos cuenta de que necesitábamos la consola, a la semana fuimos a comprar la consola. Después nos dimos cuenta de que la consola y la máquina tenían que tener cables porque si no, no andaban, no eran inalámbricas. Así que nosotros, con Gustavo, que en la puta vida habíamos soldado un cable, ahí estábamos: soldando cables, quemándonos los dedos, pero soñando. El sueño era el campo. Aparte después... Yo voy a ir y venir  -me previene David.
     -Todas las veces que quieras.
     -Voy a empezar a mezclar todo.
     -No nos importa.
     -Okey, okey. El sueño con esto es que el estudio iba a ser para nosotros, no iba a ser comercial. Era el sueño del pibe, yo le decía: “te das cuenta, Gustavo, si queremos grabar un tema a las tres de la mañana, vamos y lo hacemos, y podemos hacer esto y aquello”. También teníamos la idea de que pudieran grabar Spinetta o Serú en el estudio.
     -Vos todavía estabas con Serú cuando esto empezó.
     -Claro, claro. De hecho yo ya estaba también viviendo en Parque Leloir.
     -¿Vivías acá?
     -Viví un tiempo acá, con Gustavo.
     -¿Acá, acá?
     -Sí, acá. Después me alquilé una quinta cerca, a diez cuadras.
     -Te gustó el lugar.
     -Y... yo venía a visitarlo a él y me encantaba el lugar. Siempre me gustaron las afueras. Aparte éramos como la mano hippie: el campo, ser libres... Después nos dimos cuenta de que en el campo también hay perros salvajes. Pero bueno, armamos el estudio. Floki nos ayudó muchísimo. Ella también se prendió de una manera increíble, nos vio a los dos muy...
     -Entusiasmados.
     -Más que entusiasmados, más que entusiasmados. No parábamos. Era un sueño. Además, para todos los músicos era el gran sueño. Es muy feo estar grabando una canción de amor o de lo que sea en un entorno súper lindo de micrófonos, luces tenues, y después abrir la puerta y estar en la avenida Corrientes con una bola de autos y de humo. Acá salías y tenías la pileta, los pajaritos, era como mantenerse en clima.
     -Me contaba Gustavo que los técnicos de las compañías multinacionales no se comprometían mucho que digamos con el proceso creativo de los músicos.
     -Sí, estaban ahí para marcar tarjeta. Grababan cuando se acordaban. O sea: no eran creativos, no eran tipos creativos que se prendían con vos. Yo, años más tarde, tuve una escuelita y les decía a los chicos: “El técnico tiene que aprender el idioma del músico y el músico tiene que aprender el idioma del técnico, si quieren trabajar juntos”. A nosotros nos pasó eso. Así que bueno, empezamos a soñar y logramos tener el estudio. Entonces la suite -exagera- donde supuestamente tenían que dormir Gustavo y Floki, terminó siendo el lugar donde iba la batería y todo, así que terminaron durmiendo en un cuarto así de chiquitito  -separa unos dos centímetros los dedos pulgar e índice de la mano derecha- y aparte Floki se bancaba que por ahí fueran las cuatro y Héctor Starc, Spinetta, Gustavo y yo, siguiéramos grabando y gritando canciones totalmente en pedo.
    
     Todo el día estuvimos grabando con Jade. El living está lleno de cables, pies de micrófonos, guitarras, teclados. No se puede ni caminar.
     En esta casa funciona todo al revés (o casi todo): no es el marido el que se va a trabajar; son la mujer y la hija las que se van para que el marido trabaje. Cuando vuelven, Floki y Violeta se tienen que abrir paso entre los equipos.
     Violeta tiene apenas dos años pero se queda paradita ahí, en medio del caos, observando.
     -Papi  -me dice señalando el piso-: esa alfombra no es nuestra.
     Pobrecita, pienso, el padre que le tocó. Para ella es normal encontrar su casa llena de instrumentos y que hayan desaparecido los muebles o la campana de la chimenea. Lo novedoso es la alfombra sobre la que está armada la batería de Pomo.
     La alzo y la beso en sus mejillas regordetas.


Luis Spinetta, Floki Gauvry y Violeta, Lidia Lebon, Pomo, 
Rinaldo y Cristina Rafanelli, David Lebon y Gustavo Gauvry. 1981


     -Lo primero que me acuerdo en relación al estudio  -reflexiona Héctor Starc- es que habían comprado una máquina de grabar, una grabadora. Y bueno... intentaron grabar con una máquina de grabar. Pero las máquinas de grabar no andan solas. O sea: el micrófono va a una consola y de la consola vas al grabador; no es como un radiograbador del hogar, viste. Y los monos enchufaron todo y no andaba. Aparte esa máquina de grabar costaba fortunas, no la tenía nadie, ¿entendés? Entonces vienen y me dicen “che, no anda nada, graba muy despacito”. Todo esto no sucedía nunca en un horario normal, caían, yo qué sé, a las dos de la mañana para pedirme un cablecito. ¡Pensá que tenían que viajar desde Parque Leloir hasta San Isidro! Y en esa época no estaba hecho el Acceso Oeste: era como ir a caballo a Resistencia, viste. Yo recién empezaba como sonidista y tenía los equipos en mi casa.
     -Los habías traído de Europa.
     -Claro, los usaba para las presentaciones de Serú Girán. En realidad, mi idea no era alquilar los equipos. Yo los había traído para mí. Pero bueno, ni bien los traje apareció David y en cierto modo me vino bien porque yo, después de estar tres años en Europa, acá no tenía nada, había vendido todo: no tenía casa, no tenía auto, no tenía nada. Estaba con mi mujer y mi hija. Entonces con Serú Girán empecé a laburar. Después se transformó en una empresa grande. Pero en ese momento estos dos no tenían la menor idea de nada. David Lebón es el día de hoy que, a pesar de que habla bien inglés, no sabe lo que quiere decir “input”, imaginate: si vos no sabés lo que quiere decir “input” ya empezamos mal para enchufar una cosa. Y Gustavo Gauvry, que le preguntaba: “¿dónde se cambia el rollo?”, él creía que era como una máquina de fotos. Ninguno de los dos sabía nada. Eran un desastre. Entonces me llamaban y se venían. Tardaban horas en llegar. Venían, me pedían un cable, después llegaban al Cielito y resulta que el cable no les servía. Era todo un delirio. Total que la primera grabación... yo no sé cómo hicieron, la armaron con la máquina ésa sola, enchufando los micrófonos en la máquina. Después se dieron cuenta de que no solamente hacía falta la consola sino que valía un huevo de guita la consola. Así empezaron.
     -Pidiéndote prestada la consola.
     -Me pedían prestado todo, todos los días. Entre ellos y Pedro Aznar me comían el ojo. Porque Pedro Aznar, a su vez, estaba grabando en la casa con un radiograbador. Yo era el que tenía el cajón con los cables, ¿entendés? Entonces me decían: “¿No tenés un cable de RCA-Plug?”. “Sí”. “Vamos para allá”. Y yo me tenía que quedar esperando a que los monos aparecieran. ¡Los kilómetros que se hacían en ese Mehari azul que era como una especie de pileta de natación de esas de plástico! Venían con eso, a veces incluso en invierno. ¿Vos conocés cómo es la casa de allá?
     -Sí.
     -Bueno, el control estaba en el lavadero y en el que supuestamente era el dormitorio de ellos, se armó la sala. O sea que el estudio quedaba alejado del control. Pero Gustavo compró un televisorcito en blanco y negro que después lo usamos en la gira De Ushuaia a La Quiaca como monitor de imágenes. Así que ahí, en la cabaña, él no veía a los músicos porque no era como todos los estudios, en los que está el vidrio. Las dos piezas no estaban comunicadas, entonces en un lugar se tocaba y desde el otro lado él te miraba por la televisión  -Starc se ríe a carcajadas-. Y bueno, ahí, en esa época, en ese cosito chiquito, ahí grabó Spinetta, grabó Riff, grabó Lebón. Yo estuve el día que Serú Girán grabó Canción de Alicia en el país.

      Todavía resuenan los últimos acordes de La Grasa de las Capitales, el tema con que Serú Girán acaba de cerrar su show en el teatro Ocean de Morón.
     Entro al camarín. Al verme, Charly se acerca y me dice:
     -¿Sabés, Gus?, no estoy conforme con la versión que tenemos de Alicia. ¿Qué te parece si el domingo vamos a tu casa con las chicas y los pibes, hacemos un asado y grabamos Alicia de nuevo?
     La propuesta de Charly me sorprende. Ellos estaban grabando en ION el álbum “Bicicleta”, del que Alicia forma parte y, en ese momento, eran la banda de rock más importante de la Argentina. Del Cielito, en cambio, apenas un estudio casero.
     El domingo vienen todos, en patota, con las familias, las mujeres, los chicos. Nos pasamos el día entero grabando en medio de esa situación.
     El tema queda muy bueno y para mí es todo un orgullo saber que la primera canción grabada en el estudio, será parte de un disco de Serú.
     La versión de Alicia que todo el mundo conoce, es la que se grabó aquél día.
      
     -A la mujer de Gauvry habría que hacerle un monolito, algo, viste, porque bancaba a cualquiera  -dice  Starc-. Aparte se quedaban a dormir, les comían todo. David Lebón vivía ahí como un homeless, ¿entendés? Era por épocas: David se quedaba unos meses, después se instalaba Spinetta y se quedaba también unos meses. Les comían todo lo que había en la heladera, se tomaban todo, eran una desgracia. Aparte en esa época no había delivery, no había nada; vos te quedabas sin cigarrillos a las dos de la mañana y había que ir hasta la estación Moreno, te jugabas la vida.

     -Poco a poco las grabaciones empezaron a tener un poco más de calidad  -me instruye Gauvry-. Fueron apareciendo también otros grupos a los que muchas veces grabábamos gratis, en forma de demos. Es el caso de Dulces Dieciséis, Suéter, Las Bay Biscuits, de Riff en su primera formación. Me acuerdo que en ese momento el que cantaba no era Pappo sino Juan García Haymes. Y bueno, seguramente me estoy olvidando de un montón de grupos más. Con esas grabaciones fuimos aprendiendo. Serú Girán venía muchas veces a ensayar en el estudio casero que habíamos montado. Esos ensayos también los grabábamos, hacíamos demos de lo que más adelante se convertiría en el disco Bicicleta. Por otra parte, David grababa, además, sus propias canciones; algunas formaban parte del repertorio de Serú y otras las fue juntando en lo que sería su primer disco solista, El tiempo es veloz.
     ”Estos demos que grabábamos, yo los compilaba en distintos casetes. Los llamaba Del Cielito Records volumen I, volumen II, volumen III, y los hacía circular por ahí, entre los músicos amigos.


Gustavo Gauvry y David Lebon junto a los Dulces 16. 1980






Del Cielito


-Me pareció un nombre muy musical. En realidad, de entrada le puse Del Cielito Records porque la idea de crear una pequeña productora independiente estuvo desde el comienzo.
     Habíamos cruzado la Avenida Martín Fierro y caminábamos por la calle Del Cielito.


Logotipo usado en los primeros años del estudio     


     Hacia fines del siglo XIX el hacendado Alejandro Leloir adquiere, en el partido de Morón, varias chacras ubicadas en la actual localidad de Villa Udaondo. Una de ellas correspondía a lo que hoy conocemos como Parque Leloir. Cuando muere Alejandro, estos campos son heredados por tres de sus cuatro hijos: a Clara se le adjudicarán 272 hectáreas, a Alberto 208, y al menor, Antonio César, sólo 67. Paradójicamente, Josefina, la hija que no hereda tierras en la zona, se termina casando con quien le daría nombre a toda la localidad: el gobernador de Buenos Aires, Dr. Guillermo Udaondo. Y Antonio, el que menos recibe, es el que más llega a tener. En efecto, diez años después de la muerte de su padre, al cumplir la mayoría de edad, comienza a comprar las chacras linderas. Entre 1899 y 1915 llegará a conformar un campo de más de 330 hectáreas. A comienzos del siglo XX, en el centro de este campo, Antonio le encarga a Carlos Thays el diseño de un parque de considerable extensión. Este hombre emprendedor también funda un establecimiento rural dedicado a la cría de caballos de carrera: el Haras Thais. Presumiblemente el nombre del haras sea un homenaje al paisajista galo. A la muerte de Antonio César Leloir, en 1939, el campo se divide en siete fracciones. Los herederos quieren cumplir un sueño: la creación de una Gran Ciudad Parque. Siguen plantando arbolitos. Miles. Urbanizan la zona conforme al criterio de los parques europeos.
     Hacia mediados del siglo pasado comienzan a realizarse numerosos loteos. Poco a poco, Parque Leloir se convierte en un lugar de veraneo. Para 1956 había aproximadamente unas ciento cincuenta casas quinta. Con la instalación, a fines de los ’60, de caballerizas de alquiler y pensionado, y la utilización de los terrenos baldíos, que eran muchos y muy grandes, para pastoreo de la caballada, el lugar adquiere una fisonomía ecuestre. Cientos de jóvenes y turistas se acercan a la zona para disfrutar de largas y románticas cabalgatas por el Parque y sus alrededores. En la caballeriza “La Pérgola” incluso podían alquilarse bungalows. Y había una pileta pública. Ofrecían clases de equitación y organizaban cabalgatas con jinetes vestidos a la usanza inglesa.
     La reserva de los Leloir continúa loteándose. Tanto en la década del ’60 como en la del ’70 se establecen varias familias con vivienda permanente.
     Pero habría que esperar hasta comienzos de los ’80 para que Gustavo Gauvry instaurara, en medio de los eucaliptus y las zarzamoras, un pequeña república del rock & roll.

     -Seguí derecho nomás  -me indica mi amigo, Pablo Milberg.
     -¿Estás seguro?  -le pregunto, con cierto recelo.
     La Avenida Gaona, por la que veníamos circulando, se termina de golpe. Ahora avanzamos por la supuesta continuación: un angosto e irregular sendero entre los matorrales.
     -Sí, sí  -me responde Pablo, enfáticamente-. Dale que está todo bien.
     “Todo bien” es un camino polvoriento lleno de pozos, que serpentea entre inmensos montículos: basura, escombros y restos de autos abandonados, completan el trazo de lo que algún día será la Autopista del Oeste.
     Pablo quiere que conozca Parque Leloir, donde está por construirse una casa. Continuamos avanzando a los tumbos por este Far West.
     -Hay otro camino, cruzando Castelar, que está asfaltado  -me aclara -: pero éste es más directo.
     Más directo para llegar a la tumba, pienso mientras el auto avanza dando bandazos.
     Poco después aparece, a nuestra derecha, una gigantesca arboleda de añosos eucaliptus, cipreses, casuarinas y araucarias que forman un bosque imponente. Nos internamos a través de callecitas de tierra que tienen nombres gauchescos. De la Doma, Del Candil, De la Vidalita, De la Huella, Del Cielito, y otras, forman un laberinto de curvas entre las que se esparcen algunas casas quinta.
     Mi lobreguez inicial va mutando, a medida que nos adentramos en el bosque. El sacudido acceso queda momentáneamente eclipsado por este espacio. Parece un lugar de vacaciones, le digo a Pablo. Y una decisión que hasta ese momento yo no sabía que iba a tomar, se abre paso entre los árboles y me toma a mí.


 El jardín del Estudio Del Cielito 





Yendo de la sala al living


El epicentro de la república fue, durante los primeros tiempos, la cabaña de madera. Una construcción en forma de U que se mantiene intacta. En esta rústica casita de cuento se instaló la familia Gauvry.
     Poco tiempo después apareció ella. Enseguida descubrieron que, efectivamente, era provocativa, como se decía que era. Dado que la habían estado esperando, trataron de adaptarse a sus requerimientos. Al principio pensaron que podrían ubicarla entre los almohadones del living pero ella, invasiva y voraz, enseguida se adueñó de todos los espacios. Y no sólo eso: quería que la miraran sólo a ella, y cuestionaba, subvertía, distorsionaba el orden establecido. No podía evitarlo, estaba en sus genes. Nadie le pidió una tarjeta de visita porque había llegado, declaró, para quedarse. El apellido de esta chica terrible era Rock. Sigue siéndolo.
     Su nombre es Música.

     -El estudio  -explica Gus- empezó a funcionar en la cabaña donde yo vivía con mi familia. Al ser de madera, la casa sonaba naturalmente muy bien así que no hubo que hacerle prácticamente ningún tratamiento acústico. A veces, cuando había grabaciones como la de Spinetta Jade o cuando teníamos que grabar a una banda tocando todos juntos, usábamos, además del escritorio y mi cuarto (en los que ya se habían establecido la sala y el control room), el living comedor u otros sectores. Inclusive ese escritorito del control, a medida que el equipo fue aumentando, quedó chico, entonces hubo que convertir un lavadero que había al lado, en parte del control también.
     -¿Cómo amalgamabas tu trabajo con tu vida familiar?
     -No lo amalgamaba: cuando grabábamos, Floki y Violeta se tenían que ir porque la casa quedaba absolutamente invadida.


El control de grabación en uno de los ambientes de la casa de la familia Gauvry


     Estamos frente al río. Casi no hay viento. El sol se ha radicado en un mediodía lento y tibio de primavera. Las garzas trazan su vuelo rasante sobre la superficie iluminada del agua.
      Le pido a Gus que me hable de Spinetta.
     -¿Te acordás de los casetes que te mencioné? ¿Los demos compilados Del Cielito I, II, III? Una tarde, en la redacción de Expreso Imaginario, me encuentro con Luis Alberto y le entrego uno de estos casetes para que escuche las grabaciones que estamos haciendo.
     ”Para mi sorpresa, a los pocos días recibo un llamado de Alberto Ohanián, el mánager. Me dice que quieren conocer el estudio.
     ”Spinetta se enamoró del lugar.
     ”Me propuso grabar su próximo disco con Jade. Amílcar Gilabert sería el ingeniero de grabación.
     ”Para armar la sala tuvimos que vaciar el living y desmontar, también, una chimenea central. Recién entonces pudimos empezar la grabación de Los niños que escriben en el cielo.




  
La dieta de los Gauvry


”Con el primer disco que Spinetta graba en el Cielito, el estudio se profesionaliza. Luis fue el primero que dijo “yo vengo a grabar un disco, empiezo mañana y termino dentro de quince días”, que es lo que se hace normalmente. Hasta ese momento, las grabaciones  habían sido más bien azarosas: demos, canciones sueltas… David Lebón sí estaba grabando un disco como solista. Pero su caso era diferente porque él era parte del paisaje, del proyecto inicial. Hacía un año que estaba grabando los temas de El tiempo es veloz.
     Curioso, pienso mientras Gus me habla. Quien señala la velocidad del tiempo es quien menos se preocupa por terminar. Pero la respuesta está ahí mismo. El tiempo es veloz/ tu vida esencial.
     En la vida esencial.


Luis A. Spinetta y Diego Rapoport grabando en la cabaña-estudio en 1981 


     Lo primero que le pregunté a Spinetta fue por qué, en un momento de su carrera, siendo ya un artista reconocido, exitoso, decide contratar al incipiente estudio Del Cielito. Estábamos en su propio estudio, La Diosa Salvaje, en Villa Urquiza, y yo me había sentado en una silla plegable.
     -No, vení, esa te va a dejar el culo a rayas, mi amor.
     Confieso que logró seducirme. Inmediatamente. Una vez que se aseguró de que estuviera cómoda, continuó:
     -Es mi amistad con David, mi eterna amistad con David Lebón, la que me lleva a Gus y a la familia de Gus  -hace un silencio, dándose tiempo para recordar, para entrar en el pasado.
     ”Era el paraíso  -concluye-. No solamente por el lugar para grabar. Era el paraíso porque el lugar en sí te llevaba fuera de acá  -señala su cabeza-. Era un sueño. Yo había estado demasiado ocupado, no había podido reunir todo eso pero, de alguna manera, me modeló el futuro. Vos veías que se grababa en una pieza, que el control room era un cuarto que no podías ver. Pero entonces había una cámara blanco y negro y un televisor. Soluciones de avanzada. El otro día fui al estudio de Pedro Aznar y tiene racks... ¡en los cajones! Una cosa insólita, en un placard. Es decir: aprovechar el espacio y convertirlo en sonido. Y con familia, con todo incluido. Y fuera de la Capital.
     -Y vos valorabas esto, específicamente.
     -Todo, todo: el proyecto de él, lo volados que eran ellos que seguían una dieta naturista espectacular. Floki no sólo es una excelente artista. También es una excelente cocinera. Me acuerdo de los platos exóticos de la India, de la vez que nos prepararon una comida con manteca clarificada, unas cosas espectaculares. Nosotros, con Patricia, la mamá de mis hijos, veníamos de otro lado, y nos quedamos maravillados al ver que ellos habían hecho ese estudio y habían logrado crear su propio paraíso. Y el estudio representa eso: el nombre es perfecto. Yo la pasé muy bien ahí. Hice todo tipo de música. Hubo días en los que también me lancé a cocinar, como tratando de imitar un poco las condiciones de confort que nos daba la familia Gauvry: eso era. Hice asados, cociné, comí como un loco.


Luis y Floki Gauvry durante una cena familiar


      Unos días antes, junto al río, Gustavo se había referido a lo mismo. No siempre Floki y Violeta se iban.
     -Éramos jóvenes y éramos desinhibidos  -admite-. Los músicos que llegaban ahí buscaban ese clima. Estaban muy bien predispuestos a lo que iban a encontrar. Les gustaba nuestra manera de vivir, nuestra manera de comer, nuestra manera de encarar la vida, qué sé yo. Muchas veces se contagiaban de eso inclusive alquilándose una casa cerca o incorporando ese mismo tipo de “dieta”. A veces nos poníamos a cocinar, hacíamos alguna comida exótica, oriental, o lo que fuera.

     Escucho la propuesta y me quedo callado. David ya me había prevenido: “Ojo: si Pappo te llama, no se te ocurra darle bola. Cuando chupa es medio jodido: bardea, puede llegar a ponerse violento”. El Ruso lo debe conocer bien, pienso; ellos tocaron juntos. Al otro lado de la línea, Vitico espera mi respuesta. ¿Qué carajo le digo? Encima ni siquiera tengo la excusa de que el estudio está ocupado: los Serú acaban de salir para Santiago del Estero.
     -Okey, no hay problema  -le digo a Vitico, que sea lo que Dios quiera-. Los espero el viernes a las siete de la tarde.
     Corto y trato de convencerme: es un laburo, no me puedo dar el lujo de perderlo. Además, estuve con cada delirante en mi vida... no creo que no pueda manejar a estos.
     Finalmente el viernes terminamos grabando un par de bases: “No detenga su motor” y “El marqués”.
     Ahora Pappo está cantando y Vitico, preocupado, me dice:
     -Me parece que tenemos que conseguir un cantante, esto suena como Pappo’s Blues.
     -Che  -irrumpe el vozarrón de Pappo-: tengo un hambre espantoso. Voy a preparar unas pizzas.
     -Hay un problema: la tapa del horno tiene el vidrio térmico roto  -le informo con tono de disculpa.
     -Dejame que yo te lo soluciono  -se ofrece, expeditivo y resuelto.
     Revuelve los trastos de la cocina hasta encontrar una fuente ovalada de acero que encaja justo en el agujero.
     Un rato más tarde devoramos las deliciosas pizzas amasadas por el Carpo. El temible muchacho del heavy metal y las cadenas incluso lavó los platos, dejando todo impecable.
     Pasaron varios años y muchas más horneadas. Cuando al fin decidimos cambiar la cocina, la fuente seguía encajada ahí.
     El señor Norberto Napolitano se terminó haciendo habitué y amigo de la casa, visitándonos a cualquier hora del día o de la noche, para grabar, para conversar o para hacer un asado.
      Nunca lo olvidaremos.

     ”O sea  -continúa Gus-: se generaba un clima familiar, un clima amistoso, que no se propicia en otros estudios donde el plato más fuerte es el comercial.
     Las aguas del río cabrilleaban.
     -De alguna manera  -le digo-  era como ir a hacer música a la casa de unos amigos.
     -Exacto. El énfasis no estaba puesto en lo comercial, el énfasis estaba puesto en disfrutar y en la música. En disfrutar de la música, disfrutar del sonido, disfrutar de jugar con esos aparatos sin límite de tiempo.
     -En este sentido, me parece, vos fuiste muy generoso como productor: no estabas contando escrupulosamente cuántas horas usaban las instalaciones.
     -Yo creo que la generosidad... O sea, todo parte, en definitiva, de la generosidad. Porque una hermosa canción... Nadie puede componer una hermosa canción pensando en la guita que va a ganar. Una hermosa canción nace de la generosidad del corazón, del alma, de la sensibilidad del artista. Si después gana mucha plata con eso, es otro cantar, es...
     -Pero uno no hace una canción “hermosa” para ganar plata sino porque está disfrutando de algo que tiene que ver con estar ahí, con estar en el presente.
     -Exacto. Entonces, para mí, el arte, la música, la expresión, parten de una generosidad, porque vos lo hacés por una necesidad propia de expresarte y no sabés siquiera si alguien lo va a entender, si alguien lo va a aceptar, si alguien lo va a escuchar, si alguien lo va a comprar. Pero lo hacés porque sentís la necesidad de hacerlo, por un gusto que te das a vos mismo, por una generosidad de tu propio corazón. Entonces, de alguna manera, el estudio estaba encarado así. Para mí un estudio no tenía por qué ser una cueva en el centro cuando podía ser un lugar con luz, con aire libre, con familia metida en el medio, con chicos, con amigos, con asados: un lugar donde pudieras grabar en un clima de distensión. Porque la música, por lo general, se recibe, se escucha en un clima así. Uno, ¿cuándo escucha música?: cuando está en la oficina no. Uno escucha música cuando está en un asado, en una fiesta, cuando está tranquilo en su casa, durante el fin de semana. No sé: salís al jardín a tomar sol y ponés música, te sentás a mirar el fuego de la chimenea y ponés música. Para mí escuchar música siempre fue un momento de vuelo, de distensión. Yo, de chico, ponía música, apagaba las luces y volaba con la música, incluso sin necesidad de drogas ni de nada. Nos juntábamos con amigos a escuchar música y no hacíamos otra cosa. No era que nos juntábamos para charlar o para comer. No: nos juntábamos para escuchar música y por ahí nos quedábamos toda la noche escuchando discos importados, las últimas novedades de los grupos de afuera. Pero cuando entré en contacto con músicos profesionales me sorprendió que esa música que yo solía escuchar para volarme o como un viaje, fuera creada en condiciones tan estresantes: con un horario súper rígido, con gente que tenía mala onda, que estaba apurada, que quería irse. Me parecía que algo que era para disfrutar, para comunicarse entre las personas, para volarse, no podía crearse o registrarse en condiciones tan adversas. En definitiva, un disco no es ni más ni menos que el registro de una interpretación. Y yo pensaba que si lográbamos que la música pudiera interpretarse, pudiera grabarse en un entorno amigable, ese momento de disfrute iba a quedar, de alguna manera, registrado como un meta-sonido.
     ”Obviamente, también queríamos ganar dinero. Pero la filosofía era que si hacíamos cosas buenas el dinero iba a venir. Si hacíamos canciones que estuvieran bien grabadas, bien producidas, partiendo del alma, de la generosidad, el dinero iba a venir: ésa era nuestra idea. Por ejemplo, como te contaba el otro día acerca de Suéter. Para mí Suéter era una buena banda. Miguel Zavaleta es un buen compositor y un gran cantante. Entonces, si yo le doy un espacio a ese tipo para que desarrolle un producto (que evidentemente va a ser bueno porque el tipo es un tipo talentoso), la plata va a venir de eso. Pero si el producto no está porque al tipo no se le da ni el crédito ni el espacio para que lo genere, entonces no va a venir nada. O sea: no va a venir plata para él, ni para mí, ni para nadie. Entonces, de alguna manera, yo apostaba a eso. No hacía mucha cuenta de cuánto la hora o de tal hora a tal hora, o de... qué sé yo.
     -Pero de vez en cuando me imagino que algún límite tenías que poner. ¿Cómo manejabas los límites?
     -Y... no sé, fui aprendiendo a pilotear esa situación.
     -Porque es más fácil ponerle un límite a alguien que no es un amigo, a alguien con quien uno no tiene una relación personal, que a alguien que sí la tiene.
     -Claro, lo que pasa es que, de alguna manera, terminaban teniendo una relación personal.
     -Por eso.

     Después del ensayo con Serú, decide quedarse en casa. Como el living está lleno de instrumentos, le armamos una cama en el cuarto de Violeta, nuestra beba de un año y medio.
     A la mañana siguiente, mientras desayunamos, Charly García me comenta, como al descuido:
     -Che, anoche se despertó la nena.
     -¿Y qué hiciste? -le pregunto, tardíamente preocupado.
     -Nada  -me informa Charly-: le canté una canción y siguió durmiendo.
     

Diego Rapoport y David Lebon. 1982




     -Los primeros músicos que fueron a grabar al estudio  eran amigos de David  -Gus se queda en silencio-. Sí, por supuesto que hubo roces  -retoma- por supuesto que hubo que poner límites en determinados momentos. Y si bien había una relación personal en la mayoría de los casos  -recapacita- no todos los que venían se hacían amigos. Muchos llegaban atraídos por la novedad o a través de contactos. Nosotros trabajábamos con Grinbank, que era el mánager de Serú, el mánager de David. Entonces, de repente Grinbank nos tiraba laburos. O Amílcar, que era el sonidista de las grabaciones de Serú. Por ejemplo, Susana Rinaldi nos contrató para grabarla en vivo porque Amílcar nos había recomendado. Y bueno, ella no se hizo amiga nuestra ni nada. Vino porque Amílcar le había dicho que nos contactara. Y en muchos casos sí pactábamos un horario de grabación de tal hora a tal hora.
     -Escuchando tu relato acerca de cómo fue sucediendo todo, se tiene la impresión de que se desarrolló de una manera muy orgánica, muy fluida.
     -Todo se dio de una manera absolutamente accidental, casual, no hubo ningún plan de nada. Nunca salimos a buscar una grabación. Prácticamente no hacíamos publicidad. Un trabajo traía al otro. Lo que pasa es que había una gran necesidad porque estaban los viejos estudios de las compañías multinacionales, en los que nadie quería grabar porque eran obsoletos, y nosotros. Después apareció Panda, o casi simultáneamente, pero también Panda tenía mucho en común con aquellas viejas estructuras: si bien era un estudio independiente, estaba ubicado en la ciudad, tenía un esquema de horarios más rígido... O sea, estaba pensado como un emprendimiento netamente comercial, no era bucólico ni hippie como nosotros. Había una gran necesidad en los músicos de encontrar lugares para grabar donde se sintieran cómodos, cuidados, donde pudieran encontrarse con una tecnología más moderna. Un lugar que fuera más amigable. Por eso el estudio tuvo un éxito instantáneo. Lo mismo que las grabaciones en vivo: había también una gran necesidad de hacer grabaciones en vivo porque se estaba yendo la dictadura, porque estaban volviendo muchos músicos que desde hacía años estaban exiliados en Europa.


Estudio móvil utilizado para grabar "No llores por mi Argentina" en Obras. 1982


     -Es admirable lo de Gustavo porque aparte nunca estudió un porongo -Héctor Starc tiene la guitarra apoyada en las piernas, subraya sus palabras con un punteo improvisado-. Igual, te digo una cosa: en definitiva, esto de ser técnico no se estudia. Es como la música: vos tenés que tener los genes, después, si estudiás, mejor. Pero para grabar tenés que tener onda. Gustavo grabó discos con Spinetta y yo creo que no sabía ni lo que era una guitarra. Pero grabó discos con Spinetta que son gloriosos. Eso es un don. El tipo levantaba una perilla y... okey, vos podés saber qué hace esta perilla electrónicamente o de oreja, es decir: le pongo más agudos, le pongo más graves, no hace falta que me vengas a explicar en cuántos herzios está cortada esta perilla. Como dice Nito Mestre: “Ponele un poco de esa sutileza, allá arriba”. Eso quiere decir más agudos para Nito Mestre.
     -Con Spinetta también pasaban cosas así. Él pedía, por ejemplo, un sonido más “placard”. “Metele el sonido placard que logramos el otro día”. Ellos solos sabían qué era el sonido placard.
     Héctor asiente.
     -Un día estaban ahí en no sé qué estado de locura  -bosqueja, ilumina con su guitarra- y sacaron un micrófono. Se pusieron a grabar grillos. Después estuvieron en un montón de discos porque Gustavo tenía una cosa con los grillos. Luis siempre me decía: “Pusimos un poco de grillos ahí”. Se ve que tenían una cinta con grillos y los metían en todos lados  -se ríe generosamente.
     -Supongo que todo eso estuvo en consonancia con el vuelo de Spinetta. Él lo describió de un modo absolutamente poético: “salías y quedaba grabada la noche”.
     -Si escribís un libro de Luis te morís, las cosas que dice, es impresionante. Y después otra cosa: al principio, la gente pensaba que Gustavo era el empleado de David. ¡Y lo único que tuvo David Lebón de su propiedad en Del Cielito fue un Digital Delay MXR que le regaló Gustavo!  -Héctor se desternilla de risa. Su risa es tan abarcativa que no podés quedar ni por un segundo afuera de ese mundo donde nada es lo que parece-. ¡Eso era todo lo que tenía David! Entonces: entre los aparatos que valían miles y miles de dólares, había un aparato de trescientos dólares que era toda la participación de David en el estudio, aparato que, a su vez, se lo había comprado Gustavo. Pero para todo el mundo era el estudio de David. Yo creo que a Gustavo en definitiva le convino porque gracias a David, gracias a mí, al Toro Martínez, que era mi socio, Gustavo conoció un montón de gente muy piola como Juan Segura, que le hizo la instalación de los cables en el estudio, como Claudio “Crown” Miretti, que es un técnico que repara equipos y que también hizo instalaciones, como el Tapa Escriña, como Carlos Piriz.


Juan Segura soldando un cable durante una grabación del estudio móvil


     -¿Y vos, le enseñaste muchas cosas a Gustavo?
     -¡No! Yo en realidad, no soy técnico. Soy un músico que tuvo una empresa de sonido. Le daba una mano como podía pero yo no sé manejar una consola de grabación, ni me interesa.
     -¿Pero vos no eras el sonidista de Serú?
     -Sí, pero una cosa es hacer el sonido en vivo y otra grabar. Grabar es mucho más complejo. Son dos cosas totalmente diferentes. Yo nunca grabé nada, ni tengo paciencia. No soportaría a un músico que esté ahí adentro diciéndome: “No escucho el bombo”, viste. No tengo ese carácter. En cambio Gustavo era capaz de quedarse horas, días, semanas, meses con Spinetta diciéndole la galaxia sideral  -hace una imitación perfecta del tono de voz y la manera de hablar de Luis Alberto- quiero sonido a noche, quiero sonido a pedo secular galáctico. Se prendían un charuto entre los dos, viste, y se quedaban semanas. Uno decía “pasame la guitarra” y el otro le decía “sssí”  -carcajada ontológica- y ahí salían los discos.
     ”Después hubo una época, cuando ya habían construido el estudio, en la que David, me acuerdo, vivió ahí, arriba del estudio. Y una de las cosas más graves que le pasó a David en esta etapa, fue que perdió el control remoto del televisor Sony 30. Y eso para David era como un paro cardíaco. Porque en esa época estaban los hijos de David, que eran chicos, los hijos de Gustavo, a veces iba yo con mis tres hijas, y se armaba toda una bola de nenes. Total de que al tiempo vacían la pileta y encuentran, en el fondo, el control remoto. Para David fue como encontrar el Santo Grial, ¿me entendés?, porque él se sienta ahí con el control remoto y si vos volvés dentro de seis meses, lo vas a encontrar todavía mirando la televisión.
     ”Así que... esa familia se bancó todo eso. Yo no me acuerdo dónde dormían ellos, porque ahí, en la casa, vivían todos al principio, hasta que construyeron el estudio. Y bancarse a todos estos vagos, viste, porque yo estuve sobre todo en la etapa de David Lebón y de Spinetta, que son amigos míos, pero ahí iba Riff, iba Vitico, iba cualquier degenerado, viste, no sé cómo no se ahogó ninguno en la pileta. Pero bueno, al final Gustavo logró un estudio con onda para los músicos. Él logró concretar algo que todos los músicos querían pero que los músicos no hubieran hecho: primero porque son todo promesas, pero nadie hace nada. Segundo, porque nadie tiene un mango. Y yo lo que admiro de Gustavo es que nunca lo hizo para ganar guita. Lo hizo por la misma razón que yo toco la guitarra. Yo toco la guitarra desde hace cuarenta años y nunca toqué la guitarra para ganar guita. Y él lo hizo, como dicen los chicos ahora, “de onda”, como un amateur. Después se habrá apiolado y habrá hecho sus negocios también, pero esto nunca fue lo principal. Su idea fue que los músicos pudieran quedarse y pasarla bien: les hizo la pileta de natación, la parrilla... porque para un músico es muy importante eso, viste. Porque si no... Por ejemplo, vos vas a grabar un disco y te dan, suponete, seis horas. En seis horas no probaste ni el sonido de la batería. Pero una vez que tenés el sonido de la batería, tenés que desarmar todo e irte. Entonces al otro día volvés y te pasás de nuevo todo el día probando el sonido de la batería.
     -Y un poco funcionaban así los estudios, en esa época.
     -Y siguen funcionando así. Vos pagás las horas que podés. Entonces a Gustavo se le ocurrió una idea: en vez de cobrarte por hora, te cobraba el proyecto. Vos querés hacer un disco, okey, el disco te va a costar tanto.
     -Es la modalidad “a estudio cerrado”.
     -Claro, a estudio cerrado. Y, en realidad, te sale más barato eso. Porque lo más quilombero es la batería. Una vez que tenés el sonido de la batería, entrás y grabás todas las bases en dos, tres días. Pero de la otra manera no. Aparte tenés que ir a grabar al centro, al coche te lo lleva la grúa... Yo he tenido que dejar de tocar la guitarra para ir a poner una moneda en el parquímetro, ¿te imaginás? Y cuando volvés decís “¿en qué estábamos?”. Entonces él logró que los músicos pudieran tener la tranquilidad de quedarse ahí, de comer un asadito, de bañarse en la pileta.



 Mariano López, Gauvry, Spinetta y Starc. 1981 




  
Si estás ahí, si lo deseás


La palabra “construcción” remite a algo sólido, planeado, racional. La construcción del Cielito, no sólo como estudio de grabación con determinadas características sino como espacio mítico, podría asimilarse mejor al concepto de hapenning, al igual que la vida de Gauvry. Tuve la misma impresión cuando hablé con David y con Spinetta. Ellos no apostaban al éxito sino a la música. El foco no estaba puesto en algún hipotético futuro brillante sino en cómo hacer que las cosas funcionen ahora. Y funcionen bien. En mi opinión, lo que mejor supieron hacer es “estar ahí”. Lograron no subestimar el presente, no dejar que se marchitara bajo el peso del pasado o las expectativas de lo por venir. No tenían un plan trazado de antemano pero sabían dónde querían ir, dónde querían estar. Y se permitieron soñar. No se tomaban demasiado en serio eso que el consenso colectivo acepta como “la realidad”. En lugar de respetarla o de avenirse a sus criterios, jugaban con ella, la manipulaban hasta que empezaba a cobrar la textura de los sueños.

     -Sucedió lo que soñamos -confiesa David Lebón y el largo pelo blanco brinca sobre sus hombros, señala y a la vez desmiente el paso del tiempo-. Acá pasaron muchísimas cosas porque este lugar estaba abierto las veinticuatro horas. Se componía, se tocaba, se grababa. Luis venía acá, prendía las luces y se ponía a dibujar. La idea de hacer cuartos fue para que los músicos pudieran quedarse. No estábamos tan enfocados en lo comercial sino a favor de la música. Queríamos tener un lugar piola donde los músicos se pudieran inspirar y hacer las cosas bien.
     ”El tiempo es veloz, mi primer disco como solista, lo hicimos allá, en la cabaña. Esto todavía no estaba -se refiere al estudio, donde tiene lugar la entrevista- Era la época de Malvinas y estábamos grabando un disco a contramano porque todos estaban en guerra y nosotros hacíamos un disco de amor. Estábamos grabando y de repente escuchábamos por el noticiero: “Bajamos siete Sea Harriers”.
     -Era impresionante  -interviene Gustavo, que entra y sale del estudio y participa de la entrevista sólo en algunos de sus tramos-: a cada rato teníamos que parar.

     En medio de la grabación la casa empieza a temblar. El ruido es atronador y perentorio. Corremos hacia el parque y nos topamos con un cielo sombrío, cubierto de helicópteros. No son dos o tres helicópteros: son veinte, treinta, tal vez más.
     Los escuadrones se dirigen de la Base Aérea de Palomar a la Base Aérea de Morón. Llevan soldados y provisiones para las bases del sur.
    El temblor, el rugido. Parar, salir. Mirar cómo pasa la guerra sobre nosotros.
   Sucede varias veces al día.


Amilcar Gilabert, Lebón y Gauvry, grabando a Mercedes Sosa en el Teatro Opera. 1982


     -Hay, en ese disco, un agradecimiento a Floki y también a Spinetta  -retomo después de varios minutos en que las voces se superponen y trenzan hablando de la guerra-. ¿En qué participó Spinetta?
     -Hizo la gráfica de la tapa.
     -Él andaba por acá.
     -Él estuvo durante toda la grabación. Cuando terminamos, nos fuimos con un grabador grandote bicanal, con la cinta de “El tiempo es veloz”, a Panda, donde estaba Charly, grabando con Los Abuelos de la Nada. Llegamos ahí…
     -Súper entusiasmados y ansiosos por mostrar el material.
     -Gustavo y yo estábamos más que entusiasmados, nos encantaba, porque estaba buenísimo el disco, de hecho está buenísimo.
     -Está buenísimo.
     -Ellos paran todo, enchufamos, lo ponemos, les hacemos escuchar el primer tema y... nada, no había gestos, nada. Medio que lo escuchamos todo rápido porque ellos estaban grabando. Cuando el disco termina nos empiezan a tirar una pálida atrás de otra: que no, que estaba mal grabado, había que grabarlo de nuevo, que el sonido no sé qué, que pa pa pá, pa pa pá. Nos tiraron el mundo abajo, viste. Con el laburo que habíamos hecho. Y bueno, llegamos acá los dos medio bajoneados, diciendo “che, qué cagada”. Pero por otro lado, estábamos seguros de que el disco era bueno, sordos no éramos. Llegamos a la conclusión de que, en realidad, los tipos no estaban a favor de nuestro invento, viste. Porque cuando vos hacés una cosa que es buena y la hacés antes de que se les ocurra a los otros, se pueden poner un poco celosos. Los tipos se dicen: “Para qué habremos puesto toda esta plata en este estudio del centro, mirá lo que hicieron estos dos inexpertos”.
    
     Algunos días después volví a reunirme con Gustavo. Le devolví el disco de Lebón.
     -Se hicieron varias versiones del tema El tiempo es veloz -me informa- pero a mí, la que más me gusta es la original. ¿Escuchaste el piano de Diego Rapaport?
     El disco está sobre la mesa. Abro la cajita transparente, lo inserto en la bandeja de cedés del equipo.
     Escuchamos.
     -David  -me explica Gustavo cuando lo ponemos por segunda vez- se puso a tocar el tema con la guitarra y Diego Rapaport iba sacando los acordes mientras David  tocaba. Lo que aparece en el disco es exactamente este momento.
     El tiempo es veloz. Y ese piano que viene después de la guitarra y la voz de David, como si tuviera que correr para alcanzarlos, lo confirma. Pero, a la vez, el clima no es de urgencia sino, paradójicamente, de atemporalidad. El piano, que sigue a la guitarra, pareciera ir abriendo caminos y la voz de David, que supuestamente está adelante en el tiempo, da la impresión de haberse situado en un lugar ajeno al trajín del mundo. Esa voz, momentáneamente, se ha rodeado de cielo. Quizás nadie entienda.

     -Sí, sí  -las manos de David se aferran a los apoyabrazos de la silla giratoria; sonríe-. Es que estábamos acá, cómo podría decirte, en un lugar donde nadie nos molestaba. No había apuro, nadie nos apuraba para terminar el disco, no había un tiempo para terminarlo...
     El disco se gesta en ese borde: surge en un entorno de distensión, de tranquilidad, no hay un death line para finalizar la grabación. Pero el tema que le da nombre apunta que por afuera de ese eterno “ahora” o presente donde se produce el encuentro con la “vida esencial”, el tiempo corre, o vuela, o va a una guerra. Incluso la voz de David no circula siempre igual o con el mismo énfasis. Es una voz en estado de contemplación, podría decirse. No obstante, a medida que el tema avanza, un desprendimiento de esa voz que presencia, pone notas al margen (“quizá nadie entienda”, “si realmente se pudiera”, “qué extraño” “qué loco”) o se apura (“todo va creciendo hacia arriba”, “mientras que a alguien le queden ganas de amar”) porque, después de todo, fuera de ese estado de gracia hallado en el presente, el tiempo es veloz.


Gauvry en el pequeño control donde mezcló "El tiempo es veloz", "Kamikaze", "Los niños que escriben en el cielo", "Mondo di Cromo" y otros grandes discos...





                                                                No me has hecho sufrir sino esperar



Hacía por lo menos tres meses que lo esperábamos.  El primer impedimento fue atribuido a los ensayos (“me hago mucha mala sangre porque una cosa relajada, como debería ser un espectáculo, termina dejándote con el culo a cuatro manos hasta último momento”); el segundo, a los shows (“yo me siento más cómodo arriba del escenario que en cualquier otro momento de la vida”). Después de la presentación en el Estadio Único de La Plata, debió viajar a Uruguay. Los últimos meses del año habían sido ajetreados, necesitaba tomarse un respiro (“es que ya tengo unos cuantos pirulos, no es joda”) para volver a encauzar la energía siguiendo el ritmo interior (“estoy respetando los tiempos de la creación y de la recuperación del dinero”). Lo mejor sería esperar a que pasaran las Fiestas  (“no te vayas a creer que estoy en plan de papá felicín, eh”).
     Cuando me pareció que las excusas no habrían de acabarse nunca, una tarde de enero el asistente del Indio lo llamó a Gus “por lo de la entrevista”.
     -Lo que más me preocupa del Indio es su inteligencia. 
     Gus me miró, interrogativo.
     -Vuelvo enseguida  -dije.
     Habíamos recaído en el patio de comidas de un shopping. El tenedor tintineó cuando lo dejé sobre el plato.
      En esos meses de espera, había buceado en la biografía del Indio y leído muchas de las entrevistas que había ofrecido a lo largo de su carrera. No, definitivamente nunca podría estar a la altura, concluí frente a la pared de espejos que se alzaba sobre los lavamanos.
      Entonces, mientras procuraba enjuagarme las manos con las tres gotas de agua que aportan las canillas de los baños públicos, escucho una voz. Las manos penden, expectantes, sobre la bacha jabonosa. Una voz de frenada en autopista caliente.
     A la inmovilidad absoluta, sigue un giro rápido, sobresaltado. Una mujer de cuello colgante y labios prominentes, apenas disimula la erosión de su paciencia. Está esperando un lugar frente a las bachas. Tiro del rollo de papel. Seco mis manos. La señora me da un topetazo con la cartera. Oigo A brillar, mi amor/ vamos a brillar, mi amor y pienso que esa mujer ajada puede quedarse con su bacha inmunda.
     Por un momento la música “funcional” se despega de ese fondo de perpetuo bullir sonoro y me alcanza, me espolea… yo sé que hay caballos/ que se mueren potros sin galopar/ A brillar mi amor, vamos a brillar mi amor.
     Estrujo la toalla de papel y desde una distancia de dos metros, la tiro al tacho. Emboco.
    




El abrazo del Flaco


Sin embargo, elegante y sutil, más bien remiso en su modo de llevarme adonde se encuentra, o de quizás venir, con lo que el Indio insistirá todavía un mes más, es con su ausencia.
    
     En la puerta del estudio de Spinetta, Gustavo Gauvry me pregunta si prefiero que suspendamos. Este permiso suscita otro sacudimiento de hombros.
     -No llores, linda  -procura consolarme-. Tarde o temprano, todos los amores se terminan. Tienen que terminarse porque son imperfectos.
     Ahí estaba de nuevo, el escorpiano con su verdad mordiente. Yo quería oír lo opuesto: que iba a volver, que mañana o pasado, cualquier día de estos, él volvería. Levanté el borde de la remera y me sequé.
     -¿Lista, entonces?
     -¿Tengo corrido el rímel?
     Gauvry hizo que no con la cabeza. Algo como una sonrisa le cruzó fugazmente la cara. Se acercó a la puerta de hierro bordó. Tocó el timbre.
     Un minuto después nos abría una mujer sonriente. Se presentó como la secretaria.
     -Luis está terminando de almorzar  -nos informó antes de desaparecer por un pasillo lateral.
     Esperamos de pie junto al escritorio. La bolsa con la torta parecía balancearse sola, chocaba contra mis piernas. El día anterior había sido el cumpleaños de Gus. Se me ocurrió que podíamos cantarle el cumpleaños feliz con Spinetta. En la otra bolsa llevaba unos bonetes, maracas, silbatos de cotillón. Gus miraba con insistencia las bolsas. Recelaba de mis ideas aun antes de que las expresara en voz alta.
      A los pocos minutos irrumpió el Flaco. Era la primera vez que nos veíamos pero me saludó como si fuéramos viejos amigos entrañables que se reencuentran después de años de no verse. Ésa era en realidad la situación con Gus. Los bonetes quedaron apretujados por el abrazo. La torta, por suerte, descansaba en el escritorio. Flaco pero fornido, pensé mientras recuperaba el equilibrio.
     Todos los fantasmas que me perseguían, huyeron avergonzados. El abrazo de Luis disolvía las penas. Era un abrazo que recibía, que hospedaba.
     Tenía puestos unos jeans de tiro bajo, remera, zapatillas. El  tiempo había hecho una cita con él y después se olvidó de pasar a buscarlo. Cada fibra, cada movimiento, el curso de las palabras y las risas, se derramaban como por afuera de un límite que él no se imponía. El cuerpo y sus bordes quedaban desenfocados pero no porque se diluyeran sino porque interpelaban, ampliaban la noción de lo concreto y encontraban formas de ser superadoras de lo visible o de lo dado.
     -Che, pero vos seguís igual que siempre  -le dijo a Gus. Enseguida torció la cabeza. Señalaba su abdomen-: Es the inner embrace. El abrazo interior  -tradujo.
     La delicada cortesía de traducir, pensé. De no presuponer que el otro conoce más idiomas que el propio.
     -Es cierto  -admitió Gustavo; su sinceridad no hacía concesiones-. Ya no estás tan flaco.
    
     Salimos de la recepción. Spinetta nos condujo al estudio, que Gus no tardó en elogiar. Detrás de ellos, observaba las consolas y los paneles de esponja gris que recubrían las paredes con sus cuñas anecoicas. Luis Alberto se refirió a la zozobra que experimentó el día que Charly fue a grabar y prendió velas arriba de todos los aparatos.
     El nombre de los picos o conos de las espumas acústicas lo aprendí después. Mientras Gauvry y Spinetta se cernían sobre las consolas como sobre amplios tesoros, saqué de mi bolso el costurero, para tenerlo más a mano, y dejé el bolso y los bonetes en un sillón que se perdía al fondo, sobre la grisura del panel. Luis nos preguntó qué queríamos tomar.
     -Yo un café  -dije.
     -Tenemos un café un tanto experimental -vaciló Spinetta-: En saquitos.
     -Para saquitos, prefiero té  -decidí.
     -El té que tenemos, en cambio, es muy bueno. Pero no viene en saquitos.
     Sonreí. El Flaco era más divertido que poético o melancólico. Y absolutamente atento y servicial. Nos había ofrecido algo para tomar en el momento en que, a pesar de lo concentrados que estaban con Gus calibrando las consolas, detectó, con sus antenas parabólicas, que yo me había perdido en las sombras de su estudio, que tal vez me aburría.
     Salieron. No me atreví a seguirlos. En la luz mortecina del estudio, contemplaba objetos que no sé nombrar. Empecé a impacientarme. ¿Qué hacés acá, esperando como una idiota? Deberías haber ido con ellos, tener una aproximación del mundo íntimo de Spinetta. Y la voz del prurito y la sensatez: macanas, nadie te invitó a pasar más allá de esa puerta, no deberías meterte donde no te llaman, las reglas básicas de comportamiento social…
     Salí del estudio y miré hacia la izquierda, por donde se habían ido.
     -¿Puedo pasar? -pregunté segundos después asomando la cabeza.
     La cocina era un ambiente inmenso, variado. Recorrí con la mirada una biblioteca atestada de libros, discos y fotos. Me detuve en la mesa de ping pong que estaba cubierta por unos bocetos de autos de carrera hechos por el Flaco.
     -Está todo desordenado  -dijo Spinetta en tono de disculpa y me presentó a Mercedes, una chica joven, silenciosa y vestida de negro, que lavaba los platos.
     Después me enteré de que era su mujer. Pero los artistas  -al menos todos los que entrevisté para este libro- no presentan lo suyo como propio. Sienten algo cercano a la vergüenza al arrogarse el derecho de propiedad sobre los seres y las cosas. Con distintos estilos, los vi pasar entre sus muebles, o entre las palabras que aludían a lo que habían conseguido, a lo que tenían, con el cuidado de quien no es dueño, de quien no puede en realidad apropiarse sin perder algo mucho más fundamental que la etiqueta de un vínculo o las cosas.
     Al fondo había una escalera por la que bajaba toda la luz del recinto. Me acerqué a la biblioteca. Junto a un libro de Castaneda vi una foto de Carolina Peleritti. Los otros retratos posiblemente fueran de los hijos de Luis.

     Todavía no sé con qué vara medir el éxito o fracaso de la entrevista. A pesar de la extraordinaria amabilidad de Luis, por momentos me sentí confundida y torpe. Yo le preguntaba una cosa y el Flaco me salía con otra. Cuando él mismo reconoció que se había ido por las ramas, le aseguré que para mí estaba bien porque, en definitiva, las preguntas eran el pie para que él hablara y me dejara conocerlo. Me dijo que no, que El Pie era otro estudio. Si con mis preguntas pretendía capturar algún pasado o algún Spinetta, iba por el camino equivocado. Casi todas las respuestas le prendieron fuego a lo que yo preguntaba. Detrás de todo ese humo  -que además se entremezclaba con los paneles grises- lo perdía de vista tan pronto como creía divisarlo. Sin embargo, ni por un momento me sentí rechazada por esta renuencia o la invisibilidad del Flaco. Al contrario, llegué a pensar en un ave extraña cuyo camino de emigración ha sido momentáneamente bloqueado.

     Esa mañana había tenido la ocurrencia bizarra de recortar cada pregunta por separado, doblar el papelito, y meterlas a todas en una caja. La única que había encontrado era un costurero de junco.
     Durante un rato estuvimos hablando del Cielito y del vínculo que, a partir de las grabaciones, se había dado entre el músico y el productor.
     En la primera etapa del estudio, la de la cabaña, Spinetta graba Los niños que escriben en el cielo, Kamikaze y Mondo di Cromo. Después, Gus y Luis se desconectan por un tiempo.
     Spinetta quería armar su propio estudio. El primer antecedente de La Diosa Salvaje fue quizás un estudio muy precario montado en el garaje de una casa en Olivos. Lo llamaban, en broma, Robagarco. Estudios Robagarco. Te robo y te garco. Sólo Luis grabó sus propios trabajos ahí.
     Gus me lo contó riendo. No obstante, en la entrevista, no hice alusión a él. Sí a lo que pasó después y que determinó, de alguna manera, una segunda vuelta de Spinetta a Del Cielito.
     Me acerqué a los acontecimientos aciagos deslizando algo menos que una pregunta.
     -¿Qué estamos intentando recordar?  -se incomodó Luis.
     Me quedé callada o tal vez dije esas palabras que se dicen para no decir nada o para borrar lo que se dijo. Gus no acudió en mi auxilio. A lo mejor él también se preguntaba en qué nos habíamos equivocado, de qué modo habíamos resultado intrusivos.
     Pasaron los años.
     Así se había expresado Gus cuando, días atrás, me había referido los dos momentos en que Spinetta grabó con él. Entre un momento y otro, años.
     Ahora los segundos pasaban con la misma lentitud.
     El silencio se prolongaba. Empezamos a mirarnos todos con cierta penosa perplejidad.
     Fingiendo desenvoltura en el arte de mantener viva una conversación, o de caminar entre sus cenizas, solicité a Gus, con tono resuelto:
     -Alcanzame el costurero.
     Era, a todas luces, una frase fuera de registro. No sé  lo que pensó Luis pero puedo deducir lo que pensó Gus porque inmediatamente después de poner, mirando para otro lado, el costurero en mis manos, preguntó:
     -¿No podemos comer la torta?
     Spinetta dio un salto dinámico y se irguió, servicial, sobre nuestras cabezas.
     No está en el espíritu de Gus desalentar a nadie. Yo seguía con el costurero pegado a las piernas. No me desalentó. Luis volvió con unos platos dúrax gigantes y un vaso acrílico, atiborrado de cucharitas. Gus observó la torta, el vaso, los platos, de nuevo la torta. Luis seguía su mirada, atento y a la vez algo desorientado.
     -Falta un cuchillo  -señaló Gauvry.
     Luis volvió a salir del estudio. Una luz roja titiló sobre el piano. Me levanté. Tomé el grabador digital que habíamos dejado ahí. En la mini pantalla se leía Full.
     Me doy vuelta y, consternada, se lo muestro a Gus:
     -¡No estaba grabando!
     Impertérrito, Gustavo confirma:
     -Es cierto, no estaba grabando. En algún momento lo pusimos en high quality, que ocupa más memoria. Por eso se agotó tan pronto. ¿Qué tenés acá? ¿No podemos borrar todos los archivos anteriores?
     -¡No!  -salto-. ¡Ahí tenemos la entrevista de David!
     -¿Y todavía no la desgrabaste?
     Niego con la cabeza.
     -Sólo hasta el minuto cincuenta y dos.
     -¿Y es muy importante lo que queda?  -insiste Gauvry.
     -¡Súper!  -defiendo-. Y todavía no llegué a la parte en que cuenta la anécdota de Ginette Reynal, que tanto nos hizo reír.
     -Ah, pero esa te la cuento yo.
     -No sería lo mismo, Gus: vos viste la forma que tiene David para contar.
     Spinetta entró con el cuchillo y una palita. Al ver nuestra agitación en torno del grabador, dijo:
     -¿Algún problema? 
     Gauvry, impasible, seguía apretando teclas.
     Expliqué a Luis la situación.
     -Un bajón  -cerré.
     -Si quieren yo les puedo prestar uno, no es tan moderno como ése pero... a ver, esperen.
     Salió. Dos minutos después volvió con un grabador. Apretó la tecla de eject. Saltó un casete. Curvó los labios.
     -¡Ojo!  -lo previne-. No vaya a ser que te borremos una canción.
     Luis sonrió pero metió de nuevo la cinta y puso play. Oímos una musiquita. Asomado a la puerta del estudio, llamó a la Vieja.
     -Necesitamos un casete.
     El asistente dijo que en el kiosco seguro tenían.
     Minutos después apareció con un TDK. Entretanto, Gus declaró que el problema estaba resuelto.
   
     Al día siguiente, en viaje al show del Indio Solari, comprobé que, efectivamente, la entrevista a David se había borrado.
     Experimenté una furia infinita. Procuré no descargarla sobre Gus.     

     Cuchillo en mano, puse en cortar la torta todo el esmero que no me había servido con las preguntas. No hubo caso: las porciones de torta de frutilla nadaban como peces fucsias en un mar de caramelo vidriado. Empecé a comer como si el fracaso de un diálogo intencionado fuera la cosa más natural del mundo. A medida que mordía la gelatina afrutillada regresaba a la materialidad del mundo y me sentía a salvo de las elucubraciones aéreas y los kamikaze de Spinetta.
     Volví a la carga. Me pareció entrever en los ojos de Gus cierta advertencia que desatendí. Los bonetes descansaban uno dentro de otro en la bolsa de nylon. Supe que no me atrevería a sacarlos ni a proponer la canción del cumpleaños feliz. Los tenedores se hendían de perfil sobre la gelatina, atravesaban la masa, cada muesca descendía hasta producir un ruido metálico en el fondo del plato. Luis y Gustavo cernían módicos comentarios entre las cuerdas tensas del ruido y después se quedaban quietos y calmos, como bellas estampas contra las paredes de esponja, persiguiendo en el plato las frutillas esquivas. Enseguida volvían los sobreentendidos, leves sacudidas de hombros provocadas por la risa, la mención de nombres y situaciones que cercaban con las espaldas algo dobladas sobre las últimas migas, como quien protege un antiguo secreto.
     Dejé el plato y agité el costurero en el aire.
     -Ahora...  -dije dirigiendo mi maraca hacia Luis- vas a sacar de acá una pregunta.
     Spinetta miró a Gus. Me miró. Con un leve encogimiento de hombros tomó un papelito.
     -Esto parece “Domingos para la Juventud”  -dijo riendo.
     Le pedí que me lo diera. Abrí el papel.
     La pregunta hacía referencia a un libro publicado en la época de Almendra.
     Luis se quedó mudo.
     -¿Puedo sacar otra?  -preguntó al fin.
     Me apresuré a ser amable. Dije que sí, claro.      Gauvry se revolvió en su asiento.
     -¿Pero de dónde sacaste eso?  -me preguntó sin disimular su fastidio-: ¿de Internet?
     Él solo, podía permitirse recelar de los torpes procedimientos, pero cuando comprobó que Gus también lo hacía, vino en mi rescate: empezó a hablar. Incluso  aseguró que me conseguiría el libro, que no se ponía a buscarlo ahora porque su biblioteca era un lío, pero que me prometía conseguirlo.
     Me zampé un resto de torta. Así se comen las tortas, pensé: sintiéndose uno feliz. Yo tenía motivos: Spinetta abría ventanas en el muro que él mismo había erigido ante mis métodos.
     Sacó del costurero la segunda y última pregunta. Se trataba, otra vez, de algo relacionado con Almendra. En lugar de contestar se puso a hablar de su nuevo disco. Concluí que no le gustaba hablar de su pasado. Se lo dije. Nuevos ladrillos salieron disparados de la pared. Su cara se abría con una sonrisa distendida, aliviada.
     -Aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor. Mañana es mejor -recitó-: un viejo tema de Pescado.
     Y, a excepción de lo atinente a su relación con Gus y Del Cielito, ese fragmento mínimo de Cantata de Puentes Amarillos, fue todo lo que Spinetta me dio de su pasado.
       La tarde avanzaba. Llamaron a Luis. Volvimos a quedar solos en el estudio. Gus señaló la consola.
     -¿Sabés lo que vale esto? 
     Tiré una cifra cualquiera, equivocada. Al rato entró el Flaco. Gus seguía estudiando la consola.
      -Con lo que me pagaron los de Universal por cinco discos, me compré esto: todo un lujo. Además  -agregó como si se excusara- tengo dos hijos músicos.
     Volvimos a la cocina con los platos sucios y la bandeja de cartón desbalanceada por el trozo de torta sobrante. La luz, ahora, lanzaba destellos súbitos aquí y allá, pero en general parecía amortiguada.
     Había llegado el momento de despedirse.
     Luis me dijo que si necesitaba saber algo más podíamos ir a ballotage, incluso con las preguntas de “Domingos para la Juventud”.
     -Llamame cuando quieras.
     Tenía una mano sobre mi hombro y me empujó muy levemente hacia atrás, buscándome la cara, la mirada.
     Lo miré. Él hizo un gesto de asentimiento. Se había asegurado de que yo tomara en serio sus palabras.
 
     Caminamos hasta la puerta. Luis y Gus se prometen nuevos, prontos encuentros. La puerta se abre. Tengo un pie en la vereda. Me doy vuelta para saludarlo. Él extiende hacia mí dos brazos largos, generosos. Un segundo después, me ha guardado entre ellos. Ese abrazo es como la torta de frutillas que me ayudó a bajar de su mundo inasible. Pero la torta era una intermediaria. Ahora es el Flaco mismo el que me disuade de su invisibilidad, el que se disculpa por haberse escapado. Spinetta me abraza y ya no vacilan las preguntas. Podría hacerle miles. Pero él retiene mi silencio en su círculo y me asegura, sin palabras, que entendí todo lo que me dijo aunque no se lo pueda explicar a nadie, que el mundo en el que vive, existe y puedo tocarlo, que las almas repudian todo encierro y las cruces dejaron de llover.

     Terminamos de salir a la vereda y empezamos a alejarnos. Cuatro, cinco, seis metros. Giro con el súbito temor de ya no verlo. Pero Spinetta sigue ahí. Agita las manos en un saludo frenético y después, quizás en respuesta a mi felicidad de ese instante, me sopla un beso a través del aire.


Spinetta y Gauvry en 2008





En los estudios urbanos no se consigue


-Del Cielito ha sido un generador, una usina de energía para todos los músicos que habíamos sufrido todo tipo de condicionamientos por parte de las grabadoras; además, nos cobraban carísimo en regalías y en los contratos el uso de los estudios que ellos poseían. Así que cuando apareció el Cielito fue como “el” lugar. ¡Al fin aparece un estudio como el que soñamos, hecho por un músico!, pensábamos. Y poder verlo en concreto y que no sea un sueño, ¿entendés? Ahí grabó Charly García, grababan todos. Yo creo que las características preponderantes del estudio eran la generosidad y la libertad. Había libertad para estar ahí  -explica Spinetta.
     -Y, de alguna manera, esto favorecía el proceso creativo.
     -Totalmente. En los demás estudios, en cambio, no veías la luz del sol en todo el día y cada hora que pasaba era como un garrote que te caía en la nuca. Y vos después leías en la revista Pelo que, no sé, que Led Zeppelin estaba grabando en una isla, en Grecia. Entonces te preguntabas: “¿Y nosotros qué somos? ¿Boludos al viento?”. Del Cielito acercó la idea de que acá también se podía estar en un lugar alucinante, pasándola bien y grabando música.
     -Incluso vos después terminaste mudándote a Parque Leloir.
     -Me fui a vivir más o menos en la época en que grabamos Los niños que escriben en el cielo. Justo ese año creo que me mudé. Ese año o el siguiente.
     -Podríamos decir que tu elección de un nuevo lugar para vivir estuvo relacionada con haber grabado en Del Cielito.
     -Sí. Yo después tuve un pequeño grabador. Me había mudado a unas pocas cuadras de la casa de él  -lo señala a Gustavo Gauvry- como pretendiendo tener mi propio Del Cielito también. Fue muy inspirador. Un detonante para que otros quisieran tener su estudio en una quinta o en un lugar lindo. Y de hecho...
     -Sucedió.
     -Sí, teníamos algunas herramientas, pero no era lo mismo. Del Cielito era un estudio grosso. Es más: no hay ningún estudio que sea así. Con Gus nos dimos cuenta de que no era imposible eso que habíamos soñado. Sólo era cuestión de poner la polenta donde se la debía poner para que apareciera un espacio donde tuviéramos esos beneficios, esa libertad. Después, por ahí cuando tuvimos más obligaciones o más compromisos, se perdió un poco ese hippie espontáneo que surgía en nosotros. Pero se retoma. Siempre es retomable el hippie  -afirma Luis Alberto, no sin un dejo de melancolía.


     -Totalmente soñadores, viste -corrobora David-. Como Colón o como los tipos que soñaron con ir a la Luna. Nosotros soñamos con el estudio en el campo y lo logramos. Había un anhelo ardiente. Todo lo que vos pensás, se puede hacer. En realidad, no hay trabas. O sea: las hay. Estamos en un mundo donde todos te dicen “no” constantemente. Pero nuestro acierto fue que nunca nos dijimos “no” a nosotros mismos y tampoco miramos mucho para afuera. Había muchos “no” por todos lados, pero tratamos de no darles bola.

     -Sobre todo al comienzo  -confiesa Spinetta- éramos muy experimentales. Yo me acuerdo de estar grabando a las tres de las mañana, en verano, y como hacía calor por ahí abrías la ventana, total había un silencio bárbaro, y se escuchaba... quedaba grabada la noche. Si uno quería, si uno quería abrir, ¿entendés?  -se señala la cabeza- entraba eso, era increíble. En los estudios urbanos no lo podés tener.
     -“Kamikaze” se describe como un disco acústico e íntimo. Y yo me preguntaba si esta cualidad de íntimo tiene que ver con esto que estás contando, con el medio en el cual el disco se grabó. De hecho quedó registrado en un tema el sonido de los grillos, en otro el de una banqueta de cuero que usaron como tambor...
     -Ay... sí.
     -Hay un texto tuyo muy lindo, en la tapa de ese disco, que da cuenta de los asados, el tenis, la pileta y los mates-Crown, que no sé qué serán...
     -Los mates de la Vieja, mi asistente. El que nos fue a comprar el casete  -ríe Spinetta-. Aníbal Barrios: la Vieja. Muy conocido en el ambiente, sobre todo de los viejos rockeros, es un personaje ya él por sí mismo y hace los mejores mates que se pueden hacer en una gira o en un escenario, o mismo acá, a veces hace unos mates... Y Crown es la marca de unos amplificadores que son muy sólidos y siempre funcionan a la perfección a lo largo del tiempo y se bancan la paliza de las rutas y los shows y shows y shows. Entonces decir un Crown es como decir...
     -Un mate que se banca todo.
     -Exactamente, algo eterno, que no se rompe nunca y que siempre anda perfectamente bien. Por eso le decíamos: “hacenos unos Crown” y pegábamos una mateada ahí. Pero... la cantidad de anécdotas... Íbamos a jugar al tenis, ¿te imaginás yo, jugando al tenis, lo que puedo llegar a ser? No, muy gracioso, vivimos muchas cosas muy felices. Nuestros hijos eran muy chiquitos, muy chiquitos. Inclusive una vez nos dejaron la casa con la pileta y con todo para que nosotros la disfrutáramos.
     -O sea que ir al estudio Del Cielito era todo un programa familiar.
     -A veces no, eh. A veces al contrario: me encantaba porque si me peleaba con mi ex señora, podía irme al Cielito  -Spinetta se ríe otra vez-. Había tiempo para reflexionar y después llamar y decir: “Hola, estoy en lo de Gus, vuelvo”. Hubo momentos muy lindos, qué sé yo, nuestros hijos crecían ahí, compartían un montón de cosas.











     



Violeta y Paul Gauvry y Dante, Catarina y Valentino Spinetta durante los '80.




“Este disco se empezó a grabar en febrero de 1982 en Estudios Del Cielito. Tras una breve reunión con Alberto Ohanián, productor ejecutivo, Amílcar Gilavert, responsable técnico, y Gus Gauvry, quien finalmente fue el técnico casi permanente y quien, a la sazón, realizó la mezcla, me decidí a imprimir en la cinta estas canciones.
     Así surgió la primera toma y luego otras y otras.
     Unas buenas, otras tipo baldazo de portland.
     Algo aquí, luego una cosa atrás de la otra y por fin Kamikaze está aquí. (...)
     Alternativamente todos los temas fueron plasmados de esta manera: Bola de delay, aguardiente de Caroya, Danielito y Juan Carlos Camacho, los zabecones de turno, Ohanián que no te lo puedo describir, pileta de natación, Rapoport con su cámara que se la lleva a dormir, David Lebón, Eduardo Martí, asado, café, tenis, canciones, sueños.
     Y por allá se ve la silueta de Fraga, en la niebla, dispuesto a cambiar el curso de los acontecimientos, alicate en mano.
     O bien Machi, dorso de conocimientos, siempre presente aunque no esté. (...)
     Cables que llevan y traen desconocidos están siempre esperando lugares para conectarse entre sí.
     Mi viejo Mercedes bajo los árboles y los hijos de Lebón y los míos. Violeta pidiendo chiclets y la comida de Floki siempre asombrosa.
     La arena, los ladrillos, el árbol que hay que derribar para construir el nuevo estudio.
     Los mates Crown, al instante.
     -¡Negro cara e’rata!  -grita una zarigueya a lo lejos.
     Todos estamos en cubierta esperando los sonidos, las señales, el agua que se desborda del tanque. No hay aviones suicidas. Sólo los pájaros hablando, los grillos y las ranas en múltiples estéreos para la zamba final. Dando los últimos toques a esta reseña, o bien confluencia de elementos para el fin de este disco, miro todo y no lo puedo creer. (...)
     Además, no tiene otro dueño que nuestros corazones.
     De por vida.
                        Luis Alberto Spinetta, Kamikaze, 1982. Texto contratapa.


Spinetta juno al tecnico Amílcar Gilabert durante la grabación de "Kamikaze". 1981 


     -¿Qué más te puedo decir de esa época?  -Héctor Starc parece reflexionar, hace memoria-. Bueno, en esa época Luis estaba instalado, grabó ahí uno de sus mejores discos: Kamikaze. Y yo, desde hace veintiocho años, tengo el auto de Luis, el Mercedes Benz que aparece en ese disco. En la tapa hay un texto de Spinetta que dice “y afuera está mi Mercedes Benz” y se ve el Mercedes Benz instalado ahí en el Cielito, abajo de un árbol.
     -Parece que te gustan mucho los autos viejos  -le digo señalando la colección de réplicas bajo el vidrio de la mesa ratona.
     -¡Sí! Esos son todos Mercedes. Éste es el que tengo yo  -dice levantando uno-. Este que está acá. Éste es el que era de Spinetta. Ahora está en un lugar en el que tienen coches de colección porque acá se estaba arruinando, no tengo suficiente espacio. Pero volviendo al Cielito: después vino la historia de hacer el estudio de atrás. Me acuerdo que un día fui y ya estaban los cimientos. Había llovido y Gustavo, en el medio del barro, me decía: “Este va a ser el estudio, acá va a ser el control” y me mostraba un ladrillito así en el piso, viste  -hace un gesto con las manos, uno puede ver la altura de un ladrillo, sólo uno-. Y yo le decía  -se ríe con picardía- “¡Qué báaarrrrbarooo!”. Aparte lo hizo con esos ladrillos de conchilla, viste, no son ladrillos de verdad. Pero él, entusiasmado, me mostraba así  -se agacha- los dibujitos de cómo iba a quedar, en el barro.

     -Yo podría estar hablando días enteros. Tantas cosas sucedieron acá  -David hace circular sus ojos por el estudio-. Mis hijos le inundaron la sala ésta  -hace un gesto amplio, abarcativo, con los brazos-. Un día estábamos acá, haciendo un asado. Esto estaba recién terminado, le habían puesto cemento, que todavía estaba fresco. Y mis hijos, que entonces tendrían entre dos y cinco años, trajeron una manguera hasta acá y lo inundaron todo. Entonces éste  -señala a Gustavo- viene y me dice, a los gritos: “¡Tus hijos me inundaron el estudio!”. Me quería matar el quía. No, no sabés por las cosas que hemos pasado.
     -Porque esto está más bajo, viste que tenés que bajar una escalera para venir acá  -me explica Gauvry-. Era una pileta, el agua te llegaba por acá  -señala una marca imaginaria sobre su pantorrilla.
     -Claro, ellos chochos con la pileta  -se ríe David y mira alrededor como si de cada rincón pudiera extraer un recuerdo-. Acá nacieron temas, aparte. Canciones. Luis  -se refiere a Spinetta- hizo muchos temas sentado debajo de un árbol. Yo quiero ver un tren, por ejemplo. Bueno, ése lo hizo en el living, en realidad, en el comedor de la cabaña. Él no quería pero yo le insistí: “Vos tenés que tener un rock en el disco, vamos a hacer este tema”. Y después  -sigue recordando- hay otro tema para el que se necesitaba una batería, así que me puse a tocar el lavarropas con un par de zapatillas. Hubo mucha creatividad acá. Constantemente. Yo también compuse un montón de temas: El rock de los chicos malos, Qué te pasa, Argentina, que habla, justamente, de lo difícil que era llegar acá en esa época. Había que tomar la General Paz, después la avenida Gaona... y estaba la cana, que te paraba cada dos por tres. Ese tema habla de que yo estoy tratando de llegar al Cielito y los taxis no me paran porque estoy en una zona, entre Capital y provincia, que parece ser tierra de nadie. Al final un remisero me dijo: “¿Por qué no te cruzás enfrente que están los de provincia y te llevan directamente?”. Y el tema de Nayla, y cuando grabamos Alicia en el país de las maravillas.
     Decir “Alicia en el país de las maravillas” en lugar de Canción de Alicia en el país, lo pinta muy bien a David. Ahora, mientras escucho los  restos de su narración atolondrada (lo que no se borró con el percance técnico que sufrimos en lo de Spinetta), la pasión con que recuerda, su tendencia a tragarse palabras enteras, a desistir de los nexos conjuntivos o a correr detrás de la siguiente idea juntando dos o más palabras en una, ahora escucho al conejo blanco de ojos rosados. “¡Ay!”, dice el conejo, “¡Qué tarde voy a llegar!”. Miro sus pasitos rítmicos, cortos, después me distraigo. Cuando vuelvo a mirar ha desaparecido. Más allá detecto el hoyo de la madriguera. Corro tras él alargando los brazos, tropiezo y, como Alicia, caigo, caigo, caigo. El pozo es profundo. Estas paredes, sin embargo, no están cubiertas de armarios y anaqueles, ni de mapas, ni de mermelada de naranja. Están tapizadas de letras de canciones, de guitarras, fotos de shows. No veo al conejo sino a David, su fisonomía de brujita de Castaneda, el pelo largo y blanco, no sabría decir si rubio o canoso, y la cara de para siempre un niño. Caemos vertiginosamente. Quisiera darle la mano, decirle que está bien, que está todo bien, que lo queremos mucho así como es, que sus canciones nos siguen conmoviendo, que las cuerdas de su guitarra nos mantienen atados al nudo de su corazón, que entendemos, que entendemos incluso la volubilidad de su determinación de no quejarse, pero que no nos molestaría que se queje. La caída es despareja (yo voy detrás de él) y veloz como el tiempo. Él no puede darme la mano. Me da, una vez más, su música. Y entonces su narración se ordena, se compagina, se serena, y seguimos cayendo bellamente. Pero ahora hacia arriba, desafiando la ley de gravedad. No ves que todo va/ todo va creciendo hacia arriba/ y el sol siempre saldrá/ mientras que a alguien le queden ganas de amar.
     Durante dos horas seguiremos cayendo hacia arriba. Al final, él me dirá lo mismo que cuando empezamos:
     -Sucedió lo que soñamos.





El nuevo estudio


-Inmediatamente después de hacer con Jade Los niños que escriben en el cielo, Spinetta se puso a grabar un disco él solo con su guitarra, es decir, sin una banda; sólo con el acompañamiento acústico y algún teclado. El disco se llamó Kamikaze. Fue en ese momento cuando me convencí de que el estudio tenía que ser ahí. 
     Gustavo hace una pausa. Pide dos cafés. Prosigue.
     -Yo ya había estado buscando propiedades en la Capital y no me daba para comprar. Por otra parte, tenía entendido que no convenía instalar el estudio en un lugar alquilado: el tratamiento acústico implicaba una inversión importante. Lo que más convenía era comprar pero no encontraba nada que estuviera dentro de mis posibilidades y que además me gustara. Así que las grabaciones en la cabaña se prolongaron. Ya habíamos grabado El tiempo es veloz, los dos discos de Spinetta, el primer disco de Suéter e infinidad de demos. También hacíamos la mezcla de las grabaciones en vivo. Yo hacía rato que acariciaba la idea de construir un estudio ahí mismo, al fondo del terreno: instalar un galpón y hacer un estudio de grabación. Una idea que a la vez me parecía totalmente descabellada por lo lejos del lugar. Si bien Parque Leloir está exactamente a veinticinco kilómetros del centro, era lejano por lo inaccesible, por lo difícil que resultaba llegar ahí. Prácticamente no había transportes públicos cercanos ni ninguna estación de tren. La más próxima es la de Castelar, que está como a seis, siete kilómetros del estudio. Y el Acceso Oeste, que ahora pasa a cien metros, en aquel momento no existía. La única manera de llegar al estudio era en auto, por la avenida Gaona hasta Morón y después metiéndote por las callecitas de tierra del barrio de Castelar. Tenías que atravesar todo Villa Udaondo y Parque Leloir para llegar finalmente al Cielito. Entonces, qué sé yo, me parecía que era una locura. Pero un día, conversando con Alberto Ohanián que era el mánager de Spinetta y es una persona, digamos, seria, un empresario, un abogado, él mismo me dijo “¿y por qué no hacés el estudio acá?”. Esta sugerencia fue el espaldarazo que necesitaba porque que una persona normal, no un hippie como yo, pensara que no estaba mal hacer el estudio en Parque Leloir, me hizo ver que la cosa era bastante digerible para los demás. Empecé, entonces, a invertir el dinero que iba entrando de las grabaciones en ladrillos, en arena, en cemento, y poco a poco se fue levantando el estudio que tardó unos tres años en quedar tal como se lo conoce ahora. Después, con el correr de los años, sufrió algunas reformas: a la sala, por ejemplo, se le hicieron más ventanas y se le cambiaron los revestimientos; hubo también algunos cambios en los techos pero la estructura, básicamente, sigue siendo la original. En la parte de arriba, en cambio, se agregaron oficinas y se hicieron dos estudios, más chicos.
     ”El estudio, tal como se lo conoce actualmente, se inauguró a mediados del ’83, es decir, tres años y medio después de que empezáramos a grabar en la cabaña. En la construcción del estudio, al principio colaboró un amigo arquitecto, Daniel Fieconi. Por otra parte, Amílcar Gilabert me había prometido unos planos que él tenía. Pero bueno, como eso no se concretaba, yo empecé la construcción en base a la idea de hacer un rectángulo grande para la sala y otro más pequeño para el control, pensando que después Amílcar nos iba a proveer de los planos para hacer un tratamiento acústico adentro del recinto. Como eso finalmente no ocurrió, terminé consultándolo a Carlos Piriz, el diseñador que hizo el estudio Moebio y que reformó el control del estudio ION. Él me aconsejó que tirara abajo algunas de las paredes que ya habíamos levantado porque iba a quedar muy chico el control y era una pena que un lugar que se estaba construyendo desde cero, tuviera limitaciones de capacidad que implicaran que sonara mal o que después hubiera que corregir el sonido electrónicamente. Entonces, bueno, me hizo un nuevo proyecto y tuvimos que dar marcha atrás, voltear algunas paredes y empezar prácticamente de nuevo. Durante varios años nos quedó una montaña de escombros al costado del estudio.


Lebón, ansioso por grabar en el nuevo estudio todavía en construcción 


     -En un momento dado Gustavo se dio cuenta que lo de la casa ya no iba más, era demasiado  -reconoce David-. Y empezó a construir esto. Me acuerdo que en el medio de lo que ahora es la sala había un árbol inmenso, era una cosa terrible: hubo que llamar a cuatro paraguayos para que lo serrucharan; estuvieron horas. Más adelante le pregunté a Gustavo si había quedado algo del árbol. Me dijo que el pedazo más grande estaba en la cocina: de mesa había quedado.
     -Después de grabar acá tu primer trabajo como solista, tengo entendido que, en cierta forma, empezaste a desvincularte del estudio.
     -Un poco sí. O sea: Gustavo estaba mucho más. Ahora, todos los discos que vinieron después de El tiempo es veloz, los seguí grabando acá. Lo que pasa, como te decía, es que yo no tenía tiempo para estar como técnico o como mánager del estudio. Estaba en Serú y Serú estaba trabajando muy fuerte. Después, inclusive en mi carrera como solista empecé a trabajar muy fuerte. Y ya no tuvimos tiempo de seguir juntos con esto. Porque nosotros, en un primer momento, habíamos pensado el estudio para nosotros, era nuestro chiche, nuestro lugar para jugar, para experimentar.
     -Pero enseguida otros se interesaron.
     -Sí, enseguida apareció Mercedes Sosa, que quería grabar, la Tana Rinaldi, Spinetta. Y Gustavo vio la posibilidad de hacer un emprendimiento más empresarial. Así que en un momento dado yo me abrí y Gus siguió. Creó el sello Del Cielito Records, se hizo productor. Yo, la verdad, es que me sentí súper orgulloso de él. Porque Gustavo era fotógrafo. Punto. Pero su tesón, su gran inquietud por aprender, por absorberlo todo…. Fue totalmente autodidacta. Y además llevó adelante todo esto, solo. Porque estamos hablando, viste, en Universal son... qué sé yo, trescientos tipos trabajando para la compañía. Gustavo era uno solo.

     -La Guerra de Malvinas generó que muchos músicos que estaban en Europa reaparecieran: Piero, Pedro y Pablo, Nacha Guevara, Mercedes Sosa. Todos venían y querían hacer recitales y grabarlos en vivo  -sigue Gus- porque eran muy emotivos. Y bueno, entonces salíamos nosotros y grabábamos esos recitales. Se generó toda una moda de...
     -Cuando decís “nosotros”, ¿de quiénes estás hablando?
     -Y... de mí...
     -Pero sos un “mí” que vale por varios.
     -No, David también me ayudaba a grabar. Y Amílcar Gilabert, el otro sonidista de Serú. Después seguí yo solo. David se desvinculó del tema porque no le interesaba hacer un estudio comercial, él lo que quería era...
     -Grabar su propia música y que le saliera bien.
     -Claro, exacto. Pero yo tenía un proyecto más...
     -Más empresarial.
     -Claro. Eso también implicó ser más tesonero, más constante. David no tenía puesto el foco en algo así en ese momento, así que seguí solo. Fue todo medio de casualidad porque yo nunca planeé realmente... O sea, yo quería hacer un estudio y producir cosas en forma independiente pero, como te decía el otro día, pensaba que un estudio tenía que ser en Capital. Me parecía que una cosa así, más comercial o empresarial, no la podía llevar a cabo en Parque Leloir. Ni siquiera había teléfono. Fueron los mismos músicos quienes terminaron convenciéndome.
     -¡No había teléfono! ¿Y cómo se contactaban?
     -Y bueno, era un quilombo. En un momento hasta tuve un local, un galpón alquilado en Castelar que tenía teléfono y un sistema de radio-enlace que me daba teléfono ahí en el estudio; pero siempre andaba mal, cada vez que había una tormenta se rompía. No, fue todo súper árido, pero bueno, yo tenía veintiséis años, no me importaba nada.

     -Nos gustaba escuchar y sentir de una manera  -admite  Spinetta-. Por ahí había días que no coincidíamos, pero en general creo que todo fue muy bueno. Muy bueno porque era todo entrega. Yo creo que, hoy por hoy, ya casi ni existe ese tratamiento. Nadie (a menos que sea tu productor, tu socio o el autor de los temas) está todo el tiempo con el artista, al servicio de lo que al tipo se le ocurra tocar, hacer o componer. O de meter unas voces que después no sirven, como hicimos una vez que metimos unas voces que eran un espanto y después dijimos “buen, tirémoslas, no sirven”. “Hicimos”, digo. “Hice”, en realidad. Pero cualquier tipo de experimentación era tomada en serio y se te ofrecía un tipo de colaboración que casi no existe.
     -Incondicional, prácticamente.
     -Claro. Tiene que haber un romanticismo o tiene que haber un negocio  -se ríe, el Flaco-  para que dos tipos puedan tener tanta paciencia el uno con el otro. Pero teníamos un propósito y el propósito era hacerlo, contar con esa libertad que daba el estudio y con toda la amistad, todo el catering, más todo lo otro...
     -¡Catering!
     -Es una forma de decir, todo lo lindo...  –hace una pausa-. A veces también salíamos a comer a unas parrillas que había por ahí y nos encontrábamos con la gente. Teníamos unas anécdotas...   -recuerda y vuelve a reírse, no sin cierta picardía.
     -Contame acerca de esas anécdotas  -solicito.
     -Bueno, pero vamos por partes porque si no, me pierdo, se me agotan las memorias.
     -Dale.
     -No era muy previsible lo que sucedía pero se sabía que por ahí, si David iba y tocaba una viola, siempre iba a estar bien. En general siempre nos movimos con un material musical muy bueno. Nosotros nos impulsábamos con eso, creíamos que estábamos haciendo algo artístico. Nos impulsaba el simple hecho de creerlo, no digo que lo fuera porque, viste, el arte es cagarte de frío.
     -¿Qué querés decir con eso?
     -Que helarte es cagarte de frío. Hielo. Entonces lo que para nosotros tenía sentido era compartir eso y la entrega para crear. “Mirá cómo suena esto” y al otro día se lo mostrábamos a alguien, algún músico que estaba de paso y, viste, vos sabías que habías dejado ahí un montón de horas, con los ojos así mirando la consola o metiendo una viola o algo, y todo tenía un sentido artístico, totalmente artístico. Creo que todavía lo tiene para mí, pero es muy difícil que exista en un sentido así, de contagio entre músicos. La anécdota más famosa  -el Flaco fija los ojos en mí, como si me dijera “viste, no me olvidé de lo que querías”- es cuando estábamos grabando Mondo di Cromo y había entrado como una especie de ola de inseguridad en el conurbano por afanos y qué sé yo. Ya una vez habían entrado a robar en la cabaña. Entonces era de noche y Gustavo escuchó unos ruidos. Fue a ver de qué se trataba mientras yo estaba grabando un pito, para un tema que se llama Para Valen, dedicado a mi hijo que había nacido hacía muy poco, y que casi se nos muere a los quince días de nacer porque se enfermó, y bueno, fue un momento de vida o muerte, del que salimos airosos. Estábamos muy conmovidos. Entonces yo estaba grabando Para Valen en un clima de soledad muy especial. Era una de esas noches en las que hay baja presión. ¿Puede que haya baja presión, no?
     -Sí, sí.
     -Una de esas noches pesadas de verano, medio cerrada, nublada, y yo estaba con ese pito  -emite un pitido o silbido con la boca- con una cámara, con los auriculares... Gustavo escucha un ruido y sale enseguida. Y yo me quedo con el tuuuu, tuuuu... Gustaavo, Gustaavo  -hace una voz como la de alguien que llama a otra persona con cautela, acaso en un ámbito oscuro-  llamándolo cuando ya se había ido. Y no era nadie, no sé quién había venido, quizás Floki o un nene. Entonces cuando vuelve me escucha: “Gustavo, ¿me escuchás, me escuchás, me escuchás...?” No podía parar el eco. “Gustaavo, Gustaavo, taavo, taavo...”. El eco se sumaba y entonces “Gusty, ¿estás ahí, me oís, me oís, me oís? Gustavo, avo, avo”. Estaba perdido adentro de la consola.


Frente del nuevo estudio de grabación. 1983





Las grabaciones en vivo


-La inspiración, las ganas de ponernos a grabar eran constantes -confiesa David Lebón, recordando los primeros tiempos del estudio-. Aparte teníamos todos los equipos nuevos y queríamos aprender a usarlos. Un día nos vinieron a ofrecer la grabación del festival Prima Rock, que se hizo en septiembre del ’81, en las piletas populares de Ezeiza. Entonces subimos todas las máquinas a un camión y armamos como un living, con sillones, lámparas, todo. Me acuerdo que ya estaba empezando a tocar la primera banda y nosotros todavía estábamos enchufando los últimos cables: era un despelote, viste, pero habíamos inventado un camión de exteriores y estábamos grabando Prima Rock.
     -O sea que vos también laburaste como técnico.
     -Yo grabé, grabé a María José Cantilo, hice un disco con ella. Pero al final lo que sucedió es que yo tenía shows, tenía que laburar como músico y no podía estar acá todo el tiempo.
     -Prima Rock, entonces, ¿fue la primera grabación que hicieron en vivo?
     -No. Antes hubo un show de la Tana Rinaldi. Gustavo grababa toda la previa, todo, para escuchar lo que se hablaba. Era como un tic. Grababa toda la previa, antes de la posta. Entonces estaba...después se lo mostramos a la Tana, estaba el guitarrista que era un señor de traje que se peinaba con la raya acá, viste, esos que se peinan así. Y estábamos hablando del estudio, de que estaba en la zona oeste, un lugar arbolado, prácticamente el campo. Y el guitarrista dice: “¡Qué linda la provincia! ¡Tengo tan lindos recuerdos!”, y vos pensabas que iba a hablar de la provincia como de las flores, los pajaritos, cosas así. Pero no, su recuerdo era “y había una chica que tenía una ganas de que le hagan el orto”, y empezó a decir unas cosas... La Tana se moría de risa cuando se lo mostramos. Así que bueno, también grabábamos conversaciones y zapadas, muchas cosas que hemos hecho acá.
     -Sí -interviene Gauvry- hay una versión tuya cantando La vereda del sol en inglés, cantando Yendo de la cama al living, en inglés.
     -Yo me acuerdo de dos videos que grabamos acá  -agrega David- con una idea de él y mía. Para canal 9.
     -¿Vos tenés copia de esos videos?  -le pregunta Gustavo.
     -¡No, no tengo nada! Me dijeron que hay que tocarla a la hermana de Charly, que parece que tiene todas esas cosas. ¿Te acordás de ese corazón de yeso que pintamos, cuando se caía y se rompía en cámara lenta?  -le dice a Gus, y después me mira a mí-: Era el único que teníamos, si salía mal no podíamos grabar más, viste.
     -¿Estaban grabando el video de un tema?
     -De uno de los temas de “El tiempo es veloz”.
     -Era un video clip.
     -Los video clip, sí.
     -Y en ese momento no existían los video clip, no existía MTV, no existía nada  -añade Gustavo.
     -Claro  -dice David- él fue como el director. Vino la gente de canal 9 y él dirigió todo. Era para un programa. A nosotros se nos ocurrió que, en vez de ir al programa y tocar, podíamos hacer un video. Hicimos dos temas: Suavidad y Oh, Dios qué puedo hacer.
     Golpean la puerta. Gustavo se disculpa y sale.
     -Al principio fue todo bastante caótico. Por ejemplo, no sé si te habrá contado Gus, pero cuando se construyó este estudio, la sala de control estaba mal hecha, no tenía los metros suficientes para la acústica, qué sé yo, todo el tiempo había dificultades. Pero al final se armó una cosa muy bonita. Terminó siendo un sueño que se transformó en realidad. Yo... no sé cómo decirlo: cuando tengo problemas o situaciones en las que todavía tengo que pagar derecho de piso, miro para atrás y digo “ah, no, está todo bien”.
     -¿Todavía tenés que pagar derecho de piso?
     -Sí, acá, siempre. Yo creo que hasta cuando llegue a Chacarita van a decir “a ver, mostrame el número de ticket, a ver si tenemos un lugarcito para vos”. Sí, siempre, pero ya no me quejo. Si me quedo a vivir acá, no me tengo que quejar más, viste, tengo que seguir haciendo cosas. Pero miro para atrás y me acuesto tranquilo, porque es increíble: haber hecho esto y tantas otras cosas más.
     Gustavo entra con una bandeja y tazas de café para todos. En el estudio están también Viviana, la mánager de David, y un amigo de ambos.
     -El otro día estuve con Jota  -le dice David a Gus-. Y bueno, se acordaba lo de la moto, cuando se cayó. Y no podía creer que el Mono Fontana se hubiera quedado acá. “El Mono Fontana no se queda en ningún lado”, dijo. Acá grabamos un disco que nunca salió  -me explica a mí-. Se llamaba “Mágico”, un disco es-pec-ta-cu-lar.
     -¿Y por qué nunca salió?
     -Nada... me agarró un ataque de esos que me agarran a veces a mí y me fui. En la mitad del disco me fui a Miami, largué todo, era una época medio así. Yo soy muy así: hoy estoy y mañana no estoy más. Una cosa así. Pero la selección... Guillermo Vadalá, el Mono Fontana, Jota Morelli, Alexis Bautista, que es el que hace coros ahora con Diego Torres, un morochito que tocaba el saxo muy bien... Se grabó un disco increíble  -hace una pequeña pausa y luego agrega-: Estoy orgulloso y sé que por más que no haya... como yo digo: las estatuas están para que las caguen las palomas. Pero aunque no haya estatuas ni nada, sé, adentro mío, en mi secreto profundo, que estuve acá, colgado, y siempre supe que esto, algún día, iba a ser una cosa importante. Y lo fue, lo fue, lo fue. Así que...  estoy feliz.
         

La nueva sala de grabación. 1983


     Recién cuando bajamos del auto reparé en cómo iba vestido. Tenía puestos unos jeans y una de sus típicas remeras de cuello redondo con el anuncio de algún festival de rock instalado en la pechera. Lo de siempre, pero para el calor que hacía, parecía vestido de invierno. Desde el estacionamiento ralo caminamos hacia la costa. Había varias hamburgueserías con amplias terrazas que festoneaban el río. Pasamos delante de un catalejo electrónico. Gus se palpó los bolsillos, puso la moneda y observó. Enseguida se irguió y me dejó el lugar frente a la lente.
     -A lo lejos  -enumeré- veo una lengua de tierra adentrándose en el río, un velero, un par de garzas y un pescador.
     Gus opinó que con su largavista se veía mejor.
     Buscamos una mesa libre en el deck más cercano al aparato. Un hombre peludo, rollizo y en cueros, se pasaba protector solar por la cara. Lo acompañaba una chica muy joven que, sin pensarlo dos veces, se quitó la remera dejando ver un bikini estampado.
     Nos sentamos. Pedimos hamburguesas y ensalada. Empecé a grabar.
     -Otro aspecto en que el estudio fue pionero son las grabaciones en vivo. En el año ’81, muy poco tiempo después de que arrancáramos como estudio, Amílcar Gilabert nos propuso grabar en vivo un show de Susana Rinaldi en Michelangelo para después mezclarlo y sacar un disco. Hasta ese momento, en Argentina había muy pocos antecedentes de grabaciones en vivo y por lo general se trataba de grabaciones muy precarias, con equipos de pocos canales, instalados provisoriamente en algún lado. Nosotros armamos el equipo de tal modo que pudiéramos instalarlo rápidamente en cualquier parte (en una camioneta, en un camión, en un camarín) y que, de un modo sencillo y confiable, pudiéramos grabar en muchos canales todo lo que nos llegaba desde el escenario. El hecho de que todo estuviera separado (la voz, la percusión, la guitarra, todos los instrumentos) en distintas pistas, nos daba la posibilidad, una vez en el estudio, de remezclarlo como si uno estuviera ahí, en el lugar del show, o también, de ser necesario, la de corregir algunos de esos instrumentos  -Gustavo se detiene y con los ojos entrecerrados por el resplandor, busca al mozo-. Me estoy insolando  -dice-. Quisiera saber si se puede poner una sombrilla.
     Uno de los mozos vio finalmente nuestra agitación de manos. Desplegó la sombrilla. La mesa estaba llena de servilletas de papel arrugadas. El mozo preguntó si queríamos café. Dijimos que sí.
     -Inmediatamente después de esa grabación de Susana Rinaldi  -prosiguió Gus- nos llamaron para registrar un festival que hubo en Ezeiza, que se llamó Prima Rock y del cual se hizo una película. Ahí tocaron Spinetta Jade, Miguel Cantilo y Punch, Nito Mestre, María Rosa Yorio, Dulces 16, Virus, Litto Nebbia, y otros. En marzo del ’82 se produjo la vuelta de Mercedes Sosa que había estado fuera del país durante los años de la dictadura, como exiliada política. Los militares habían perdido poder y tuvieron que aflojar su puño de hierro. Así que la vuelta de la Negra se transformó en todo un símbolo. Hizo catorce shows en el Opera. Hubo varios invitados: León Gieco, Charly García, Piero, Antonio Tarragó Ros, Víctor Heredia, y distintos folkloristas. Nosotros grabamos en vivo cinco de esos shows, con el equipo instalado en un camarín del teatro. Esas grabaciones dieron como resultado el disco Mercedes Sosa en Argentina, un clásico de la música nacional que figura entre los más vendidos de la historia de la música en este país, y que después fue editado en Alemania, en Israel, en Francia. Me acuerdo que durante los días del show hubo una custodia impresionante. Yo, de hecho, estaba grabando y tenía cinco policías detrás mío que no sé qué hacían ahí. Todo el tiempo les tenía que pedir que se callaran porque contaban sus hazañas de los años de plomo y yo no me podía concentrar en el trabajo.
     ”Ese disco fue muy lindo hacerlo y constituye uno de los hitos de la carrera de Mercedes Sosa, ella estaba en su plenitud en ese momento.
     ”Una semana después de las presentaciones de la Negra, Serú Girán anuncia su despedida con un show en Obras. Se me ocurrió que, siendo el último show de Serú, no podíamos dejar de grabarlo. Cuando le propuse la idea a Daniel Grinbank, se puso blanco. “Cómo no se me ocurrió”, dijo. Inmediatamente nos pusimos en marcha,  quedaban muy pocos días para organizar la grabación.
     ”De ese show salió el disco No llores por mí, Argentina, que también fue uno de los más vendidos ese año, aunque para mi gusto se retocó demasiado  en estudio, al punto de que lo único que quedó de la grabación original es la batería y el público.
     ”Ése es un riesgo que muchas veces se corre ante la posibilidad de retocar las grabaciones; como todo está separado uno dice bueno, cambiemos esa guitarra, cambiemos esta voz, cambiemos el teclado. Al final se termina desvirtuando el sonido, empiezan a incorporarse registros que tienen otra calidad, otra limpieza, muy diferentes de lo que es el original del vivo, con lo cual ya no pega con lo que está grabado. Entonces al final se termina reemplazando todo, que fue lo que sucedió ahí. De todas maneras el disco fue un éxito impresionante y generó toda una moda de grabaciones en vivo. Se dio una seguidilla de discos en esos años. Con Facundo Cabral, por ejemplo, llegamos a grabar tres discos en vivo en un año: Cabralgando, Pateando tachos y FerroCabral, grabados en distintos escenarios. Después grabamos la vuelta de Pedro y Pablo. Pedro y Pablo en Argentina. Casi todos los discos se llamaban “en Argentina” porque además, en ese momento acababa de ocurrir la Guerra de Malvinas y se produjo el regreso de un montón de músicos que habían estado exiliados. Así que todos volvían aprovechando el boom de la música nacional dado que estaba prohibida la difusión de música extranjera en las radios. Y bueno, grabar en vivo era una manera de remozar viejos éxitos y hacer discos todos de hits. Aparte se generaba algo realmente muy emocionante cuando se juntaba todo ese público con sus artistas, que hacía años que no estaban. Veníamos de años de censura, de estado de sitio, la gente tenía una gran necesidad de juntarse. Los recitales se habían transformado en una especie de ritual de la democracia y de la libertad, y la música nacional, sobre todo la de aquellos artistas que habían estado alejados de la difusión o políticamente prohibidos, constituía el marco ideal. Entonces salieron muchísimos discos en vivo: de Piero, de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, del Cuarteto Zupay, de Víctor Heredia, de León Gieco, de Mercedes Sosa y Milton Nascimento en el estadio Vélez; festivales como el Rosariazo (con todos los músicos de Rosario: Lito Nebbia, Baglietto, Silvina Garré, Fito Páez), como el de La Falda; grupos como el chileno Los Jaivas, la lista es enorme.
     ”Otra novedad que se introdujo en ese momento  -sigue Gustavo luego de vaciar su segunda taza de café- fue la de grabar en vivo para la televisión, algo que siempre había sido un problema. Así que fuimos los primeros también en hacer eso: sincronizar la banda de sonido con la imagen de video. La primera grabación que se hizo para la televisión abierta, fue un recital de Soda Stereo en Obras, al aire libre, que se pasó por ATC, para la cual sincronizamos una grabación análoga en dieciséis canales con el video de ATC, lo cual fue toda una hazaña porque había que romper con la incredulidad y la visión de los empleados estatales. Después de eso hicimos también videos en vivo para la televisión, de Charly García y de muchos otros.

     -You should not be doing this! Stop recording right now!  -me grita el gringo, visiblemente furioso.
     Estamos en el estadio de River donde la Rock & Pop organizó un festival para celebrar sus primeros diez años. Arriba del escenario INXS lleva tocando un par de temas.
     Al rato vuelve con Daniel Grinbank, el productor del espectáculo.
     -¡Sos un boludo!  -ahora me puteaban en castellano-. ¿No te dije que no había que grabar a este grupo? ¡Solamente tenías que hacer la mezcla para la radio!
     Grinbank toma del brazo al mánager de los australianos y se aleja.
     Cinco minutos más tarde, regresa:

     -¿No te enojaste, no?  -me pregunta, y después precisa, a modo de excusa-: Tuve que putearte porque éste es un hinchahuevos. Seguí grabando nomás  -me da una palmada en la espalda y camina hacia la puerta del tráiler. Al llegar, como si se hubiera olvidado de algo, se da vuelta, chasquea la lengua, y dice-: Ah... y acordate también de hacerme una copia.


Mercedes Sosa junto a Gustavo Gauvry, luego de la grabación en vivo de "En Argentina"
   




Gira mágica y misteriosa


¿Qué tienen en común el Indio Solari y León Gieco?
     A uno no lo podía encontrar de la misma manera que no se puede encontrar a un monje o a un sabio: si entrás en la frecuencia por ahí tenés la suerte de encontrar al eremita. El eremita te dirá que él nunca estuvo escondido, que vos dormías en otro circuito y ahora que te perdiste, lo encontraste.
     El otro también resultó de difícil acceso pero no porque fuera hermético sino porque estaba siempre de gira. Nadie sabe cuál es el horizonte final del trovador, del peregrino. Como decía Walt Whitman: “Cantará su canción y se irá”.
     Lo que tienen en común es que estoy a equidistancia de ambos: y eso es el mundo. Ni muy abajo, ni demasiado lejos. A lo mejor esto es otra forma de decir mainstream. León Gieco manifiesta: “Todo está cargado en la memoria”. Para el Indio Solari una de las funciones de la memoria es el olvido.
    
     Una tarde, finalmente, León regresó.
     Le pregunté por la gira De Ushuaia a La Quiaca, uno de los grandes proyectos emprendidos con Gauvry y Del Cielito.
     -Cada vez que nos encontramos con la gente que estuvo en la gira, cuando nos vamos a saludar, lo primero que recordamos es que estuvimos en De Ushuaia a La Quiaca, y después nos saludamos. Es como que quedamos un poquito tildados con esa cuestión. Quedamos marcados porque se armó como un clan, y fue tan fuerte, tan fuerte lo que resultó a nivel auditivo, tanto por la holofonía como por haber grabado en el Cielito, como en otros sentidos: desde habernos reventado la cabeza un par de veces en el interior hasta haber tenido la posibilidad de grabar con tipos que son planetarios, viste. Un tipo como el Cuchi Leguizamón, un tipo como Sixto Palavecino, una mujer como Gerónima Sequeida, todos ellos son parte de la tierra, seres planetarios.
     ”Me acuerdo, por ejemplo, el día que fuimos a la casa de Elpidio Herrera, que nos esperaba con un asado, en Atamisqui. Elpidio Herrera inventó el último instrumento creado en la Argentina: se llama sachaguitarra y produce simultáneamente un sonido de mandolina y de violín. Fuimos a esa casa y en un momento Sixto viene y me dice: “Venga, León, vamos a caminar un poquito por Atamisqui”. Cuando empezamos a caminar por Atamisqui, que no es nada, no sé, diez casas y un suelo arenoso, estaba bajando el sol y Sixto me empieza a hablar en quichua. A medida que nos alejábamos, el ruido de los preparativos del asado y la grabación se iba haciendo cada vez más tenue, viste. Sixto seguía hablándome en quichua mientras caminábamos por Atamisqui. Siempre me habló en quichua.


Grabación en Atamisqui, Santiago del Estero. 1984 
(Foto de Alejandra Palacios)


     -¿Y vos qué hacías? -le pregunté a León, imaginándome ese diálogo de silencios, teñido por las antiguas palabras de la tierra.
     -Yo nada, yo lo escuchaba nada más. Él sabía que yo no entendía lo que me estaba diciendo. A mí no me importaba no entender. Él sabía también eso. Y fue como un satsang, viste, como si me hablara un sabio hindú. Yo escuchaba y por más que no entendía, entendía todo.
     -Recibías su energía.
     -Recibís algo que está más allá del entendimiento, de la comprensión, de todas esas cosas.
     -Que está más allá del intelecto.
     -Exactamente. Te digo más: todos los personajes que fuimos encontrando durante la gira tenían una relación muy fuerte con el planeta.
     -Y durante un tiempo, ustedes fueron parte de esta conciencia “planetaria”.
     -Fuimos parte de eso y quedamos realmente marcados. Con todos los años que pasaron yo todavía lo encuentro a él  -señala a Gustavo, que me acompaña durante la entrevista- o me encuentro con Dani García, que estaba a cargo de la filmación, y con decir una sola palabra de lo que pasó en la gira De Ushuaia a La Quiaca, ya está todo dicho. No hace falta explicar nada. Quedamos tildados con eso.


 Dany Garcia Moreno, Hector Starc y camarógrafos, 
junto al Estudio Móvil de grabación, en Curuzú Cuatiá, Corrientes. 1985





El Rey León


Suele mediar un abismo entre la idea que nos hacemos de una persona y la persona misma. Cuando en La reamplificación del sonido hago una digresión para hablar sobre la memoria de los entrevistados, todavía no conocía personalmente a León.
     No creo haberme equivocado con mi hipótesis de la memoria justiciera y vindicativa, lugar de la conciencia social. Sin embargo, un hombre es muchas cosas. Y esa memoria “leonina” que guarda todo, que carga con todo, tenía, según pude comprobar, otras facetas.   

 
     Gustavo Santaolalla y León grabando la canción "Canto en la rama" 
en una vivienda del Pucará de Tilcara, Jujuy. 1984
(Foto de Alejandra Palacios)


     -Yo fui al estudio Del Cielito en el... ’88 creo.
     -Pero De Ushuaia a La Quiaca fue en el ’84  -preciso, teniendo en cuenta que el registro sonoro de la gira fue realizado por Del Cielito.
     -En el ’84...  -repite León y se queda pensando. Tiene el mentón apoyado en el pulgar y con el índice se golpetea la aleta de la nariz-. Ah, tenés razón  -dice, al cabo de varios segundos, como quien acaba de hacer un gran descubrimiento. Gira sobre la silla, se levanta, se sirve un vaso de agua-. Mmh, se me cambiaron los cables de lugar.
     León permanece de pie, una mano apoyada sobre el mueble en el que alguien dejó una bandeja con una jarra de agua, la otra sosteniendo el vaso.
     -¿Cómo fue que se te ocurrió convocarlo a Gustavo Gauvry para que fuera parte del equipo de la gira? 
     -No...  -el agua del vaso sigue los movimientos de la mano-  estoy pensando cuándo lo conocí al Cielito, en qué momento. No me acuerdo exactamente pero entonces sí, nos conocimos... Yo lo que sabía del estudio es que había sido una idea de David Lebón. Porque David Lebón había hablado mil veces de tener un estudio en el campo, al aire libre, una cosa más tranqui. Después qué fue lo que pasó con el inicio del Cielito, no sé.
     -De hecho David estuvo en los inicios. Fue una idea conjunta.
     -Claro, claro. Bueno entonces no  -dice León, corrigiéndose-: Entonces conocí el Cielito en el año ’84. En el ’84 fue lo de Ushuaia a La Quiaca y en el ’88 mi disco.
     -Justamente eso te iba a preguntar: si además de lo que fue De Ushuaia a La Quiaca habías grabado alguna otra cosa en el estudio.
     -Sí, todo un disco que se llama Semillas del Corazón.
     -¿Con Gustavo como técnico?
     -Sí, con Gustavo Gauvry.
     -¿Y por qué se te ocurrió convocarlo a él para la gira De Ushuaia a La Quiaca?  -insisto-. ¿Te acordás?
     León me mira. Vuelve a sentarse. Bebe al fin el agua.
     -No, no me acuerdo  -concluye, y deja el vaso en la bandeja.
     -Me parece  -retoma- que fue una idea de Pity Yñurigarro. A lo mejor Gustavo Santaolalla se acuerda más, viste. Yo creo que el Cielito era el único que contaba con la posibilidad de armar un estudio móvil para salir de gira.


El interior del Estudio Móvil Del Cielito, de 16 canales,  
con el que se grabó la mayor parte de la gira "De Ushuaia a La Quiaca".


     Gauvry, que había salido para atender un llamado telefónico, regresa en ese momento. León le pregunta:
     -Gustavo, ¿quién te convocó para De Ushuaia a La Quiaca? ¿Yo te conocía ya?
     -Me llamó Pity  -dice Gus.
     -Ah, viste  -me dice León, y se sonríe.
     Un rato más tarde, hablando de la grabación del Volumen 1 de la gira, un disco totalmente de estudio, Gustavo y León mantienen esta conversación:
     -¿Te acordás de los teclados?  -le dice Gus.
     -Era un teclado... sí, era un teclado... no sé qué teclado era.
     -Que hacía unos acordeones que eran buenísimos.
     -Claro, que cargaba... -chasquea los dedos, como quien de pronto recuerda-. Cargaba sonidos, viste  -me dice a mí-: Ya en esa época.
     Estábamos sentados en uno de los salones de la vieja casona inglesa de Parque Centenario donde funciona su estudio.
     Cuando se conoce a un personaje público, uno tiene que dejar de lado sus ideas y empezar a interactuar con la realidad. Repasar la biografía de León, leer algunos reportajes, escuchar su música, eran hechos que no me habían proporcionado ninguna clave para develar eso que ahora se desplegaba ante mí.
     Decidí observar atentamente. Ser testigo. No modificar lo que naturalmente ocurría. ¿Qué podía pasar si, en lugar de tener control sobre la entrevista, permitía que ese momento maravilloso me tomara?
     Me quedé callada.

     -Si uno hubiese sabido que éste iba a ser un trabajo tan importante, hubiéramos sido quizá más precavidos con respecto a cómo conservarlo. Por ejemplo, los videos suponete, costó pasarlos a... hay un sistema para conservarlos... -observa León.
     -¿No están digitalizados?  -le pregunta Gustavo.
     -Sí, sí  -responde Gieco-: Están todos en Mini DV.
     -Ah, menos mal.
     -Y hay una copia  -agrega León- toda en eso que usan las televisoras, U-Matic.
     -Betacam  -corrige Gauvry.
     -Betacam  -dice León.
     -U-Matic fue la original.
     -Sí, la master. U-Matic high y low. Pero cuando se levantó todo ese material, no sé por qué, no sé dónde estaban guardados los videos, pero estaban todos como empastados, se empastaban las cabezas por las que pasaba el video. Hubo que sacarles la cinta y limpiarla. Cuando lo hicimos salió toda una baba blanca, no sé por qué.
     -Por la humedad  -certifica Gustavo.
     -Y bueno, por la humedad  -acepta León-. Pero si uno hubiera sido precavido con eso. Tendríamos que haberlo pasado enseguida a un sistema más moderno. En un momento apareció Albistur, el del teatro, para comprar el material y editarlo.
     -Entonces los que Albistur tiene son los U-Matic  -concluye Gauvry.
     -No, los Betacam  -corrige León-. Los U-Matic están todos... no deben servir más. Los tiene Vigil.
     -¿Pero esos Betacam son copia de los U-Matic?  -pregunta Gus.
     -Exacto  -confirma León-. Los Betacam son copia de los U- Matic. Y yo ya antes había ido a hacer unas copias Super VHS a Rosario. Copié todo en Super VHS.
     -¿Y los Mini DV?
     -Los Mini DV son una copia de esos Betacam. En un momento, nosotros pensamos en hacer algo con De Ushuaia a La Quiaca y los pasamos todos a Mini DV. Eso está todo en Dharma.
     -A mí la verdad es que me encantaría hacer algo  -dice Gus.
     -Y bueno, hagamosló  -dice León acentuando la última sílaba-. Si se pudiera hacer en el Cielito sería bárbaro.

Empecé a inquietarme. Es decir: me quería matar. Meses y meses esperando que León volviera de su vasta gira innumerable y el tiempo que nos había dado se me iba en escuchar esa jerga inentendible. Y no me sentía precisamente como León cuando Sixto se lo llevó por Atamisqui para hablarle en quichua.
     No puedo seguir desperdiciando a este personaje, decidí y, automáticamente, una escena se desplegó en mi mente. Un joven avanza por un camino de tierra bordeado de pajonales. En la puerta de una casa humilde, un hombre pasa el brazo sobre los hombros de su mujer. Ella tiene lágrimas en los ojos y levanta la punta de su delantal para secarlas. El joven se da vuelta por última vez y levanta la guitarra a modo de saludo. Los padres agitan sus brazos. El joven agita la guitarra y se vuelve. Carga un bolso de mano y su instrumento. Deja Cañada Rosquín, su pueblo. Por delante se abre la gran ciudad, y el viaje hacia sus sueños. 
     No podía permitir que un itinerario así quedara ensombrecido por el Betacam. Me aclaré la garganta. Intervine.
     -Hay un tema en ese volumen 1 del cual estuvimos hablando, que a mí particularmente me gusta mucho: Cola de amor. Según contás en el libro De Ushuaia a La Quiaca ese tema se lo hiciste a Alicia, tu mujer, en un momento en el que vos estabas muy mal y ella había empezado a salir con... 
     -Sí, así es  -cortó León.
     -¿Cómo te sobrepusiste a éste y a otros reveses de la vida matrimonial, sobre todo teniendo en cuenta que tu profesión te lleva una y otra vez a estar de gira o lejos de tu casa?
     Gustavo se removió en su asiento. Parecía incómodo.
     -Bueno  -dijo León con naturalidad-: cuando mi mujer empezó a salir con otra persona, a mí no se me ocurrió nunca agarrarla a la otra persona y matarlo, viste. O agarrar a mi mujer y encerrarla entre cuatro paredes. No se me ocurrió eso. Lo que pensé es que, en realidad, la deficiencia debía venir de mi parte. Me dije: yo no estoy dando algo que esta persona necesita, no estoy rindiendo lo que necesito rendir para esta persona. Entonces bueno, me dije, si no estoy rindiendo será así, no rindo; ella es libre de hacer lo que quiera y yo me la tengo que bancar. Así que salió un tiempo, como ocho meses o... no, casi un año con la otra persona y bueno... compartíamos lo de las nenas y la casa porque no había guita o no había posibilidades de que cada uno viviera por separado. Ni tampoco se ve que había una determinación de decir “no, te vas de acá” o “vos te quedás”... no había eso tampoco. Aunque no curtíamos, vivíamos juntos en la misma casa y compartíamos las nenas.
     Claro, me dije, es por cosas así que esta gente no envejece. Esta gente (Spinetta, Lebón, Juanse, Cordera, ¡León!, a su manera también el Indio) no madura, no se desarrolla hacia algún punto fijo, hacia alguna meta propuesta por afuera de ellos mismos. Ninguno busca “asentarse”, “asegurarse”. Ninguno se abroquela. Ahí lo tenía a León,  girando, saltando sobre la silla, León, que unos días antes había sido fotografiado en el sillón de Rivadavia, diciéndome que no “curtía” por ese entonces con su mujer.
     -Pero no creo que alguien pueda robarme este amor -recité.
     Un verso de Cola de amor.
     -Exacto. Entonces se ve que inconscientemente empecé a pelar algo, no sé. Porque habíamos estado en una situación problemática: yo me acuerdo que hubo un tiempo en el que rogaba que ella saliera con alguien para yo poder salir con todas las minas que tenía que salir. Ahora: bastó que ella empezara a salir efectivamente con alguien, con una sola persona, para que yo no quisiera salir con ninguna. Realmente me comí un bajón muy grande. Me decía: ¿qué voy a ir a tocarle el portero a una mina para comerle el coco y llenarle la cabeza de pelotudeces si lo que yo quiero hacer es estar con esta persona, no con estas cinco minas? Algo así me pasó, viste. Me di cuenta de que había fracasado en esa intención.
     ”Pero cuando me di cuenta ya era tarde  -continúa Gieco-. Ella salía con otra persona. Y hacía ya como un año que estábamos haciendo este trabajo de compartir la casa, cuando yo también empecé a sentir deseos y ganas de estar con otra persona. Entonces empecé a hacer los primeros planteos de decir “bueno, mirá, me parece que me tengo que ir de acá, de esta casa: estoy saliendo con alguien”. Y bueno: bastó que yo dijera que estaba saliendo con otra persona para que la quía se pusiera como loca.
     -O sea que a ella en cierta forma le pasó lo mismo que a vos  -le dije.
     -Claro, le pasó exactamente lo mismo. Fue ahí que también ella empezó a trabajar para recuperar la relación, viste. Y bueno, no me acuerdo cómo fue la cosa pero la recuperamos.
     -La recuperaron  -repetí.
     -Tampoco fue que “peleáramos” para recuperarla. No es que dijimos: “Vamos a recuperar esta relación”. Había un sentimiento muy importante, se ve, adentro nuestro, inconsciente, que determinaba que teníamos que recuperar esta relación. Porque la verdad es que nuestra relación se basó siempre, lo dijimos desde el comienzo, en el amor y la libertad.
     -Eso a lo que vos le cantás, justamente.
     -Sí: amor y libertad. Ya lo habíamos planteado en el ’73, cuando nos conocimos y decidimos vivir juntos. “No te olvides que yo voy a faltar de esta casa días y días, meses y meses y meses y meses, porque yo trabajo de ser músico, y si me va bien, voy a tocar en todos lados”.
     -Y ella estuvo de acuerdo.
     -Ella estuvo totalmente de acuerdo. Me dijo: “Mirá: a mí me parece bárbaro que vos te vayas así nos extrañamos, porque yo nunca podría vivir con una persona que esté todo el tiempo al lado mío”. Y yo tampoco  -remató León.
     -Así que ella también: un espíritu muy libre.
     -Exacto. Así que bueno: fue así. Yo desaparezco dos meses y ojos que no ven corazón que no siente. Así es la cosa. Pero se ve que predominó mucho más el amor de ella hacia mí o el mío hacia ella porque tuvimos oportunidades los dos, realmente, de irnos a vivir con otras personas. Los dos tuvimos miles de oportunidades y sin embargo estuvimos ahí. Pusimos la pareja en el fuego, la quemamos mil veces pero qué sé yo, siempre siguió. Siempre siguió. Nunca nos casamos, por ejemplo.
     ¿Por ejemplo?, pienso. ¿Casarse será lo contrario a seguir? ¿Casarse es detenerse? ¿Ponerle condiciones a la libertad?
     -Ah, ¿no se casaron?
     -No, nunca nos casamos.
     -Ni harías como Sting, que se casó después de años de convivencia, cinco hijos...
     -En un momento lo pensamos. Ella fue a ver a una abogada, a buscar todos los papeles para casarnos. Y ya teníamos planeado casarnos. Entonces le dije: “Bueno, ahora que nos vamos a casar, nos podemos separar”. Así que se tiró para atrás y...  -León también se tira para atrás, en su silla, y suelta una carcajada.
     -“Entonces no”  -dije, asumiendo la voz de la mujer.
     -Claro, una vez que estás casado te podés separar, ¿no?
     -Claro: hecha la ley, hecha la trampa.
     -Exacto. Así que quedó en la nada.
     El matrimonio quedó en la nada. Pero el amor, continuó.
     Y colorín colorado, este cuento no se ha acabado.


Santaolalla y Gauvry, en una cueva cerca de Cafayate, Tucumán. 1984





De Ushuaia a La Quiaca


 -Eso fue muy divertido  -me asegura Héctor Starc-. Lo que pasa es que la mitad de las cosas que sucedieron no se pueden poner en un libro.
     -¿Por qué? 
     -Porque fue una gira dedicada al vicio. No hubo sexo, pero hubo drogas, alcohol y rock & roll. Esta debe ser una de las pocas giras donde no hubo incursiones femeninas. Porque en todas las giras lo primero que hacen los tipos es buscarse minas. Pero acá no podías perder un minuto porque era mucho más divertido estar entre nosotros que alejarse del asunto, ¿entendés? Además se ve que en esa época, no estábamos más para esas pelotudeces. Antes era peor, pero ya se ve que en esa época... ¿en qué año habrá sido?
     -Hay un antecedente de la gira entre los años ’80 y ’82  -le digo- cuando León comienza a llevar a cabo su idea de tocar en toda la Argentina, presentándose en shows organizados por chicos de quinto año. Pero la “oficial”, digamos, fue en el ’84.
     -Tenés razón, sí: en el ’84 empezó.
     -Decías recién que ya no estaban para ciertas “pelotudeces”. Una característica que observo en los de tu generación es que a los veinticinco años ya habían hecho un montón de cosas. A esa edad ya eran grandes por todo lo que habían vivido y descartado.
     -Lo que pasa es que ahora  -me explica Héctor-  como la vida se extendió se extendió mucho la pelotudez. Hace unos años atrás una hija mía me llevó a ver al noviecito que tocaba la guitarra. “Decile que se mate”, le dije. “Que se compre un taxi”. “¡Ay, papá! ¡Sólo tiene veinticinco años!”. “¿Vos sabés qué edad tenía Spinetta”, le digo, “cuando se desarmó Almendra? Cuando se desarmó, Almendra. ¿Vos sabés qué edad tenía?: veinte años. ¿Sabés qué edad tenía George Harrison cuando se desarmaron Los Beatles?: veinticinco”.
     -¿Y vos, cuando se desarmó Aquelarre?
     -Y, yo ya era un jovato: tenía veintisiete.


Grabando con León cerca de su pueblo natal Cañada Rosquín, Santa Fé. 1985



     -La gira De Ushuaia a La Quiaca viene enganchada con todo lo que era el estudio móvil y las grabaciones en vivo, que fue lo que primero empezó a tener realmente importancia en el proyecto Del Cielito, desde el punto de vista comercial. O sea, Del Cielito empezó a hacerse conocido, en primer término, por las grabaciones en vivo. Porque en ese momento ni las compañías multinacionales ni los grandes sellos que había en la Argentina disponían de un equipo móvil  -me explica Gustavo Gauvry.
     -Ustedes fueron pioneros absolutos.
     -Sí. Se habían hecho algunas grabaciones en vivo en forma aislada, experimental, pero eran muy rudimentarias, se hacían con grabadores de cuatro canales que se desmontaban de algún estudio. No había un lugar al que se pudiera llamar por teléfono y contratar una grabación en vivo para el día siguiente. Eso no existía: lo implementamos nosotros. Entonces: por un lado, nosotros estábamos con el tema de las grabaciones en vivo y ya habíamos grabado a León cuando se presentó con Mercedes Sosa en el Opera (hacía Sólo le pido a Dios ahí, la versión tan conocida de León y Mercedes). Y por otra parte con Pity Iñurigarro, que en ese momento era el mánager de León, habíamos hecho algunas grabaciones para Abraxas, la productora en la que ellos estaban. Así que cuando Santaolalla apareció con esta idea de contratar un estudio móvil, nos llamaron.

      -Entre los años ’80 y ’83  -apunta León- yo hice alrededor de seiscientos y pico de conciertos organizados por los quintos años de los colegios secundarios. La idea era tocar en pequeños pueblitos del interior, en shows organizados por los chicos. Fue durante este período que conocí a un montón de gente, de músicos, algunos de los cuales me traían casetes para que escuchara lo que hacían. Algunos de ellos eran muy buenos, así que empecé a comentar: “Qué bueno sería grabar a toda esta gente del interior”.
     ”Okey, pero qué pasó: en un momento, Celasco, el presidente de mi compañía discográfica, me dice  -chasquea los dedos, indicando apremio-: “Bueno, haceme un disco”. Y yo, viste, no tenía nada, ningún tema compuesto. Entonces pensé que podía empezar a concretar mi idea De Ushuaia a La Quiaca. Así que le dije: “Está bien, voy a empezar a grabar el disco”. Pero no le dije de qué se trataba. Lo único que le expliqué fue: “Tiene que venir gente del interior a Buenos Aires y parar en pequeños hoteles para poder grabar acá”.
     ”Con el primero que experimenté fue con Sixto Palavecino. Lo mandé llamar, se vino, y se internó en el Hotel Mitre, cerca de Music Hall. Empezamos a grabar. Hicimos cuatro canciones y al tercer día de la grabación, Celasco quiere escuchar lo que estamos haciendo. Le mostramos con Sixto y me dice: “¿Y esto qué es, León?”. “Y... esto es el nuevo proyecto mío”. “¿Cómo éste es el nuevo proyecto tuyo? ¡Esto es una basura!” 
     León sonríe al recordar.
     -¿Y vos cómo te sentiste al escuchar algo así?  -pregunto.
     -Yo estaba tomando tanto alcohol, pastillas y cocaína que me dije: “Bueno, por ahí me volví loco”. Le dije a Celasco: “Mire, la verdad es que yo tengo muchas ganas de hacer esto. Ahora... ahora justamente iba a traer a una mujer que se llama... Gerónima Sequeida”.
     Ahora León estalla en una carcajada. En ella está implicado el hecho de que “los seres planetarios” no eran fáciles de digerir para el común de la gente.
     ”El único problema -insiste León frente a un demudado Celasco- es que también quiero traer a una banda que conozco, de Jujuy. Una banda de sikuris, porque en Tilcara, sabe, hay un montón de bandas de sikuris que vinieron de Bolivia.
     -El tipo me mira como diciendo: “¡Y a mí qué mierda me importa!”  -Gus, León, yo, todos lloramos de risa-. Entonces le dije: “Mire, yo ya estoy metido en ésta...”. Celasco me mira otra vez, se queda pensando. “Ya sé”, me dice finalmente. “Ya sé quién me va a ayudar a mí a hacerte entrar en razones”. Y lo llama a Santaolalla. “Lo hago bajar a Gustavo de Los Ángeles”, me dice, “para que te organice”. Así que viene Gustavo y para en el Hotel Bauen. Cuando nos encontramos, me mira así  -León imita una mirada reflexiva, atenta, cautelosa-  y me dice: “¿Qué pasa, loco? Porque me contrataron para enderezarte, ¿qué es lo que está pasando?”. Y yo le digo: “No sé, boludo, empecé a grabar una cosa y el chabón me dice que estoy loco”. “¿Qué grabaste?”. “Y bueno, vení, vamos a escuchar”. Así que vamos al estudio de Music Hall y nos ponemos a escuchar lo que yo había hecho con Sixto. Gustavo me mira y me dice: “¡Esto es genial, loco!”  -León vuelve a reírse a carcajadas-. “Pero no hay que grabarlo acá en Buenos Aires”, me dice, “¡Hay que ir allá donde ellos viven!”. Imaginate: ¡peor todavía!
     -Celasco se quería matar  -interviene Gustavo Gauvry.
     -Claro, entonces Santaolalla, que es muy fuerte  -explica León-, lo terminó convenciendo a Celasco: que no, que se trataba de un trabajo “cultural”, que la Argentina se debía ese trabajo  -la voz de León imitando a Santaolalla se vuelve pausada, metódica, pedagógica- y que teníamos que marcharnos a grabar al interior.
     ”Y bueno, así se fueron dando las cosas: se contrató a la gente del Cielito, a la gente de video, y salimos todos en un micro a hacer De Ushuaia a La Quiaca, viste.


Grabando a León junto a Gerónima Sequeida y Leda Valladares
en las ruinas de la ciudadela de los Quilmes, Tucumán.1984
(Fotos de Alejandra Palacios)

  



El Gaucho Heavy Metal


Gus me había pasado el teléfono del guitarrista de Aquelarre. Cuando me presenté, dijo:
     -Sí, ya sé, imposible olvidar ese nombre. De chico mis viejos me llevaban a la Iglesia de la Candelaria, en Floresta. Yo odiaba ir a misa.
     Cuando encontré la calle y el número que me había pasado, busqué el timbre con los ojos. No había. Un cable tensor, en cambio, viajaba desde la reja del portón de entrada hasta una campana guarecida en el hall. Tiré del cable sin ritmo. La campana sonó desacompasada.     Recordé una canción que cuando cortaba el pasto cantaba mi abuelo: Si no te gustan los gladiolos que te traigo/ no te traigo gladiolos nunca más/ Son de la quinta que tengo en Boulogne/ a cuatro cuadras de la estación/ Si no te gustan los gladiolos que te traigo...
     Ahora estaba a cuatro cuadras de la estación de Boulogne.
     El hombre que salió de la casa avanzó hacia mí con movimientos simiescos. Yo había visto fotos de Héctor Starc pero entonces era un mono morocho y peludo. Éste,  pelado, mantenía no obstante la agilidad que confiere el hecho de vivir en la jungla. En alguna jungla. Y no necesariamente geográfica. Nos saludamos. Le ponderé la campana.
     -Ni campana tendría que tener -objetó-. Todo el tiempo pasan pendejos rompiendo las bolas.
     Detrás del amo y agitando la cola en una plumereada colectiva, salieron a recibirme cinco perros. Starc hizo unos ademanes en el aire con sus brazos largos y ahuyentó a la jauría. La casa me impresionó por lo impecable. Pasé a una sala pequeña, a un lado del recibidor. Había un sillón de dos cuerpos enfundado en un género de soles y lunas, una sillita de anticuario y una mesa ratona de vidrio. Sobre la mesa, una caramelera de cristal. Debajo, varias réplicas de autos antiguos.
     -Éste  -señaló- es igual al Mercedes que le compré a  Spinetta.
     De la pared frente a la puerta colgaban, enmarcadas, dos guitarras: una había pertenecido a Luis Alberto Spinetta; la otra a Nito Mestre, durante la época de Sui Generis. Entre las dos guitarras rotas, amputadas, hechas, literalmente, flecos, una foto en blanco y negro de Almendra.
     -Fijate el detalle    -me dice Héctor cuando me acerco-: hay una banda adentro de la banda  -apunta la revista que sostiene Emilio Del Guercio, donde aparece la foto de una banda-. No hay que olvidar que en Almendra había dos formidables diseñadores gráficos.
     A un lado de la chimenea, Charly García abraza una guitarra. Al otro lado, la pared espera. Héctor se acerca y despliega un gran cuadro con sus brazos nadando sobre el blanco.
     -Y acá  -anuncia- va a ir una foto de Pappo. Tardé en encontrar una buena porque Pappo es muy tímido, no le gustaba que le sacaran fotos.
     Se refería a Pappo en presente y pasado. Ocurrió todas las veces que habló de él. En general daba la impresión de que se trataba de un amigo vivo.
     -Pero ahora  -agregó con entusiasmo- encontré unas fotos de estudio increíbles. Una de esas va a ir acá.
     Me senté en el sillón de las lunas. Héctor Starc tomó una guitarra y se puso a puntear algo.
     Así me fue contando. Era como estar en un show. Si no tocaba la guitarra, se ponía de pie y actuaba las anécdotas, los recuerdos. En algunos momentos toda la sala se convertía en escenario y yo en una especie de figurante perplejo y reidor. Terminada la representación, Starc volvía a sacar la guitarra del soporte, se sentaba frente a mí en la sillita decimonónica y hacía entonces la música de la película. Después dejaba la viola, se acercaba hasta el borde de mi sillón y empezaba a imitar la voz y los ademanes de Charly, de Spinetta, de Gieco, de Gauvry. También compuso al Gaucho Heavy Metal, su personaje en la gira De Ushuaia a La Quiaca.
     El gaucho vestía bombachas de campo, botas, campera negra de cuero, anteojos Rayban y un sombrero cuadrado tipo Landriscina con la escarapela argentina.
     -Ese fue mi look durante la gira  -explica Héctor y aclara-: cuando hacía fresco porque si no, andaba en bolas. Entonces el personaje era un tipo joven del campo, un tipo que hacía las labores del campo, un chacarero al que le gustaba el heavy. “Anoche” -Héctor imposta la voz aguardentosa y arrastrada del campesino- “nos fuimo a la pulpería y le metimos el eicidisi carajo, hasta las siete de la matina”. Era un gaucho pero le gustaba el heavy. Y podía aparecer en cualquier momento. Entonces estábamos cenando o algo con un tipo que por ahí ni nos conocía... Porque en todos lados nos recibía gente del gobierno de la provincia, o de la municipalidad, así que siempre había de esta gente hablando con León. Entonces yo me mandaba  -vuelve a hacer la voz del personaje-: “León, esta noche le vamo a dar a aironmaiden y a eicidisi”.


 Starc, devenido en artesano coya, Purmamarca, Jujuy. 1984





La gira continúa


-De Ushuaia a La Quiaca fue una de las cosas más increíbles que hice, una de las cosas que recuerdo con más cariño. Se generó una relación muy linda con León, con Santaolalla y con todos los que participamos de ese viaje.
     -¿Contaste con la ayuda de algún asistente de sonido?  -le pregunto a Gustavo Gauvry.
     -Sí, con la de Héctor Starc.
     -¡Qué lujo!
     -Sí, un lujo total. Como Héctor tenía una compañía de sonido y estaba en contacto con muchos sonidistas que trabajaban con él, le pregunté si me podía recomendar a algún pibe para que me acompañara como asistente. Entonces cuando le digo me contesta: “Voy yo. Yo puedo ser tu asistente”. Y yo le digo: “¿Pero vos estás loco? ¡¿Cómo vas a ser mi asistente?! Aparte yo no te puedo pagar a vos lo que vale tu trabajo”. Entonces me dice: “No, yo no quiero nada, voy gratis. Con que me pagues todos los gastos, ya está. Esto no me lo pierdo ni loco”.

     -Gustavo me llamó para pedirme un asistente  -recuerda Héctor-. Me dijo: “Necesito un asistente para una gira muy grande”. Le dije: “Contame de qué se trata”. Entonces cuando me contó le dije: “Voy yo”. Y él me dijo: “No, pero cómo vas a venir a juntar cables”. Porque el asistente tenía que enchufar los cables de los micrófonos mientras él se quedaba en la combi. O sea: él se quedaba adentro de la combi ésa y no salía. Y hacía bien. Había lugares en los que no quería bajar porque le daba miedo. Por ejemplo, en la casa de los Carabajal no quiso salir por las moscas y la mugre que había. Y yo, como un boludo, como me encargaba de los cables, tenía que enchufar las cosas entre la basura que tiraban al piso  -se ríe-. Mi función era tirar una manguera que salía de la combi hasta el lugar en el que se grababa, que podía ser una montaña, un médano, un río.
     -Tengo entendido que llevaban un generador.
     -Sí, tratábamos de ubicarlo lo más lejos posible del lugar de grabación para que no se escuchara. Pero siempre se escuchó, siempre. Porque si vos estás en el medio de una montaña, donde no hay nada, lo pongas donde lo pongas, se va a escuchar. Nosotros teníamos como doscientos metros de cable. Agarrábamos el generador entre dos y lo alejábamos cuanto fuera posible. A veces lo movíamos con unos colchones. Ésa era mi función. Y poner la cámara de televisión. Entonces Gustavo se quedaba adentro de la combi donde tenía el famoso televisor del Cielito, que todavía debe andar por ahí, fue multiuso. Y él miraba a los monos, les poníamos el monitor para que él les hablara. Yo ponía los micrófonos y eso era todo.
     -¿Y a vos, qué fue lo que te tentó como para hacer este viaje?
     -Quise hacerlo para conocer el país porque yo soy tan antinacional que no gastaría nunca un mango para ir a Jujuy. Entonces de esta manera pude conocer todo el Norte, que no me acuerdo nada porque nos chupábamos hasta el pis que hacíamos.
     -¿Y cómo hacían para levantarse a las cinco de la mañana, con esos desbordes?
     -Éramos jóvenes. Y ojo que aparte había que manejar entre la grabación de la mañana y la de la tarde. A veces de un lugar a otro teníamos 700 kilómetros.
     -¡Por eso!
     -Y... manejaba un poco él y un poco yo. Aparte el alcohol a mí siempre me levantó. Antes de derrumbarme por completo.
     -¿Querés hablarme de eso?
     -Sí, yo perdí todo por el alcohol: a mi mujer, a mis hijas. Yo abandoné todo por el alcohol y la cocaína. Todo. No perdí la empresa de casualidad, pero casi casi me cago de hambre también. Ahora hace ya once años que no tomo. Pero como te decía: en la época de Serú Girán, David Lebón me compraba vino blanco Suter etiqueta marrón, cuando tenía que manejar. Porque con Serú yo manejaba el auto, los llevaba a todos en mi auto, si los tipos no tenían ni para comer. Yo los llevaba de gira a todos lados. Era sonidista y remís y taxista. Y David, que chupaba mucho más que yo, era un profesional, se encargaba de que a mí no me faltara el Suter para manejar. Yo tomaba y no me ponía en pedo, yo me ponía bárbaro. Los demás dormían, vomitaban, y yo manejaba: “Qué bien, dame otro, prendeme un Marlboro”, viste. Y aparte teníamos menos de treinta años.
     ”Hubo una impresionante  -sigue Starc-: un día estábamos en Tilcara y era el cumpleaños de León. Y estaba Santaolalla, también. Quiero que conste: De Ushuaia a La Quiaca sin Santaolalla no se podría haber hecho. Porque terminó haciendo todo. Faltó que me cambie los calzoncillos a mí. Él fue como amigo de León Gieco y se terminó haciendo cargo de conseguir hotel, gasoil para el micro, habitaciones para dormir, todo. Porque el mánager de León se borró en la mitad, desapareció y nos dejó a la buena de Dios. Y éramos como treinta personas. Pero Gustavo se encargó de todo: dirigir cómo van los temas, las cámaras, todo lo hizo él. Nosotros recibíamos sus órdenes. Es un tipo impresionante, por eso le fue como le fue. Independientemente de las garchas que a veces produce como La Camisa Negra, Café Tacuba,  por favor. Bueno, pero eso no le quita mérito al gran laburador que es. Aparte es un muy buen músico. Hace unos años atrás sacó un disco que grabó acá con los que después fueron GIT y Lerner en teclados. Es uno de los mejores discos en castellano que escuché en mi vida, pero claro, con laburos como ése no se come, viste,  se come más con La Camisa Negra. Así que bueno: Santaolalla fue el que hizo posible esta gira. Entonces, en Tilcara era el cumpleaños de León. Yo estaba con Gustavo Gauvry en una especie de motel. Se escuchaba, ¿no?, a la noche  -y me mira como para registrar si entendí qué es lo que se escuchaba. Asiento. Héctor continúa-: Habíamos comido, festejado, nos habíamos chupado todo, y después con Gustavo nos fuimos a dormir.
     Ahora Héctor se pone de pie y hace que golpea una puerta imaginaria. “Toc, toc, toc, toc”, dice, y lo acompaña con la mímica.
     -“¡Sabemos que están ahí! ¡Abran!”, decían.
     -¿Quiénes?  -le pregunto.
     -León y Santaolalla  -me dice Héctor-. Golpeando. “¡Sabemos que están ahí! ¡Dale, hijos de puta, abran!”. Bueno, total de que en un momento abrimos y León dice  -pone un tono de voz solemne, pero de “choborra” y se balancea en el aire elevando un dedo índice conminatorio-: “Nos hemos quedado sin bebidas y es mi cumpleaños”. Le digo: “León, yo no voy a permitir que esto pase, vamos a reventar la cocina del hotel, qué le vamos a hacer”. Dice: “¿Te parece?”. Le digo: “Claro, mañana agarramos y pagamos todo lo que nos robamos. No vamos a robar, vamos a tomar prestado”. Entonces empezamos... No se veía nada, nada. Salimos de la pieza y yo con un encendedor, viste. No se veía nada. “Tené un cacho que me estoy quemando”, le tuve que decir. “Me parece que estamos cerca de la cocina”. Abro la puerta... ¡y había una pareja, una pareja garchando! ¡Nos habíamos metido en una pieza! “Disculpe, disculpe, señor, disculpe”. Entonces seguimos. “Pará, agarrá el encendedor que me quemo”. Avanzamos un poco más  -hace toda la mímica, se aleja unos tres, cuatro metros, imitando la incursión nocturna; habla en susurros, como probablemente hablarían aquella noche- y le digo a León “¿sabés que me parece que estamos?”. Yo no sé por qué no se veía nada. Sería del pedo que teníamos, pero no se veía nada.
     -¿Y no podían prender las luces?
     -¡No! ¡Si teníamos que entrar a robar a la cocina! ¡¿Cómo vamos a prender las luces?! Aparte no sabíamos ni de dónde se prendían. Estábamos en los pasillos del hotel. Entonces en un momento, yo abro así  -abre una puerta imaginaria y después se agacha-  y se prende todo: era una heladera industrial con unos cosos, unos cadáveres, unos cerdos colgando, todos congelados viste, para la cena del otro día, unos conejos, chinchulines, todo. Bueno, total de que al final reventamos una heladera mostrador que abajo tenía champagne, no sé, nos llevamos todo para seguir chupando. Y al otro día le digo al tipo del hotel: “Mire, usted se habrá dado cuenta de que anoche le reventamos unas bebidas y yo le quiero pagar, disculpe pero era el cumpleaños de León”. Y dice: “¡No, dejeló, hombre, dejeló!”.


Héctor Starc y Gustavo Gauvry, en las Ruinas de los Indio Quilmes, Tucumán. 1984





 De extremo a extremo


-Yo a León ya lo conocía pero a Santaolalla no  -aclara Gustavo Gauvry- así que tuvimos una reunión donde ellos nos explicaron cuál era la idea. Y bueno: la idea era ir con un equipo de grabación no muy grande porque necesitábamos poder trasladarlo...
     -A lugares inhóspitos.
     -Claro, había lugares incluso, a los que ni siquiera se podía llegar con un vehículo o, como pasó cuando fuimos a Iruya por un camino de ripio, de una sola mano, que tuvimos que dejar el ómnibus y la combi en Humahuaca y subir en un colectivo chiquitito. Había momentos en los que el colectivo doblaba y la rueda de atrás quedaba completamente en el aire. Me acuerdo que estábamos a los gritos pelados adentro de ese micro; aparte iba rápido, el tipo iba a los pedos. Era impresionante: mirabas por la ventana y estaba el precipicio ahí abajo. Hubo también momentos en los que directamente tuvimos que agarrar las cosas y llevarlas al hombro.
     -¿Y qué te pareció Iruya?
     -Un lugar espectacular. Es un pueblito enclavado en la montaña, se ve como un desfiladero y el río Iruya allá abajo. Una soledad total, imaginate, en esa época no iba nadie. De hecho cuando llegamos no había nadie en la calle. Grabamos ahí, en una de las callecitas del pueblo, al lado de la iglesia, y nos volvimos. Ese fue el punto más alto al que llegamos.
     -¿No La Quiaca, entonces?
     -No  -se ríe-. La gira se llama De Ushuaia a La Quiaca pero en La Quiaca no estuvimos.
     -¿Por qué?
     -Porque no es tan lindo. De todas formas Iruya es tan extremo como La Quiaca porque la provincia de Salta, hacia el norte, es como que se mete por arriba de Jujuy y la frontera con Bolivia la hace Salta. Y como te decía, es un lugar muy especial porque para llegar pasás por zonas de 4500 metros de altura. Ya en toda la Quebrada de Humahuaca tenés problemas con la altura porque todo está a más de 2000 metros.
     -¿Se apunaban?
     -¡Nos recontra apunábamos! Y encima teníamos que movernos, trabajar, cargar, descargar...
     -¿Y cómo lo lograban?
     -Y... mascábamos coca.
     -¿La sacaban de los caminos?
     -No, no  -Gauvry se ríe- la coca la traen de Bolivia en general y la venden ahí.
     -Hojas de coca  -refrendo.
     -Hojas, sí. Te hacés como una bolita de hojas, te ponés un poco de bicarbonato y con la saliva se hace un bollito que va ablandando la hoja de tal forma que sale el jugo que tiene el alcaloide.



Gustavo Gauvry en el control improvisado en un colectivo, durante la grabación del tema 
"Adiós pueblito de Iruya" por Leon Gieco y Gustavo Santaolalla.
Iruya, Salta. 1984. (Foto de Alejandra Palacios)


     -¿Fuiste a Ushuaia también?  -le pregunto a Héctor Starc.
     -¡Claro! Ushuaia fue un desastre. En un momento… Te cuento una: viene el hermano de Charly, Daniel García, y viene Santaolalla, a quien están filmando. Porque te digo: el personal de cine era una desgracia, peor que nosotros: eran todos viciosos. Entonces lo viene filmando así  -hace la mímica de un cameraman adelante del entrevistado, con la cámara sobre el hombro-: Daniel García a Santaolalla, que tenía un micrófono. “Bueno, y cómo fueron estos años en Estados Unidos”, le pregunta. Entonces Santaolalla mira la cámara y dice: “Pará”. Porque estaba todo lleno de nieve, viste. Así que el mono se agacha y levanta un puñado. “No hay que seguir engañando a la gente”, le dice a la cámara. “Esto, señores, no es nieve. Esto, señores... ¡es merca!”. Y se tiró toda la nieve en la cara.




El sonido y la furia


 -Contame cómo fue, técnicamente, el registro sonoro de la gira.
     Gustavo Gauvry escurre el saquito de té con una cuchara.
     -Nosotros grabábamos con un sistema convencional de micrófonos, pero también viajó un tipo, Hugo Zucarelli, que había inventado un sistema de grabación llamado “holofonía”. El aparato, diseñado por él, era una especie de busto de maniquí con una cabeza que tomaba el sonido reproduciéndolo como escucha el oído humano. Normalmente el micrófono capta dos dimensiones: cerca o lejos; te da una idea de distancia, pero no una idea de ubicación en el espacio, como el oído humano. O sea: vos me escuchás a mí, y si cerrás los ojos sabés que yo estoy frente tuyo. A la vez, por ahí escuchás otros sonidos en este momento, más leves, que te pueden sonar a la izquierda, a la derecha, adelante, atrás. El oído humano y el cerebro generan como un espacio y una ubicación dentro del espacio. El micrófono no hace eso. Si hay un montón de personas hablando en una habitación y vos ponés un micrófono, no vas a saber quién está a la derecha, quién está a la izquierda, quién está arriba, quién está atrás, quién está adelante. Se van a escuchar un montón de voces todas apelotonadas, probablemente algunas más fuertes y otras más suaves de acuerdo a la distancia a la que estén del micrófono, pero no vas a poder discernir dónde están. Bueno, con este sistema, sí. Este sistema tomaba el sonido que estaba ocurriendo en un lugar y lo ubicaba dentro del lugar.
     -Ideal para lo que ustedes estaban haciendo.
     -Claro. Entonces lo que yo hacía era: en cada situación de grabación poníamos micrófonos, como normalmente se hace, tomando a cada uno de los intérpretes y probablemente algún micrófono más tomando el sonido del ambiente y, además, la cabeza holofónica.


     -Cuando vos te ponés los auriculares  -me explica León- escuchás todo alrededor. Y el loco este de Zucarelli hacía experimentos con nosotros. Nos decía, por ejemplo: “Hemos puesto el muñeco en un cajón, hemos cerrado el cajón, y le hemos echado tierra encima. Y lo grabamos. ¿Quieren escuchar eso?”. Entonces nos hacía acostar en el suelo, apagaba las luces y nosotros escuchábamos como se cerraba el cajón acá arriba  -señala un lugar sobre su cara-. ¡Pá! Y después la tierra te caía encima. Gustavo Santaolalla en un momento me dice: “¿No será que quedaremos marcados con esto y de pronto será la generación que escuchó esto y la generación que no lo escuchó?”
     -Sonaba medio latoso pero le daba un tinte que mezclado con los micrófonos quedaba muy bueno  -interviene Gustavo Gauvry-. Yo me acuerdo que decían que parecía un micrófono egipcio, viste, porque sonaba como antiguo, pero le dio color a la gira.

     Menciono El Cadillal y el hombre sin cabeza
     -Tengo la foto  -asegura Héctor Starc-. Tengo una foto alucinante de eso. Una foto en la que estoy yo, el tipo éste, cómo se llamaba... era un tipo bastante pelotudo ese que vino con la cabeza...
     -Hugo Zucarelli.
     -Sí, era un boludo. Vino con la mamá, con la novia. Gustavo se peleó con ellos muchas veces porque decía que sonaba como el culo la cabeza ésa. Pero Santaolalla y León estaban con eso como si hubieran descubierto la pólvora.


Grabando con holofonía en la ciudadela de Los Quilmes, Tucumán. 1984



     -Teníamos bastantes conflictos con él  -corrobora Gustavo Gauvry con tono aséptico-  porque era un tipo complicado. No quería mostrar mucho el aparato ni que le sacaran fotos. Lo tenía siempre tapado con un pañuelo. Si bien había participado de producciones importantes…  había trabajado con Michael Jackson y con Roger Waters  -precisa Gauvry- y el aparato era increíble porque generaba esa sensación de espacialidad de la que te hablé, a mí no me gustaba mucho cómo tomaba la música. En cambio, para tomar ambiente o situaciones era bárbaro. Un día, por ejemplo, lo pusimos en medio de un corral de ovejas. Las ovejas pasaban alrededor del aparato y bueno, vos te ponés los auriculares y sentís que las ovejas te están caminando alrededor.

     -Se llevó un montón de efectos que había hecho para nosotros  -confiesa León- porque se terminó peleando con Gustavo  -se refiere a Santaolalla-. El tipo era muy fanático, tremendamente fanático de su invento. Te decía: “Primero fue mono, después fue stereo y ahora es holofónico”. Y Gustavo le decía: “No, no es así. Tu invento no tiene nada que ver con el mono o con el stereo. Porque el mono y el stereo se escuchan dentro de la cabeza y lo tuyo se escucha fuera de la cabeza. Entonces la combinación perfecta es stereo y  -remarcó la ‘y’-  holofonía.

     Mientras armamos todo para grabar ahí al día siguiente, Héctor se da manija con que “esta es la zona por donde anda el hombre sin cabeza, que se aparece a la noche”. Estamos en El Cadillal, un dique que se encuentra a unos cincuenta kilómetros de la ciudad de Tucumán, entre las montañas. Junto al lago que forma la represa se levanta un anfiteatro con unas butacas de cemento. También hay un parque infantil, pero está abandonado. Decidimos quedarnos a dormir para cuidar los equipos. Armamos una carpa al lado de la camioneta y nos disponemos a dormir, en el medio de la nada.
     En medio de la noche me despierta un alarido terrible. “¡Aaaaahhhh!”. Pego un salto adentro de la carpa y busco la linterna.
     Cuando la prendo, veo a Héctor parado en el medio de la carpa con un hacha en la mano.
     -¿No oíste los ruidos?  -me pregunta en un susurro feroz-. Al primero que se aparezca le parto la cabeza.
     Si se trata del hombre sin cabeza le va a resultar difícil, pienso.

     -A mí me pasó una cosa con Héctor Starc  -reflexiona León- cuando hicimos lo del Cadillal, en Tucumán, que implicó una organización tremenda, viste, porque hubo que llamar a treinta y pico de micros y buscar a todos los chicos de los colegios, que eran más de 1500. Parecía una producción de Spielberg. Y ellos  -se refiere a Gauvry y a Starc- se quedaron a dormir en una carpa esa noche para preparar todo. Y no durmieron. Se pasaron la noche en vela. Se ve que estaban conmocionados por lo que ocurriría al día siguiente: un montón de chicos iban a llenar el Cadillal y cantar bagualas y vidalas con sus maestras.
     ”Me acuerdo que cuando terminamos Héctor viene llorando y nos abraza a Santaolalla y a mí. “Es la primera vez que le doy pelota a mi bandera, loco”, me dice, “la primera vez que me gusta el color de la bandera argentina”. Y nosotros con Gustavo nos miramos y enseguida dijimos: “Si logramos conmoverlo a Héctor Starc con esto, entonces la gira De Ushuaia a La Quiaca definitivamente va a ser un éxito”.


Héctor Starc, durante la grabación en Anfiteatro El Cadillal, Tucumán. 
1984. (Foto de Alejandra Palacios)




                                                                                                     La mejor luz


-La gira se hizo en varias etapas -explica Gustavo Gauvry-. La etapa más larga fue el norte y el noroeste. Todos viajaban en un ómnibus de turismo. Héctor y yo íbamos en una combi donde llevábamos y armábamos el estudio de grabación. Era nuestro móvil, digamos. Ahí se armaba y desde ahí se grababa. Fue bastante arduo porque había que viajar y había que armar todo rápido: necesitábamos aprovechar el sol de la mañana o de la tardecita. Al mediodía no se podía filmar porque la luz es muy plana a esa hora. Entonces teníamos que llegar a los lugares prácticamente al amanecer, armar todo, y grabar hasta las diez, once de la mañana a lo sumo. Cuando terminábamos nos íbamos a comer y después volvíamos a viajar hacia algún otro lugar y volvíamos a armar todo para aprovechar la luz del atardecer. Así que esas dos grabaciones diarias implicaban viajar, descargar, armar, desarmar, cargar, viajar, descargar, armar, desarmar, cargar y viajar. Era un desgaste enorme.
     -¿A qué hora se acostaban? 
     -Y... casi no dormíamos. Después de trabajar todo el día llegábamos al hotel y lo único que queríamos era... qué sé yo, divertirnos. Éramos jóvenes. Queríamos salir.
     -Y en esos pueblos, ¿a dónde iban?
     -Íbamos a una peña, a cualquier lado. Pero como éramos un montón, veintipico de personas, por ahí pasaba que no necesitábamos ir a ningún lado: la fiesta la armábamos en donde estábamos. Es más: la gente se nos acercaba porque León era toda una atracción muchas veces única en ese pueblo. Fue increíble. Fue increíble y a la vez desgastante porque no dormíamos nada, imaginate: nos acostábamos a la una, dos de la mañana y a las cinco ya nos estábamos levantando.


Grabando "No sé que tienen mis penas", León junto a Leda Valladares 
en el Anfiteatro, Valles Calchaquíes, Salta. 1984



      -Un día  -recuerda Héctor Starc- grabamos con una orquesta, con una banda... una banda de esas así tipo municipal. Grabamos en un circo.
     -La Banda de Monteros, en Tucumán  -yo había leído todo De Ushuaia a La Quiaca.
     -Bueno, los tipos estos  -me dice Héctor- nunca se habían escuchado. Nosotros teníamos unos monitores Yamaha grandes y Gustavo, después de que grabábamos, se ponía a escuchar. Aparte mientras yo juntaba los cables abríamos todo porque siempre nos cagábamos de calor, viste el calor que hace en el norte. Así que él abrió todo y pasó la cinta al mango. Los tipos se preguntaban  -pone voz de paisano-: “¿Somos nosotros?, ¿somos nosotros?”. “¡Sí!”. Nunca se habían escuchado y no entendían cómo se grababa. “¿Y cómo tan rápido, suena?” ¡Pensaban que había que revelarla la cinta, como una foto! Los tipos no podían entender que hubieran tocado y a los dos minutos estuvieran escuchando todo. Yo les decía: “Escuchen: el micrófono entra acá, graba ahí y va a la cinta y eso es lo que estamos escuchando”. “¿Y cómo tan rápido?”. Les explicaba: “porque ya está grabado ahí, ya quedó”. Y me miraban incrédulos.
     ”En un lugar de esos a mí se me ocurrió... porque íbamos a grabar un tren que venía. A veces me aburría, viste, porque el trabajo mío se hacía en dos minutos. Entonces les digo: “Vamos a hacer una cosa: vamos a poner un micrófono cada veinte metros, hasta donde den los cables, así cuando viene la locomotora se va grabando”.
     -Dando la sensación de acercamiento.
     -Según cómo lo mezclés  -precisa Héctor-. Por ejemplo: vos tenés en un canal la locomotora a cien metros, en otro canal la locomotora a ochenta, en otro a sesenta, son diferentes tracks. Después los podés mezclar. Y eso fue una idea mía, para pelotudear. Agarré y me puse a poner micrófonos en las vías del tren hasta donde llegaban los cables que teníamos.
     ”Otra que me mandé fue en un río, no sé si en Santiago del Estero, donde puse micrófonos en el agua. Era un riacho que bajaba con el ruido y no tenía profundidad, entones agarré y puse los pies de los micrófonos en el río, el agua me llegaba hasta acá  -señala con la mano la altura de sus rodillas-. Toda el agua llena de micrófonos para grabar el ruidito del agua cuando baja  -dice casi como si le hiciera gracia esa manera escrupulosa con la que intentaban grabar el sonido que el mundo adopta en la Argentina.
     Me quedo pensando en esa estación y en ese río. Creo que no fue en Santiago del Estero sino en Corrientes. El río Miriñay. La estación es la de Curuzú Cuatiá. Pero no le digo nada. Hace más de una hora que Héctor Starc me hace reír. Río, río, río. ¿Cómo siquiera podría atreverme a corregir el cauce de la alegría?



Micrófono registrando el sonido del agua en el Rio Miriñay, Corrientes. 1985
(Foto de Alejandra Palacios)
     

     Las precisiones las da Gustavo Gauvry.    
     -En Corrientes estuvimos con Tarragó Ros. Y después, en Curuzú Cuatiá, grabamos a un músico excepcional que se llamaba Isaco Abitbol. Tocaba chamamé. Un hombre grande, tendría en esa época setenta y pico de años. Lo fuimos a buscar a la estación porque venía de Posadas. Bajó del colectivo con su bandoneoncito y una rara mezcla de dignidad y humildad.  Era un genio absoluto, el tipo. Un músico que podés comparar con Miles Davis en calidad musical. Lo que pasa es que no nació en Chicago, nació en Misiones; entonces, excepto la gente de la zona, no lo conocía nadie.


    Grabando "Kilómetro 11" con León junto a Isaco Abitbol y Antonio Tarragó Ros, 
a orillas del Río Miriñay, Corrientes. 1985



  
  
Por si las moscas

  
-Es una música muy dura  -admite Gauvry-. O sea: no es mainstream. Hay cosas que no son agradables, se te paran los pelos. Es un poco como lo que son esos lugares: áridos, duros. Todo el norte tiene una belleza árida y espinosa. Y la música representa eso.
     ”Eran lugares inhóspitos. Cuando llegábamos teníamos la sensación de ser los únicos ahí. A veces pasaba algún lugareño, algún coya que nos miraba como diciendo ‘y estos de qué plato volador se bajaron’. Sentías como que viajabas a través del tiempo.
     ”En toda esta zona siempre hizo un calor infernal, era impresionante. Y siempre mucha mosca, mucho bicho, no sé si era la época del año o qué. De hecho, en la tapa del disco De Ushuaia a La Quiaca, en el centro del disco de vinilo había una mosca, era como el logo de la gira.

     -Me acuerdo que un día  -sigue Héctor Starc- mirá de dónde vendríamos, yo no me acuerdo de dónde veníamos, si de Jujuy... -frunce el ceño e inclina la cabeza fijando la vista en el piso encerado; tiene uno de los brazos en jarra sobre la cintura y está sentado en el borde de la sillita decimonónica-... pero veníamos tan hechos mierda que ya no podíamos más. Queríamos bañarnos, queríamos suicidarnos. No sé qué queríamos: queríamos que nos agarre un camión y nos mate. No podíamos más del calor, del cansancio y de manejar. Íbamos a Tucumán. Bueno, para mí, ni Nueva York, ni París, ninguna de las grandes ciudades le llegaba a los tobillos, nada se compara con haber divisado Tucumán esa noche. Estábamos en una montaña y veíamos ahí abajo, Tucumán iluminada. “¡Llegamos!” “¡Llegamos!”, gritábamos. Fue como si hubiéramos llegado a Saint Tropez.
     ”En el hotel nos bañamos y después fuimos a comer. Gustavo con la remerita limpia. Esa sensación no la sentí en ninguno de mis viajes, te juro. Porque veníamos tan hechos mierda. A veces hacíamos setecientos, ochocientos kilómetros en un día, por camino de montaña, con la combi toda cargada de equipos.
     ”Y después, otra que nos pasó: un día nos invitan los Carrabajal  -dice, agregándole una ‘r’ al apellido de la familia de folkloristas de Santiago del Estero- a comer un asado. Y nosotros veníamos cortando camino porque se nos había hecho tarde. Total de que los tipos no nos esperaron para comer. Cuando llegamos se habían comido todo y estaban todos en pedo. ¡Había una mugre! Todos en pedo, todo lleno de tierra, todo sucio, polvo, calor, ¡moscas! Y Santaolalla, en la sobremesa de los Carabajal, no tiene mejor idea que decir: “Vamos a grabar unos temitas acá”.
     ”Gustavo Gauvry nunca bajó de la combi. Me suplicó: “Por favor, no me hagas bajar. Hacé todo vos. Yo te miro por televisión”. Entonces Gustavo abría la combi así  -hace el gesto de abrir apenas una puerta y mirar con asco lo que hay del otro lado- me tiraba los micrófonos y se encerraba de vuelta: ¡nunca bajó! Hizo bien porque ni agua había. No había para tomar un vaso de soda, se habían tomado todo. Tuvimos que tomar agua de una canilla toda sucia y estaba todo lleno de chorizos tirados, todos en pedo, todo una mugre, el piso de tierra regado con pedazos de carne. A nosotros no nos convidaron nada. Bueno: la cuestión es que los tipos nunca se levantaron de donde estaban. Chupando agarraron la guitarra y ahí grabaron, frente a los micrófonos que les pusimos.
     ”Apenas terminamos Gustavo me dice: “Huyamos, huyamos, por favor. No quiero ver más una mosca, no quiero ver más un santiagueño, quiero ir a mi casa, me quiero bañar”. Entonces  -se ríe- agarramos la combi y nos fuimos. Subimos todo y nos vinimos para Buenos Aires. Ni saludamos, creo.
     -Tengo entendido que de ahí viajaron todos al Valle de la Luna pero como no iban a grabar, sólo harían tomas de video, a ustedes se les dio la posibilidad de que volvieran a Buenos Aires.
     -No sé  -me dice con el mismo tono de fastidio y posiblemente la misma cara de asco que habrá puesto ese  día-. Nosotros de ahí, yo con todo el dedo gordo del pie lleno de morcilla sucia y barro y moscas, nos subimos a la combi y no paramos hasta Buenos Aires. Me acuerdo que en Santa Fe comimos una hamburguesa y fue como comer faisán al horno. Fue muy desagradable terminar así esta parte de la gira cuando ya venís cansado, cuando ya venís podrido  -y como si le hablara a Gustavo Gauvry o a algún otro, agrega-: “Estos negros de mierda, hijos de puta, no nos esperaron ni para comer, encima de que vamos a grabarlos, por qué no se mueren con sus arañas pollitos, ahí”  -solo de guitarra-. Una mala educación única. ¡Que se metan la chacarera en el orto, hijos de puta! ¡Viva el rock & roll! Hice bien en no tocar nunca la guitarra española. Gustavo estaba verde del odio, ¡y eso que él ni siquiera bajó! Él lo veía por televisión  -como diciendo “así cualquiera”- yo le tenía que poner la camarita mientras él me indicaba  -pone una voz delicada, casi afeminada-: “más a la derecha la camarita, más a la izquierda”. Entonces yo movía la camarita y él, desde el televisor que había en la combi, podía ver a los tipos que tocaban. Y yo le decía: “Micrófono uno: guitarra; micrófono dos: charango; micrófono tres: bombo; micrófono cinco: moscas”. Gustavo se debe acordar, porque era tanto el odio que teníamos  -recuerda ahora, riendo- que yo le decía “micrófono siete: moscas”. Era todo moscas.

     En el techo de la camioneta pega sin piedad el sol de mediodía. Estamos a  mil doscientos metros de altura, en Pucará de Tilcara. El aire es seco. No obstante, todas las máquinas prendidas en el reducido espacio de la combi hacen que nuestro estudio móvil sea un horno. Y para colmo los bichos, siempre bichos jodiendo... Como esta maldita mosca dando vueltas alrededor de mi cabeza y que no puedo terminar de espantar.
     ¿Dónde está la mosca? Me saco los auriculares dispuesto a darle caza. Recorro con la vista el interior de la combi. ¡Ya te voy a agarrar, mosca hinchapelotas! Pero no la encuentro, no veo ninguna mosca. Se habrá ido, pienso, y me pongo otra vez los auriculares. Entonces de nuevo, ahí está, zumbando, monótona, zumbando.
      Miro por la ventana. Gieco y Santaolalla cantan El Cardón en las ruinas incaicas. Los acompaña Ringo, la famosa cabeza holofónica que capta el sonido en forma tridimensional, como el oído humano. Entonces me doy cuenta: ¡es alrededor de esa cabeza que revolotea la mosca! Sonrío aliviado. Por lo menos no la tengo en la combi.



Grabando desde el móvil en el Pucará de Tilcara. 1984
    

     -¿Pero te volviste por qué?  -le pregunta León a Gustavo Gauvry en su estudio de Parque Centenario-. Si vos estuviste en Santiago del Estero...
     -Sí, nosotros pasamos dos veces por Santiago del Estero  -le dice Gustavo.
     -Fuimos primero a grabar a Sixto y a Elpidio Herrera... -León empieza a hacer el recuento con los dedos: el índice de la mano derecha golpea a los dedos índice y mayor de la izquierda.
     -Sí  -confirma Gus.
     -Después fuimos a grabar con... -acá León hace una pausa y lo mira a Gustavo significativamente; yo todavía no sé cuál es el significado de su risa, pero está cargada de una información que, lo sé, no compartirán del todo conmigo-... con los Carabajal  -completa León, pero en sus ojos, en su boca, hay otra cosa, recuerdos “estudiantiles”.
     -Claro  -responde Gustavo.
     -Que te agarró el ataque de las moscas a vos  -le dice León.
     -¡Sí!  -Gus se ha vuelto monosilábico.
     -“¿Esto es la cultura nacional? ¿Esto?”, decías. “¡Mirá: está lleno de moscas!”
     -Sí  -admite Gus, circunspecto-: me rayé porque nos dieron de comer en los platos sucios.
     León se ríe a carcajadas.





De Ushuaia a La Quiaca. Volumen 1


-Después de completar el primer tramo de la gira se internan en el Cielito y graban el volumen 1. 
     -Sí  -confirma León-. Pero ya antes de salir de gira habíamos estado trabajando con Santaolalla en el Hotel Bauen, haciendo los demos del disco número uno. Cuando volvimos, nos pusimos a grabar en el Cielito.
     -¿Y cómo fue la experiencia de internarse un mes, un mes y pico en el estudio para hacer este disco? 
     -Dormíamos ahí  -dice León-. A mí me encantaba dormir en la...  –repentinamente se acuerda de algo y se ríe, pero no dice de qué.
     Lo mira a Gustavo Gauvry y... otra vez, ahí está la mirada cómplice, la picardía en los ojos. León lo mira a Gustavo y yo también, para ver si puedo develar el secreto. León se ríe, Gustavo se ríe y a mí no me dejan entrar en esa risa. Hay, parece, una gira comunicable, capaz de sostener desde la palabra incluso los excesos, la incomodidad y las desilusiones, y otra que se resiste a ser contada: es la gira interior, la que los dejó “tildados”, como dijo León, la que tiene una intensidad impronunciable.
     Me quedo callada y espero.
     -A mí me encantaba dormir en el cuarto de la batería  -dice León tratando todavía de sosegar la risa-. Por el silencio que había en la pecera ésa. A las cinco, seis de la mañana, terminábamos fusilados, y yo me tiraba a dormir ahí. Realmente teníamos el estudio copado, todo para nosotros. Entonces nos levantábamos al mediodía, comíamos algo y continuábamos con la grabación durante todo el día. Eso dio sus frutos. Además fue toda una experiencia en sí misma el hecho de estar trabajando en un lugar que era el campo, viste, un lugar en el que no teníamos que lidiar con todas esas cosas que traen problemas en la ciudad. No teníamos, por ejemplo, que tomarnos un taxi para ir al estudio, ya estábamos en el estudio. Eso era piola. Esas semanas en las que estuve ahí fueron una deformidad. Estábamos en un clima óptimo para deformar.
     -¿Para “deformar”? 
     -Sí, bueno, para estar libres, digamos  -concede León-Para hacer lo que uno quisiera. Entonces, cuando vos te das manija con eso, es como que creás un montón de cosas más. Yo creo que en el Cielito se puede dar un clima óptimo. Si vos te vas a vivir ahí y grabás un disco ahí, realmente entrás en un clima óptimo. ¿Por qué? Porque estás en un lugar donde nadie te jode, todo el tiempo en contacto con los músicos con los cuales grabás. Y es muy creativo ese asunto. De hecho nosotros hemos creado cosas ahí, en el Cielito. De tanto deformar, digamos, terminaron saliendo cosas muy piolas, cosas que no teníamos planeadas.
     -¿Podrías mencionar alguna de esas cosas?
     -Gustavo Santaolalla tiene un personaje que es el personaje del locutor. Y lo inventó ahí, en el Cielito, viste. Hubo un antecedente en Oncativo, donde tocamos con el Cuarteto Leo. Ahí, entre tema y tema había un espacio, un silencio que... -León baja la voz y me habla en un susurro- no pasaba nada, viste. La gente bailaba, ¿no?, bailaba. Y cuando terminaba un tema se quedaban así  -se para y hace un gesto con el cuerpo de quedarse rígido y duro- mirándonos. Nosotros con la orquesta nos mirábamos también. “Bueno, y ahora qué hacemos”, les decíamos. “Vamos a hacer La Lluvia, La Lluvia y el Vino” ponele, algún tema. Pero entre tema y tema quedaba un espacio en el que algo faltaba, viste. Entonces en un momento viene el acordeonista y le dice a Gustavo, en voz baja: “Mirá que tenemos un locutor, eh”. “Sí, sí”, le dice Gustavo  -León pone la voz y hace el gesto de quien no da la menor importancia a lo que le están diciendo-. “Sí, sí”.
     -Típico de cuarteto  -acota Gustavo Gauvry.
     -Y de pronto un día se apioló Gustavo  -sigue León, refiriéndose a Santaolalla-. En un momento cayó y dijo: “Bueno, ¿qué es eso del locutor?”. “Y... nosotros tenemos un locutor”. Y vimos que el locutor estaba ahí, esperando, viste. Un petisito, viste. Estaba esperando. Entonces Gustavo le dice al tipo que se le había acercado: “Bueno, llamalo. Porque él, ¿qué hace? ¿habla entre tema y tema?”. “Claro”, le contesta el otro. Entonces lo llamaron. Y el tipo agarra el micrófono y empieza: “¡Sssíí!”  -se ríe León, al imitarlo-. “¡El Arrtista Interrnacionaaal Leónn Gieco!” -yo me estoy desternillando de risa-. Y era como que sí: abarcaba todo un espacio que hasta ese momento había estado completamente vacío. Ése fue el primer locutor que vimos.




Grabando a León con el Cuarteto Leo en Ocativo, Córdoba. 1985


     ”Cuando después vinimos a grabar al Cielito, mezclamos el tema Yo vendo unos ojos negros, que originalmente es una cueca, a ritmo de cuarteto. Entonces a Gustavo Santaolalla se le ocurrió que tenía que haber un locutor durante ese tema. Y empezó a hacer él de locutor.
     -En el baño lo grabó  -interviene Gustavo Gauvry y yo recuerdo las palabras de Spinetta: “utilizar el espacio para convertirlo en sonido”. Todo el espacio.
     -Fue impresionante  -continúa León-. Porque él estaba apoyado en la pared así, ¿no?  -se levanta de la silla y se apoya contra una pared- con los auriculares, el micrófono y los ojos cerrados  -imita un aire de concentración-. Se venía preparando para cuando viniera la parte. Yo estaba ahí al lado, mirándolo  -se ríe- y a medida que nos acercábamos a la parte, él se iba como...  –León inhala profundamente y, con el pecho henchido, hace un gesto con las manos que, vueltas con las palmas hacia arriba, ascienden delante suyo.
     -Inflando. Inspirando  -digo yo y me acuerdo del juego Dígalo con Mímica. Sólo que acá, en lugar de adivinar películas, trataba de adivinar acciones.
     -¡Sí, se estaba preparando como un locutor el hijo de puta! A mí en un momento me agarró un ataque tal que yo ahí, en el Cielito, creí que literalmente me estaba muriendo de risa. Fue un ataque de risa tan grande que tuve que salir afuera. Entonces me arrodillé en el pasto  -se arrodilla en el parqué- y empecé a ver calaveras que venían hacia mí. Yo me seguía riendo y venían calaveras y más calaveras y más, seguían. Llegué a preguntarme: ¿esto será morirse de risa?  -y se ríe mientras cuenta; Gustavo y yo nos reímos con él. Cuando la risa amaina, concluye-: Estábamos muy relajados, por eso ocurrían esas cosas. El tema quedó muy bueno.
     -A Gustavo Santaolalla le encanta hacer ese tipo de cosas  -no me refería a encerrarse en el baño sino a contar una historia que va sucediendo por detrás de la música; una historia donde la música no es “funcional” sino parte de la historia misma, esa parte, justamente, a la que se le sube el volumen.
     -¡Sí!  -exclama León-. Gustavo es un deforme. Es atípico, es poético, es folklórico, es kitsch. Él aprovecha todo, no se ata a una sola forma, es libre en su pensamiento. Y el disco De Ushuaia a La Quiaca que grabamos ahí en el Cielito fue totalmente revolucionario para la época porque hicimos un disco tecno... ¡pero de folklore!
     -Una novedad absoluta.
     -¡Claro! ¡Una novedad total! Fuimos los primeros en hacer un disco tecno de folklore. Todos los temas son re folklóricos y son re tecnos. El tema de Sixto es una chacarera; está Carito, que es un chamamé; Camino en llamas, que tiene unos ritmos medio raros, todo hecho con una máquina. Todo máquina y todas cosas disparadas con un Emulator II que le fuimos a pedir a Ernesto Acher, de Les Luthiers, ¿te acordás?  -le pregunta León a Gustavo Gauvry.
     -En ese disco también está el tema Por el camino perdido para el cual grabaron a un gallito  -acoto.
     -¡El gallito!  -exclama León, con tono rememorativo- ¡Estuvimos como siete horas para grabar un gallo!

     Cuando esa mañana abro la ventana del cuarto, descubro un gallito paseándose por el jardín. La que no está es la perra, me digo, por asociación animal. Salgo y la busco por todas partes. Quizás porque nos cuesta más admitir que se fue o que la perdimos, con Floki barajamos otras hipótesis y llegamos a la conclusión de que la perra se ha convertido en gallo.
     León también lo ve desde el estudio y dice, chasqueando los dedos:
     -Un gallo, eso es lo que necesitamos para el tema Por el camino perdido.
     -Yo tengo unos discos de efectos con sonidos de animales  -le ofrezco.
     -No  -interviene Gustavo Santaolalla y, siempre listo para alguna nueva epopeya, propone-: Tiene que ser el gallito éste.
     -Estaría bueno, pero va a ser un quilombo. No podemos traer el gallito al estudio y hacerlo cantar  -opino.
     -No importa  -insiste, invencible, Santaolalla-: saquemos un micrófono al parque y esperemos que cante. Ya está por amanecer.
     -¿Te parece?  -digo, todavía no muy convencido, pero igual empezamos a tirar unos cuantos metros de cable desde el estudio hacia el jardín.
     Poco después de que tenemos todo armado, empieza a clarear. Expectantes, esperamos el canto del gallo. Pero el sol va ascendiendo y el gallo no canta.
     -¿Será que es muy chico y todavía no sabe cantar?  -me pregunto en voz alta.
     A cincuenta metros del estudio el gallito se pasea, indiferente y ajeno a nuestros objetivos, por entre los autos del estacionamiento. De pronto se me ocurre algo:
     -¡Ya sé!  -le digo a mi asistente-: Prendé las luces del auto que yo me pongo a grabar.
     “¡Cocorocóoo! ¡Cocorocóoo!” arranca el gallito, a pleno, y queda inmortalizado como nuevo integrante del colorido elenco De Ushuaia a La Quiaca.

     El día que escuché esta anécdota puse el “revolucionario” volumen 1 más que para escuchar el tema Por el camino perdido, para escuchar al gallito. En el disco su canto dura no más de tres segundos, con toda la furia. Me acuerdo que pensé: nadie se debe imaginar las horas de trabajo que hay detrás de estos tres segundos. Volví a poner el tema varias veces, quizá con la ilusión de concitar para mí todo ese entusiasmo, la apuesta artística, la exploración de lo dado.
     Pero la belleza resiste la repetición. El gallo canta  para que uno despierte. La magnificencia no reside en la duración sino en haber escuchado. Y despertar.


Santaolalla y Gauvry junto a Aníbal Kerpel y Diego Villanueva, 
durante las grabaciones del disco de estudio "De Ushuaia a La Quiaca", 
en el Estudio Del Cielito. 1985. (Foto de Alejandra Palacios)





El sur también existe


El relato de toda la gira De Ushuaia a La Quiaca requirió que me encontrara tres veces con Gustavo Gauvry. Recién en la tercera reunión pudimos llegar a Ushuaia. El país es largo, incluso para recordarlo.
     -¿Hay algún otro elemento, además de los que ya mencionaste, que podrías señalar como particular de esta gira?  
     -El contraste  -dice, sin vacilar.
     Pienso en las fotos en blanco y negro de Alejandra Palacios. Otro de sus aciertos. Alejandra fue la tercera fotógrafa convocada para realizar la cobertura visual de la gira. Santaolalla se había contactado primero con José Luis Perotta, a quien conocía de las primeras épocas de Arco Iris, y luego con Andy Cherniavsky, “una fotógrafa muy buena”, según consigna Santaolalla en el libro De Ushuaia a La Quiaca, “que venía de Ibiza de hacer unas fotos con Los Abuelos de la Nada”. En el caso de Perotta, el presupuesto que les pasó no se condecía con la realidad del disco o de los discos que estaban por hacer. Por su parte, Andy no tenía ganas, en ese momento, de volver a viajar. Desde Los Ángeles, Gustavo Santaolalla seguía una revista llamada Cerdos y Peces. Le habían llamado la atención las fotos que ilustraban algunos de los artículos. La fotógrafa se llamaba Alejandra Palacios. Le preguntó a Andy si la conocía. Cherniavsky le dijo que trabajaba con ella, la tenía al lado. Y se la pasó.
     Hay que escuchar la historia narrada por sus protagonistas para comprender hasta qué punto Alejandra Palacios captó con sensibilidad exquisita los argumentos y contraargumentos de la gira. Pasé horas  -no exagero- contemplándolas. A medida que la narración iba sumando voces, yo volvía a las fotos como a un silencio potente, necesario, que permite conocer otra cosa o desde otro lugar.
     Después me di cuenta: toda la gira fue contada por hombres. Hecha por hombres. Alejandra Palacios nos proporciona, a través de sus fotos, una única mirada femenina. Los hombres acometen sus faenas y el ojo de una mujer los sigue con discreción y agudeza incomparables. La cámara de Alejandra nunca invade: rescata. Pone a salvo las actitudes, los gestos, todo aquello que los hombres han olvidado de sí. Ellos se vuelven otros gracias a ella. Y se vuelven, paradójicamente, más ellos mismos.
     Durante la gira, Santaolalla le recordaba: “Todo lo que está pasando es relevante”. Alejandra sacó 9000 fotos.
     Hay, no obstante, una foto que yo quisiera tener y no tengo: una de Gustavo Santaolalla y Alejandra Palacios. Hoy son marido y mujer, y tienen dos hijos. La relación  se inició en esa gira.


Leon Gieco junto al Canal Beagle, Tierra del Fuego, durante la grabación 
"De Ushuaia a La Quiaca". 1985 (Foto de Alejandra Palacios)


     -En Ushuaia  -sigue Gustavo Gauvry- hacía un frío terrible. A las cuatro de la tarde ya era de noche; a las once de la mañana era de noche.
     -No fueron en la mejor época.
     -No. Era muy loco porque hacía apenas unos meses habíamos estado trabajando en medio de un calor insoportable y los mismos baúles que decían “Del Cielito” y que Alejandra había fotografiado en una pirca del norte, en la arena del desierto, ahora aparecían en la nieve de Ushuaia.

     Son las diez de la mañana y está amaneciendo en Ushuaia. Nos avisan que en una hora saldremos para el Río Pipo, donde vamos a grabar hoy. Yo me apuro para poder comprar antes una botella de vodka.
     -¡Andá, borracho! ¡Cualquier excusa es buena, eh! -me cargan los chicos que filman.
     -Ya van a venir  -les contesto con aire previsor.
     Estamos grabando a León y a Isabel Parra sobre el río congelado. El frío nos cala los huesos. En un alto de la grabación me patino y me voy de cabeza contra el piso de hielo. Como quien busca un poco de calor y consuelo,  abro la botella de vodka. Los cuarenta y cinco grados del alcohol pasan por mi garganta como si fueran agua mineral. Enseguida todos se me vienen al humo y me ruegan por un trago. El vodka, pese a todo, trae cierta reminiscencia del fuego.





Y con un sueño en un lugar,
te espero


-La idea de esta gira vos la tuviste en un momento muy temprano de tu carrera  -le digo a León-. Ya en el año ’73, en una entrevista que te hace la revista Pelo, hablás de tu interés en hacer una gira gigantesca por todas las provincias.
     -¿Ah, sí? Mirá vos...  -me dice un León asombrado.
     -Una idea que se concreta diez u once años más tarde. ¿Hubo en tu vida otras visiones tempranas que se terminaron convirtiendo en realidades?
     -Todas. Todas las cosas que yo voy haciendo vienen de unos años atrás, lo que pasa es que me olvido que las digo. Pero lo mejor que hay, cuando vos querés lograr algo, es comentarlo.
     Lo miro como diciendo: “Algunos piensan exactamente lo contrario” y es increíble lo rápida y certera que a veces es la información que viaja a través de las miradas porque León me contesta:
     -Excepto que se trate de una idea original que vos no querés comentar por temor de que te la roben, una cosa así. Pero si no, está bueno decirlo porque te comprometés. Si vos explicás tu idea en un reportaje, ya te comprometiste. Yo, por ejemplo, ya estoy diciendo una cosa que es casi imposible pero que podría ser posible: continuar con la gira De Ushuaia a La Quiaca.
     -Hace rato que estás diciendo eso.
     -Claro, hace cinco años que lo estoy diciendo.
     -¿Y por qué te parece casi imposible?
     -Bueno, porque tenés que abandonar un montón de cosas. Además esta vez sería totalmente diferente. Tendríamos un micro donde estén armadas dos salas: una para editar video y otra para editar audio. Y el material que registramos durante el día, lo editaríamos esa misma noche, viste. Por ejemplo: “Bueno, ¿qué hacemos ahora? Y bueno, nos pegamos un baño y editamos”. Ese bus, por otra parte, tendría que estar instalado dos o tres meses en cada provincia porque eso nos permitiría investigar y hacer una recopilación no sólo de la música del lugar sino de otras expresiones artísticas tales como poesía, escultura, pintura. Entonces vos, el día de mañana, te hacés un libro dividido en capítulos: cada capítulo, una provincia. Cada provincia, varios subcapítulos: música, arte, literatura. Poder hacer algo así sería muy piola.
     -Ya lo creo.
     -Cuando vos tenés una visión o un proyecto, tenés que pensar cuál sería el punto más high de la cuestión. Y para mí, el corolario de esto sería estar en una laguna que yo conozco, en Jujuy, donde hay flamencos, con el micro estacionado, un chivito haciéndose a la parrilla, y laburando; tomándonos unos vinitos y laburando, mezclando el audio y el video de lo que estuvimos haciendo hace dos, tres días en Jujuy. Y tener electricidad para poder tener Internet y estar mandándole una última baguala a David Byrne, por ejemplo, o a Peter Gabriel.
     “¿Y yo podría ir como cronista?” le pregunté adentro mío. León se quedó callado. Gustavo también.
     -Me voy a servir un vaso de agua  -le dije a León y me paré.
     Había momentos, durante las entrevistas, en los que necesitaba refrescarme, salir de la conversación, ubicarme no frente al personaje sino del mismo lado. Del mismo lado las reglas eran otras. El juego cambiaba. Ponderé las molduras y la vista de las ventanas.
     -Esta casa la recicló Alicia  -detalló León-. Las molduras eran horribles, estaban pintadas de verde.
     Miré por la ventana hacia la calle y me pregunté si habría alguna fórmula para lograr un matrimonio perdurable y feliz. Aun sabiendo de antemano la inutilidad que su respuesta tendría en mi caso, se lo pregunté también a León.
      -Sí  -dijo, y yo dejé la ventana-: en primer lugar, no trabajar juntos. O sea: estar medianamente separados a nivel físico. Nosotros con mi mujer funcionamos así: no nos podemos ver todos los días. Nosotros estamos juntos un fin de semana que yo no toco y ya nos estamos peleando, viste, porque hay algo anormal.
     -O sea que a tu matrimonio lo salvó la música  -dije mientras volvía a sentarme.
     -Y bueno, puede ser, por qué no. Nosotros todo lo hacemos los lunes, martes y miércoles: ir al cine, a ver una muestra de obras de arte y qué sé yo. Vamos los lunes, martes y miércoles porque no hay nadie. Yo a veces me pierdo de un montón de cosas, viste. De vez en cuando quisiera ser un anónimo para no perderme cosas. El otro día, por ejemplo, había una muestra de vinos ahí, en la Sociedad Rural. Me fui con un barbijo, loco  -lo mira a Gustavo-: con un gorro y un barbijo. Cuando salgo a andar en bicicleta también: me pongo un barbijo. La gente piensa que es por el smog.
     -Pero es por la gente  -acoto.
     -Es que si no  -dice, como si se disculpara-  tengo que estar saludando a todo el mundo y no puedo andar en bicicleta. Entonces salgo con barbijo, hago gimnasia con barbijo...
     -¿Hacés gimnasia en el parque?
     -Y sí, dónde voy a hacer si no.
     -No sé, en el gimnasio, en tu casa.
     -Es que a mí me gusta salir a caminar y escuchar discos. Es el único momento en que yo escucho discos. Por mi edad, por la edad que tengo, no me banco estar escuchando un disco de Los Beatles cruzado de brazos: siento que estoy perdiendo el tiempo. Y si además de caminar y escuchar música pudiera leer una novela, te juro que lo haría, sería bárbaro porque hay tantas cosas para leer, tantas cosas para escuchar.
     -Y además debés de tener muchos proyectos que querés llevar adelante.
     -Y aparte la cantidad de proyectos que uno tiene permanentemente, desde ya. Para ver películas, por ejemplo, utilizo otro sistema: una bicicleta que tengo en casa, de esas que tienen los pedales adelante. Así que me pongo una película y mientras la veo me bajo de paso unas dos mil calorías. Porque si no: ¿dónde pongo la cabeza? Si sólo ando en bicicleta fija: ¿dónde pongo la mente?
     -La parte que no tenés puesta en ningún lado te come.
     -Te entra como un cuervo y te come el bocho. Yo ya no tengo más la paciencia que teníamos cuando éramos pibes  -lo mira a Gustavo- que nos tirábamos a escuchar Pink Floyd fumando un porro. No me cabe más ésa. ¿Cuántos años de vida me quedan? ¡Con suerte quince años!
     -Productivos -agrego, quizás para atenuar el veredicto, para alejar lo más posible la sombra despiadada del final. Y porque siempre me resulta conmovedor escuchar a alguien que no se engaña, que no te dora la píldora, que está parado en la realidad con todo el valor y la sinceridad de que es capaz.
     -Con suerte quince años productivos  -sigue León-: hasta los setenta, ¿no? El promedio es de setenta, no jodamos. El promedio de vida del hombre es de setenta años. La mujer dura diez años más. Porque no fumó, porque procrea y porque tiene un montón de reservas que el hombre no tiene. Vos ponés a un tipo en una máquina para transpirar y el tipo baja mil quinientas calorías. Ponés a una mujer y baja doscientas, viste. ¿Por qué? Porque tiene un montón de reservas que el hombre no.
     -Y también más problemas de gordura -le digo para definitivamente trivializar el tema de la muerte. Ya no se trata de la cantidad de años que podríamos vivir sino de la cantidad de calorías que podemos quemar. Yo no quiero que te mueras León, ¿para qué fijarle un límite al aliento? Por favor, sigamos pedaleando.
     -Escuchame  -León hace una pausa-: somos dos seres diferentes. No tienen nada que ver el hombre con la mujer. No podés comparar a una persona que procrea, que puede inflarse una panza y sacar una criatura, loco.
     -¿No serán de otro planeta?  -interviene Gus.
     -Son de otro planeta  -confirma León-. Mirá  -me dice-: yo soy ateo pero a veces estas cosas me hacen creer en Dios.
     Al rato bajamos. Gustavo y León se meten en el estudio. Los veo hablar con el técnico desde el otro lado del vidrio. Después León entra en la sala.
     -Acá también hay una vista muy linda  -comento señalando los árboles de la vereda.
     -Si te situás acá  -me dice León arrinconándose- tenés la vista de las tres ventanas: las de la sala y la del estudio.
     Camino hasta donde León me espera plegado y me aplasto a su lado. Nos quedamos callados, observando la sombra triplicada de los paraísos.
     Gustavo sale del estudio. Es hora de irse. Nos  despedimos con profusión de besos, abrazos y promesas de reencuentro.
     Bajamos los escalones que terminan en la calle, caminamos unos metros y subimos al auto. Yo me siento exultante, llena de energía. Miro a Gus de reojo. Sé que se siente igual porque enseguida me invita a almorzar.
     -¿Te das cuenta?  -me dice algo después, cuando bordeamos los parques de Palermo-. Yo hice el Cielito para estos tipos.
     Tipos singulares, pienso, creativos, inquietos. Lindos, lindos tipos.
     -Tendríamos que hacer la película del Cielito, también  -opino-. Ya tenemos a Violeta, que es directora de cine y vestuarista. Floki podría hacer los decorados y Paul encargarse de la producción.
     -¿Y vos qué harías?  -me pregunta Gustavo.
     -Buscarme un novio rockero  -respondo-. Para que mi fascinación retórica por el Cielito, se convierta en  fascinación narrativa.
     Gustavo clava los frenos en el semáforo y me mira. Sonrío. No me pregunta qué quiero decir con eso o a qué me refiero. Me mira. Eso es todo. Asomo levemente la cabeza por la ventanilla y busco en el parque, tal vez, otras palabras.
     Entonces lo veo venir. León avanza con la bicicleta hasta el semáforo que está rojo para nosotros. Mi primer impulso es bajar y saludarlo de nuevo, saludarlo siempre. Pero veo también el barbijo y los auriculares, y eso me detiene. Gus le toca bocina y él, sin girar la cabeza, sin vernos, hace un adiós con la mano.
     Atónitos, reconocemos el ser anónimo. Su potencia. Su fe. Su obstinación. Su fragilidad. León pasa con todo su caudal de energía pisando los talones del tiempo. Y enseguida su figura se desvanece en la ciudad fugaz.
     La contemplación no dura mucho. El semáforo, ahora verde, nos impele a seguir.


Santaolalla, Gauvry, Gieco y el Cuchi Leguizamón
 escuchando la toma de "Maturana". 1985 (Foto de Alejandra Palacios)







Segunda parte


Del Cielito Records

La creación del sello discográfico


“Por todas partes voy buscando un parlante
 por todas partes voy buscando así,
 solo, con mi cono de lluvia”.

Luis Alberto Spinetta,
Parlante





El rol del productor


-La idea de crear un sello siempre estuvo implícita  -me dice Gus-. Pero de alguna manera se demoró porque de entrada hubo tal aluvión de grabaciones en la cabaña y también de shows en vivo que no tenía tiempo de sentarme y pensar en producir a una banda. Hubo, no obstante, algunos emprendimientos en este sentido, como por ejemplo Suéter, el grupo de Miguel Zavaleta. Suéter estaba en la órbita de Daniel Grinbank, que tenía una oficina de representación de artistas donde también estaba David, con Serú Girán. Y estaban ahí, en la cola, esperando que Grinbank los hiciera grabar. Entonces nosotros, para hacerles la gamba, los invitamos a que grabaran en el estudio así podían arrancar de una vez con su proyecto discográfico. En lugar de estar esperando a que Grinbank les diera horarios en algún estudio podían llevarle una cinta ya terminada para que el tipo agarrara y la publicara. O sea que, de alguna manera, yo me estaba asociando a ellos en un proyecto de producción. Además, el estudio independiente y la productora independiente eran como dos cosas que venían de la mano. Así como nosotros, en el ámbito de Serú, habíamos soñado con tener un estudio propio en consonancia con lo que estaba pasando en Europa y en Estados Unidos en esa época, también habían empezado a surgir los sellos independientes. Incluso las grandes bandas empezaron a armar su propio sello, como por ejemplo Los Beatles, que crearon Apple. Por otra parte la idea del sello independiente estuvo muy ligada al rock porque los músicos de rock en general se sentían encorsetados en una estructura de compañía discográfica tradicional. Como en ese momento el rock no era lo que más vendía y por eso no interesaba mayormente a las compañías, a veces, como nos contaba Luis, te presionaban para que grabaras algo más comercial, de alguna manera tenías que hacer algo parecido a... no sé, a lo que hacía Palito Ortega. Todas estas cosas quedaban resueltas, obviamente, si tenías tu propio sello y tu propio estudio.
     -En este caso los músicos podían trabajar con total libertad.
     -Claro. De hecho, ésa era la razón por la cual no existían los productores discográficos en nuestro país: si eras un músico de rock, sentías que se te iba a meter un tipo ahí, en el estudio, para convertirte las canciones, cambiarte las letras, darte un perfil más mainstream. Y eso era justamente lo contrario a lo que querían los músicos de rock.
     -¿No existían productores discográficos o no existían productores discográficos de rock?
     -Había productores pero producían lo que en ese momento se llamaba música beat. En cambio, la música progresiva, de vanguardia, de angustia, de exploración, la música que fusionaba ritmos, que buscaba la manera de explorar nuevos sonidos, nuevos ritmos, nuevas fronteras, no les interesaba para nada. A las compañías les interesaba vender. Entonces si a vos te metían un productor...
     -Posiblemente desvirtuara lo que vos hacías en función de lo que la compañía quería. ¿Siempre que entrabas en una compañía te ponían un productor?
     -Sí, bueno, eso era lo que la compañía quería y en general el grupo trataba de que no. Era como una reivindicación...
     -De la libertad creadora.
     -Claro, es decir: “A mí no me produce nadie y yo hago lo que quiero”. Lo que pasa es que no siempre lo lograban. O pasaba que, en realidad, se metían en el estudio y no tenían idea de lo que había que hacer. O terminaban sonando muy mal porque no sabían cómo grabar, cómo lograr lo que querían, lo que se les ocurría. En Europa, en cambio, los músicos sí contaban con alguien que los guiaba adentro del estudio, que los orientaba, alguien con quien podían compartir el proceso creativo, que fuera como un espejo, un buen interlocutor, alguien que te dijera “mirá, esto está bueno, esto está malo, acá convendría hacer tal cosa, tal otra, esto está desafinado o esto no sé qué”. Había como un interlocutor calificado y respetado por el músico. Acá no. Acá durante muchos años no existieron los productores. Es algo que en el rock empezó prácticamente en los ’80. Lo que pasa es que, como te dije antes, la idea de crear un sello independiente terminaba quedando siempre postergada. Por un lado, porque el estudio era chico y casero: no había una gran capacidad horaria, no se podía grabar día y noche, con distintos técnicos y distintas bandas. Las grabaciones siempre se hacían de a una. Por otra parte, como el estudio era novedoso y empezó a generar discos que tuvieron gran éxito, había mucho trabajo. Y todavía necesitábamos invertir en la construcción del nuevo estudio y en seguir incorporando máquinas y tecnología. No podíamos dedicarnos a producir lo que nosotros queríamos. Entonces durante los primeros años el estudio funcionó como un estudio de grabación que se alquilaba, se contrataba. A veces sí se hacían pequeñas producciones como demos o discos que después tratábamos de colocar, como fue el disco de Suéter, que te mencioné antes. Pero la idea de hacer un sello independiente quedó ahí, como en stand by. Hasta que aparecieron los Ratones Paranoicos.
     Gustavo Gauvry hace una pausa.
     -¿Querés un té?   -ofrezco.
    Sigue haciendo frío y ha empezado a llover.
    Estamos en casa.


 Ratones Paranoicos. 1986
(Foto de Héctor Milberg)





Ratoneándome


-Llamalo y arreglá vos directamente  -me dice Gus y me pasa su teléfono.      
     Ni asistentes, ni secretarias, ni mánagers. Llamo y atiende Juanse.
     -¿Cuándo te parece que nos podemos juntar?  -pregunto no sin cierto comedimiento.
     -Mirá, no te digo que te vengas ahora porque justo estoy por salir pero tratándose de Gus y el Cielito… en cualquier momento. Mañana si querés.
     -Quiero.
     La absoluta disponibilidad del hombre de Devoto no era una pose, no era una mentira, tampoco era una verdad: era un deseo.
     Lo siguiente, entonces, fue la dilación. A mi “quiero” siguió un “llamame mañana”. Eso hice. La respuesta a ese llamado fue: “hoy no”. Esta modalidad se repitió durante dos o tres semanas. Yo lo llamaba a su casa, al celular, otra vez a su casa. Él insistía con vehemencia: “llamame, llamame”. Yo nunca me había sentido tan feliz con alguien capaz de decirme que no tantas veces seguidas. 
     Un día, finalmente, toco el portero de la dirección que me dio. En el palier descubro un espejo. Me acomodo el cuello de la camisa y el pelo. Varios escalones más abajo, el viento desparrama hojas por la vereda y una anciana,  en un gesto tan inútil como el mío, da pasitos cortos y rígidos más atenta a los cabellos que quieren huir de su cabeza que a las anfractuosidades de las baldosas. Cuando vuelvo a mirar hacia el hall, veo venir, a través del vidrio, una mujer joven y rubia.
     -Hola  -me dice después de abrir la puerta-. Soy la mujer de Juanse.
     Julieta es suave y delicada. En el ascensor comenta lo  ocupado que está Juanse. El tono es menos de queja que de preocupación. Le pregunto cuántos chicos tienen. Dos, me dice con la voz y con los dedos de una mano. Y sin que yo se lo pida me dice también los nombres y las edades. Entramos por la puerta de servicio porque tienen un problema con la cerradura de la entrada principal. En la cocina, una señora circunspecta que prepara mate, se apresura a sacudir sus manos y secarlas en su falda o delantal. Sobre la cabeza parece llevar un gran gorro hecho con inverosímiles copos de nieve. La nieve no cae pero más abajo, como si procediera de allí, una sonrisa quieta, silente y moderada, se instaura en el rostro de la señora.
     -Ella es mi suegra  -presenta Julieta.
     La señora realmente se parece al chico que inventó la patria stone. La saludo y paso al comedor donde,  somnoliento y con el pelo revuelto, encuentro a Juanse esperándome. Señalo mi reloj pulsera, me disculpo. Habíamos hablado por teléfono tantas veces quedando para el día siguiente y hubo para esa cita hipotética y reiterada tanta cancelación, que cuando finalmente el día llegó, yo esperaba que me dijera “hoy no” y él esperaba que llegara a las dos.
     Lo llamó a Gus y Gus, azorado, me llamó a mí: “¿Qué pasó, Cande? Juanse te está esperando”. Marqué su número y con el tono afable y práctico de quien se encuentra a la vuelta, le dije: “Voy para allá”. Estaba en la otra punta de la ciudad. Llamé a un remís.
     -¿Qué tomás? 
     -Un café  -respondo.
     -Sentate donde quieras, acá hay un sillón  -su brazo se extiende en dirección al living y enseguida todo él desaparece.
     Observo la gran mesa de comedor y a la derecha, ingresando en el otro ambiente, un sofá de cuerina blanca de dos cuerpos, profundo, uno de esos en los que te sentás y te hundís a tal punto que para salir de un modo más o menos elegante necesitás ir corriéndote con disimulo hasta el borde. Pero el problema, cotejo, no es sólo el sillón o sofá. El problema es que las sillas y los butacones que completan el living están ocupados por guitarras. Un montón de guitarras duplicadas, al igual que las sillas, en el espejo que tapiza la pared del fondo. Pienso: “No nos va a quedar otra que sentarnos en el sillón de cuerina”.
    Unos días atrás, quizá como resultado de mi reciente separación, o de la pícara provocación de la vida que, como se dice, tras cartón me presentaba tantos personajes atrayentes, o de mi impensada respuesta a aquella pregunta de Gus (“¿Y vos qué harías?”. “Buscarme un novio rockero”) o de la diaria o casi diaria interacción telefónica con Juanse, o de todo eso junto, unos días atrás, decía, había soñado con Juanse. En el sueño, él me estampaba un beso.
    “Nos vamos a sentar”, sigo pensando ahora, en su casa, “y vamos a quedar sepultados en este sofá, uno junto al otro. Nuestras piernas van a rozarse. El grabadorcito digital se va a deslizar hacia mí, el otro ni siquiera se va a sostener parado, arriba de toda esta blandura blanca”. Miro alrededor en busca de una mesa ratona. Ninguna mesa. “Además”, continúo en mi soliloquio, “está el tema de las hojas, si eventualmente tengo que sacarlas, tal vez también se me deslicen, tapen el micrófono de los grabadores, se caigan al suelo. Y después ahí, los dos recogiendo por el piso, cabeza contra cabeza”.
     A todas las entrevistas había llevado, impresas, una serie de preguntas. El trabajo de formularlas por escrito me obligaba a recorrer la biografía de los entrevistados y a recordar los hitos de sus carreras. Nunca tuve que apelar a ellas pero saber que las guardaba en el bolso me hacía sentir más segura. Uno nunca sabe, me decía, a dónde lo pueden llevar las pleamares y bajamares del diálogo: a qué selva tropical, a qué isla desierta.
     Me imagino siendo tragada por la ciénaga de cuerina blanca. “Alcanzame esa hoja”, le imploro a Juanse con un brazo saliendo del miasma vaporoso, “alcanzame esa hoja que está adentro del cuaderno azul, no sé qué corno preguntarte”. Y Juanse, también hundiéndose: “No llego, las hojas se fueron para tu lado, pero por qué no improvisás, por qué no te soltás un poco, esto es rock, nena, sólo un poco de rock & roll”.
     Es demasiado riesgoso. Cuando vuelve con el café me encuentra finamente sentada a la mesa del comedor.
     -¿Te parece bien que nos quedemos acá?
     -Donde vos quieras.
     Me había salvado de la ciénaga.
     Dos horas después saludo de nuevo a toda la familia. La hija acaba de llegar del colegio o de baile. La mamá de Juanse me agradece, no sé por qué, pero me agradece. No sé qué decirle. Probablemente le digo o pienso que la agradecida soy yo. Todos resultaron tan sencillos y amables. Me siento como cuando voy a la casa de mi abuela. Suele haber bastante gente siempre en lo de mi abuela. Y cuando te vas todos salen a la puerta y dicen adiós con la mano como si te marcharas al fin del mundo. Acá fue un poco así también, el panel femenino de Juanse a pleno, diciéndome adiós y gracias y suerte con el libro.
    Juanse baja conmigo para abrirme. En el ascensor, me alienta para que escriba una historia “bien gorda” y me ofrece fotos. “Espero que todo lo que hablamos te sirva de algo”.
     Salgo a la calle. Me acompaña, apenas rezagado. Bajamos los escalones de la entrada. En la vereda el viento es fuerte, hace que nuestras cabelleras nos dejen atrás. Me doy vuelta para saludarlo. Los brazos con que nos acercamos crean un hueco que no es como la desolación del invierno. En ese hueco cálido me río. Juanse quiere conocer el motivo. “¿Qué pasa?”, pregunta. Muevo la cabeza y no le digo que es él, que él está pasando o me pasa.






Marta



Al día siguiente Gustavo Gauvry me llamó para preguntarme cómo me había ido.
     -Nos besamos  -confesé.
     -¿Cómo que se besaron?
     -Así, como lo escuchás: nos besamos. Un beso rockero.
     Oigo una risa corta, áspera.
     -¿Y cómo es un beso rockero?
     -Tumultuoso.
     -¿Fue durante la entrevista? ¿En su casa?  -Gauvry no daba crédito.
     -No: en un sueño.
     -Ah, menos mal. Me habías asustado.
     -Te dije que me iba a buscar un novio rockero.
     Como él no replicó nada, seguí:
     -Mi inconsciente ya empezó a tender redes. Primero el sueño erótico. A continuación, el encuentro. Juanse estuvo de acuerdo  -mentí.
     -Lo voy a tener que llamar a Juanse.
     -Pero somos grandes, Gus. ¿Qué le vas a decir? ¿“No debiste besar a mi biógrafa”?
     -¿Me estás diciendo que entonces pasó algo?
     -Claro que pasó.
     -Bueno, no sé  -se malhumoró Gauvry-. Eso no lo pongas. No le interesa a la historia.
     -Vamos… cómo que no. Es lo más jugoso. Literalmente.
     -Escuchame, te tengo que dejar. Estoy por pasar un peaje.
     -¿No querés saber lo que me dijo Juanse?
     -Ahora no. Te llamo la semana que viene.
     -¡Pero hoy es martes recién!
     -Podés pasarme la entrevista por escrito.
     -Juanse me dijo en qué parte del jardín está enterrado el enano.
     -¿Dónde?  -se interesó, por fin.
     -Te llamo la semana que viene y te cuento con lujo de detalles.
     Diez minutos después tocó el timbre de mi casa.
     Y le tuve que contar.


     -Yo le agradezco a Gustavo todo lo que me pasó a mí durante estos años.
     Marta tiene las manos entrelazadas sobre el delantal de cocina y se las queda mirando.
     -Hace dieciocho años que estoy  -ahora levanta la vista-. El tres de diciembre se cumplieron dieciocho años. Me acuerdo que había venido por quince días nada más. Una señora me trajo, porque se iba de vacaciones. Ella vivía cerca de mi casa y tenía un nene. El nene quedaba conmigo cuando ella venía a trabajar. Y un día viene y me dice: “Marta, necesitan una chica porque yo me quiero ir unos días”. Entonces vine por quince días y me quedé dieciocho años. Cuando me pongo a pensar me pregunto si no me habrán echado un montón de veces y no me di cuenta.
     Era un viernes de mediados de febrero, muy caluroso. Gus me había pasado a buscar a la mañana temprano para ir al estudio. Cuando llegamos, Pablo nos informó que los viernes Marta llegaba al mediodía. Pablo hace tareas de todo tipo en el estudio. Ese día me presentó a Mora y a Gua Gua, las perras de Cordera. Gus había subido a su nave del segundo piso. Tenía que trabajar. Así que anduve por ahí, revoloteando. El calor apretaba. Me saqué las zapatillas y sumergí los pies en el agua. Pablo se acercó y me dijo que podía buscarme alguna malla. Las chicas siempre las dejaban. No le pregunté qué chicas. Imaginé fiestas acuáticas y mujeres rientes que se dejaban tirar al agua completamente desnudas. Aunque me estaba insolando, le dije que me encontraba perfectamente, no hacía falta que buscara ninguna malla.  Gua Gua, al vernos junto a la pileta empezó a trotar. Venía del fondo, con la panza y las patas totalmente embarradas. Se zambulló. Ahora se acercaba nadando.  Pablo comentó que a Gua Gua le encantaba nadar. Mora, en cambio, prefería refregarse en los charcos, al lado de las plantas. Si el karma existía, pensé, estas perras tenían del bueno. Eran las únicas que ese mediodía tórrido hacían uso de la pileta y el parque con fines netamente recreativos. Todos los demás trabajaban. Y yo esperaba a Marta.
     Sacudí los pies y me dirigí a la cabaña. Abrí la puerta. Pedí permiso para pasar a una penumbrosa oquedad. Nadie me respondió. Entré. En la habitación que había sido de Gustavo y Floki todavía imperaba una cama matrimonial. Prendí el aire acondicionado y me tiré.
     A pesar de que la espera en cualquier lugar que no sea mi casa, donde puedo hacer otras cosas, me produce un enorme fastidio, sentí que estaba exactamente donde quería estar. “El lugar elige a las personas”, me había dicho Gustavo Gauvry  una vez, refiriéndose al estudio. Giré hacia un costado y me acurruqué. La habitación empezaba a enfriarse. Antes de cerrar los ojos observé la colcha: había un par de pelos negros, duros y espiralados. Instantáneamente los relacioné con ciertas zonas del cuerpo y con ciertas actividades de esa zona. Di un respingo y salté de la cama. Me sacudí la ropa y la piel. Volví a mirar la colcha. Quería detectar si también había manchas. Blanco amarillentas u otro tipo de manchas. Y sí: había todo tipo de manchas. Me senté en una silla  junto al escritorio. Corrí un poco las cortinas. El jardín se veía quieto como una estampa y yo empezaba a aburrirme. Abrí el cajón del escritorio para ver si encontraba algún libro. ¿Qué esperaba? ¿Encontrar una Biblia, como en los hoteles? Encontré una caja abierta de preservativos.
     Cuando llamaron a la puerta me sobresalté.





Raros Ratones


-¿Qué fue lo que primero te llamó la atención cuando conociste a los Ratones Paranoicos? 
     Estamos comiendo las empanadas fritas que hace mi vecino. Torres tiene una parrillita ambulante que al mediodía arrastra hasta la avenida serpenteante. Se escuchan insistentes golpes de martillo en el departamento de al lado.
     Gauvry muerde una punta de empanada. El humo asciende por el lado izquierdo de su cara. Traga el trozo de repulgue y sopla en el cráter. Entra de inmediato en el recuerdo. Sonríe.
     -Las pintadas. Pero todavía no los conocía. Hubo una, sobre todo, que me llamó la atención: estaba delante de la Escuela de Mecánica de la Armada. Era el año ’82 u ’83, no me acuerdo bien. La pintada decía Ratones Paranoicos y yo me pregunté qué sería eso, porque en esa época los grafitis todavía no se habían popularizado; de hecho los Ratones fueron los primeros que salieron a pintar paredes con el nombre de la banda. Yo todos los días pasaba por ahí y me preguntaba si tendría algo que ver con la paranoia o con los desaparecidos.

     Tiene los codos apoyados en la mesa y fuma. Observo la vehemencia de sus manos, las lentas piedras metálicas que raspan el aire cuando mueve los dedos cargados.
     -En el ’79  -dice Juanse- hice un viaje a Brasil. Habíamos decidido tomarnos un descanso con Pablo porque estábamos todo el tiempo juntos y éramos dos personalidades muy obsesivas y fuertes, entonces claro, nos terminábamos saturando el uno al otro. Y en Brasil veo en las calles que las bandas, no las bandas de rock sino las bandas, se mandaban mensajes con aerosol. Me llamó mucho la atención. Y mientras yo pestañeaba y veía eso desde el colectivo, ahí en Flamingo, cuando cerraba los ojos veía toda la Capital blanca. Entonces me dije: “Esto es. Con esto por lo menos nos vamos a dar a conocer”.


     Doy otro mordisco a la empanada. Gustavo ya va por la segunda. Se apresura a tragar. Tiene el bollito de una servilleta de papel en la mano.
     -Pablo Memi, un primo mío unos cuantos años menor que yo, me dice que tiene un grupo y quiere venir al estudio para mostrarme lo que hacen. Arreglamos. Una tarde se aparece por el estudio con otro chico de la banda. Se presentan como los Ratones Paranoicos. Entonces ahí me cayó la ficha de que ellos eran los de las pintadas. El pibe que vino con Pablo era Juanse. En ese momento me llamó mucho la atención porque lo veía así como muy inquieto, muy... era todo un personaje. Por la forma en que me habló pude ver enseguida que él estaba muy seguro respecto de lo que quería hacer, de su ambición artística de querer ser una estrella de rock. Era un chico de veinte, ventidós años a lo sumo y sin embargo, tenía un perfil, una determinación tal que se veía claramente que el tipo algo iba a lograr. Me hicieron escuchar un casete que habían grabado en el garage de la casa de mi primo, en Devoto. Y me gustó porque lo que ellos querían hacer no tenía nada que ver con lo que estaba de moda. En ese momento tenían mucho auge los grupos pop: Virus, Soda Stereo, Zas y toda esa moda bien característica de la música de los ’80: mucho colorido, peinados raros, músicas muy plásticas, sonidos muy electrónicos. Y ellos odiaban todo eso, hablaban pestes de todo eso. El famoso sonido de tambor que hace qshhh, es bien de los ’80; como decía un músico, Rinaldo Rafanelli, “tambor con sebita”. Y ellos no, ellos querían sonar...

     -No quiero sonar moderno  -se impacienta Juanse-. No quiero cámara en la voz, me hace sentir que estoy cantando adentro de una cámara... ¡pero de auto! Yo quiero que mi voz suene normal, como la de un tipo cantando con un micrófono. Lo que nos gusta es el sonido inglés.
     Que un chico de veintidós años diga eso en 1984, en pleno auge de las primeras máquinas, el tecno y demás modernidades, me causa una mezcla de sorpresa, respeto y alivio. Está claro que a los Ratones Paranoicos no les interesa la moda pop que invade Buenos Aires, los colores chillones, los sonidos plásticos, los peinados batidos. Es evidente que nunca escucharon rock sinfónico, ni jazz rock, ni acid house. Sus fuentes son obvias: Sex Pistols, Iggy Pop, NY Dolls, Lou Reed, Stones.
     -Es más  -insiste Juanse, doblando la apuesta-: no me copa el sonido de ‘estudio’. Los monitores suenan demasiado perfectos, me gusta más el sonido de los bafles Audinac que tengo en mi casa. Lo que suena bien ahí sé que va a sonar bien en cualquier parte.
     -¡Pero los Audinac son un bochorno!  -me alarmo, porque ya me lo veo venir-. En los setenta eran de lo mejorcito que se fabricaba acá, pero a esta altura...
     -¿No te animarías a mezclarnos el disco con mis bafles?  -arriesga con timidez.
     -Y bueno, dale…-respondo aceptando el desafío.

     -Era muy gracioso cómo se expresaba  -Gus sonríe y clava la mirada en la bandeja de cartón-. Lo vi como un tipo carismático, original, y que tenía muy claro lo que quería hacer.
     -Para mí ya está bien  -con un gesto de la mano invito a que se sirva la última empanada.


Gustavo Gauvry y los Ratones Paranoicos. 1986
(Foto de Elina Memi)



     Juanse prende un cigarrillo,  le da una pitada y tira el humo hacia arriba, de perfil a mí. Bebo un sorbo de café y lo miro.
     -Nosotros no queríamos tanta distorsión como sustain, que era algo que a él le gustaba. Si hay algo en lo que somos como una misma persona con Gustavo, es en ese aspecto: nos gusta el sustain, el delay y la compresión, digamos. Esas son cosas que básicamente manejamos cuando trabajamos juntos. Él es un verdadero artista en eso y creo haber aprendido mucho. Y era algo que yo ya tenía antes de conocerlo. Eso generó una conexión muy directa. Fue como si volviéramos a encontrarnos después de no hablar durante mucho tiempo. El resto de la banda quedó un poco abstraído de la comunicación que se dio entre nosotros.

    
     La bandeja de cartón está vacía y grasienta.
     -Vas a tener que pintar pronto esta mesa  -observa Gustavo- si no se te va a manchar toda  -es una mesa de pino, comprada en el Puerto de Frutos de Tigre, una semana atrás.
     -¿Y cómo la pinto?
     -Diluís en partes iguales barniz y aguarrás. Le das una mano. Cuando se seca la lijás y le das dos manos más de barniz.
     -Lo extraño  -confieso.
     La mirada de Gus estaciona a la vera de estas palabras. No diría que me mira, aunque lo hace. No diría que espera alguna otra explicación, aunque también lo hace. Se presenta con la magnanimidad silenciosa de un refugio  en una noche de tormenta. O con la de un oasis, para quien transita el desierto. No señala el agua o el albergue. No hace bulla. Ofrece lo que tiene  -todo lo que tiene- con gestos mínimos pero incontrovertibles. No hace, jamás, de su generosidad una escena.
     -Eso no implica que no lo odie también. ¿Alguna vez extrañaste a alguien a quien odiabas?
     Gus no dice nada. Doblo en dos la bandeja de cartón, tomo también las servilletas de papel arrugadas y llevo todo a la cocina. Piso el pedal del tacho de basura y levanto la voz:
     -La mano del hombre, es eso: su presencia en la casa, no tener que preguntar algunas cosas. O no tener que hacerlas.
     -Y sí. Es lógico  -al otro lado del vano de la puerta, Gus se inclina en su silla para encuadrarme-. A mí me parece bien que las mujeres no sepan ni quieran hacer algunas cosas que los hombres solemos hacer naturalmente bien. Está bueno que podamos ayudarnos, que podamos complementarnos. La semana que viene voy a estar muy ocupado, tengo que grabar a unos chicos, pero después podría venirme un día y te la pinto.
    
     Algo así como diez días después, revuelvo con una ramita el barniz y el agua ras. Gus quita el envoltorio transparente que cubre las cerdas de un pincel.
    -A mí me gustaba esa música  -dice-. Me gustaba la música inglesa, me gustaban los grupos que le gustaban a Juanse, que acá no habían sido muy difundidos, exceptuando los Rolling Stones. Igual los Rolling Stones, en los ’80 no eran tan conocidos en la Argentina; en ese momento no hubieran llenado cinco estadios de River ni por casualidad. De todas maneras había también otras cosas que me gustaban, que me parecían buenas, como por ejemplo David Bowie, los Sex Pistols, Iggy Pop, The Clash, Lou Reed, New York Dolls, qué sé yo, grupos que acá no eran muy conocidos. No eran conocidos porque toda esa época del rock punk en la Argentina pasó casi desapercibida. Fue reemplazada por el rock sinfónico o el jazz-rock, ese tipo de cosas. Entonces, bueno, los invité a al estudio y grabamos varios temas. El más redondo fue Descerebrado. Me gustaba porque tenía un clima muy desolador y describía toda la situación de sentirse perdido que tiene un chico en la adolescencia. Descerebrado por la calle voy/ descerebrado sin saber quién soy, decía la letra, que contrastaba con las letras en boga en esa época, que eran todas así muy de felicidad, más alegres. Grabamos ese tema y empecé a mostrar lo que hacían a músicos amigos y a los productores con los que yo trabajaba en esa época como Daniel Grinbank, Bernardo Bergeret, Alberto Ohanian, la gente de Abraxas. Aunque a varios de ellos les gustó, lo consideraban muy a contramano de lo que estaba en boga. Lo escuchaban y decían “ah, está bueno”, pero nadie me decía “me interesa contratar a este grupo”. Entonces pensé: tal vez lo que habría que hacer es grabar un master y vendérselo a alguna compañía porque quizás, qué sé yo, la compañía no quiere afrontar la inversión de hacer una grabación, pero si les doy la grabación ya terminada, por ahí la compran. Así que nos pusimos a grabar un disco en serio: incluimos algunas canciones que ya habíamos grabado en los demos, más otras nuevas. El primer disco de los Ratones Paranoicos se llamó Ratones Paranoicos.


Grabación del primer disco "Ratones Paranoicos" 1985
(Foto de Héctor Milberg)


     Juan Sebastián Gutiérrez, frontman de la banda, levanta la taza de té, bebe y después le da otra pitada a su cigarrillo.
     -Ya con Roy y con Sarcos estables, además de Pablo, con quien ya veníamos de antes, empieza el trabajo de crear y de ensayar  -hace una breve pausa, fuma-. A partir de ahí, inclusive en la sala de Ramos Mejía les empezamos a gustar a muchos que nos dejaban tocar... no digo por lástima, pero por conmoción, tal vez. Entonces nos dimos cuenta de que teníamos un par de cosas que eran importantes. De hecho, el primer disco nuestro, si bien es el resultado de un demo, tiene temas que hoy los Ratones siguen tocando en sus shows. Descerebrado, Estrella, Bailando conmigo, son temas que hoy se siguen tocando. Y cuando corrés el manto así de golpe y te encontrás, después de haber armado muchas bandas y de haber tenido un montón de historias, con la formación estable, fue como que todo lo que veníamos arrastrando, que parecía inconexo e irracional, cobró una forma muy definida. A partir de ese momento, nos dimos cuenta de que el compromiso o la angustia iban a pasar por el lado de que ya teníamos que salir de ese embrión y mostrar lo que hacíamos al establishment. Y eso fue lo más duro. Así que cuando aparece la conexión de Pablo que me dice “che, yo tengo un primo que tiene un estudio muy conocido”, yo le digo “escuchame, por favor, si no nos vamos a morir todos de desesperación”. Entonces bueno, cuando le llevamos una grabación que habíamos hecho en Ramos Mejía y Gustavo la escuchó y nos llamó, comenzó una larga... fue como la Cuaresma nuestra.
  -Una Cuaresma que en lugar de durar cuarenta días se prolongó durante dos años.
  -Yo con Gustavo frené la desesperación, digamos. Me la banqué. Me costó mucho porque yo era un tipo ta. Yo quiero, ta, ta, ta.
  -No querías esperar más.
  -No, no, porque no hay tiempo. Cuando hay tiempo, hay tiempo. Cuando no hay tiempo, no hay tiempo. O sea: no justifico ir a 90 por la ciudad, puedo tardar un año en llegar. Pero los tiempos en la música son globalmente musicales, desde la perilla que se aprieta hasta la cuerda que suena, y la que hay que esperar para que entre el otro instrumento. En ese aspecto esperé porque sabía que él... yo hice una ecuación una noche cuando llegué a casa. Porque nosotros íbamos por supuesto cuando él estaba libre, entonces nos encontrábamos a la noche, a veces a la tarde, pero en general de noche, y teníamos que volver de Parque Leloir en colectivo. El único colectivo que pasaba, no me acuerdo el número, te llevaba a Liniers y en Liniers había que tomar el que te llevaba a Devoto. A veces nos quedábamos con los ojos así  -hace un gesto con las manos, extendiendo los dedos delante de su cara-  de hablar con Gustavo. Y después de hablar con él, deliberábamos nosotros. Idas y venidas, idas y venidas. Yo creo que fue un gran logro de Gustavo porque lo que nos impuso justamente fue el “pará, pará, vamos a grabar, pero vamos a grabar bien, no a grabar por grabar y que después, en el 2000, no quieras escuchar eso que grabaste aquel día”. Entonces, lógico, esas cosas llevan un proceso muy largo. Pero nos puso en órbita, digamos, y en el ’85 grabamos la primera pista que fue Descerebrado. Ahí también Gustavo se relajó muchísimo porque el problema más importante que él tenía para apostar todo, era que no sabía realmente si había un compositor en la banda y en el caso de que lo hubiera, cuántos temas podían llegar a tener estos cuatro tipos. Ahí fue cuando empecé a apelar a todo lo que disponía en ese momento, porque antes de Descerebrado estaba Autocine, un tema que se llamaba La orden de Dora, después apareció Descerebrado, Estrella, Primavera nacional y pa, pa, pá. Un día estábamos mezclando el demo me acuerdo y llegó Héctor Starc y escuchó una frase de un tema nuestro que dice: “Tu nena está caliente/ yo sé quién se la tiende”, y en esa época, viste... Dijo: “¿Qué hacés con éstos?, ¿quiénes son?, ¿qué estás haciendo?”. “No, es la banda de mi primo, son mi primo y su banda”. “¡Pero esto tenés que hacerlo ya!”.
     -A Héctor le gustó lo que hacían.
     -Sí, a Héctor le gustó. Creo que fue lo único que le gustó.

     -Viste que la conexión se dio porque Pablo Memi, el que era bajista de los Ratones, es primo de Gauvry  -me explica Héctor Starc-. Entonces se ve que el tío de Gustavo lo llamó y le dijo: “Mirá, este pibe no quiere estudiar, es un vago, dice que toca rock & roll. Por qué no le grabás un tema y me decís si sirve para algo o lo mando a estudiar”. En esa época nosotros estábamos muy en la onda David Lebón, muy Spinetta. Entonces, escuchar un grupo que hacía rockito de cancha de fútbol para mí era una cagada. Pero me interesó Juanse porque el primer tema que me pone Gustavo dice Tu nena está caliente/ yo sé quién se la tiende  -Starc imita la voz de Juanse y toca el tema en su guitarra-. Cuando escucho eso le digo “¡chau! ¡tienen que grabar ya! ¡un tipo que hace esa frase va a ser un genio!”  -recuerda exaltado-. “Pasá a otro tema”, le pido a Gustavo. Y pone un tema que dice Descerebrado por la calle voy. Y yo pensé ¡no, este pibe es un genio! “Me lo tenés que presentar”, le dije. “¿Cómo va a hacer un tema que dice Tu nena está caliente y otro que dice Descerebrado? ¡Nos está hablando a nosotros!”. El disco costó sacarlo  -casi parece que reflexionara después de referirse a las drogas y el alcohol como los causantes de la descerebración padecida-  porque era bien Rolling Stone, era como son los grupos de ahora, los...  -chasquea los dedos- Callejeros, Los Villanos, bien berretas, así eran los Ratones -aunque parezca lo contrario, a su manera Starc los está ponderando-. Y en esa época todo tenía que sonar modernoso, viste, todo tenía que ser Soda Stereo.

      Gustavo Gauvry se pasa por los dedos un trapo con aguarrás para eliminar los restos de pintura. De su mochila saca un sobre de papel madera.
     -Te traje unas fotos de los Ratones.
     Son fotos en blanco y negro, tomadas en el estudio. Se los ve a todos muy jóvenes y muy concentrados.
     -En esa época, Héctor Milberg, un amigo mío que es muy bueno para la instantánea, solía sacarles fotos a los artistas del sello cuando venían a grabar. Se terminó haciendo amigo de los chicos.
     -¿Es el hermano de Pablo, el que te llevó al Far West?
     -Claro  -Gustavo se sonríe, recordando quizá el día que llegó a Parque Leloir por primera vez, o el día que me lo contó.
     La mesa recién pintada está en el patio, secándose al sol. Nos acomdamos en el piso y tomamos té en grandes tazas, con las fotos deslizándose entre los almohadones.
     -Ellos venían muchas veces a través del barro, tomándose un montón de colectivos.
     Los chicos crecen. El tiempo les va implantando un carácter a sus caras todavía jóvenes; la perseverancia dejará unos cuantos surcos.
     -Fue muy grato estar ahí y ser testigo de la transformación  -subraya Gustavo-. Poder observar  cómo llegan a convertirse en estrellas.
     Héctor Milberg pudo detener en imágenes a los que llegaban al Cielito con el barro hasta las rodillas. El movimiento inverso, en cambio, no quedó registrado.  Gus Gauvry sostiene, sin embargo, que él vio a más de uno correr hacia el barro huyendo de ciertas amenzas que a veces se cernían sobre las gráciles praderas del oeste.

     No sé si reirme o preocuparme.
     Fito se acaba de pelear por enésima vez con Faby. Cuestiones artísticas de la grabación del disco debut de Fabiana Cantilo y los Perros Calientes, mezcladas con su apasionada relación personal. Pero resulta que el tipo da un portazo y se va caminando para la autopista.
     Imagino la escena: medianoche, parada de colectivos en Brandsen y colectora del Acceso Oeste. Fito Páez, terriblemente enojado y sin tener la menor idea de dónde está, espera un colectivo que tal vez no existe, para que lo devuelva a la civilización. Es un cuadro surrealista.
     Le pido a Peter, mi asistente, que lo vaya a buscar.

    



Sólo una vez más, como enlace


-Bueno, para retomar donde dejamos el otro día: hicimos esa grabación discográfica, Ratones Paranoicos, y salí a mostrarla. La llevé a compañías como CBS, RCA, a todas. Pero nadie me la quiso comprar.
      El aire nocturnal de Gus no termina de acomodarse al ámbito de luces cenitales, espejos y cuerpos esculpidos a fuerza de sudor e histeria. Estamos en el bar del gimnasio donde trabajo.
     -¿Y vos cómo te sentías, después de haber corrido con todos los costos de la grabación?
     -A pesar del bajón de las negativas, yo seguía convencido de que la grabación que habíamos hecho era buena. Entonces me dije okey, ¿nadie me la compra?, se la doy simplemente a alguien para que la publique y que después me pague sobre las ventas de los discos. Se la regalo a una compañía a cambio de tener una regalía mayor que si la compañía hubiera pagado la grabación. Fui de nuevo a ofrecer la grabación, con este convenio, y a nadie le interesó. Ni regalada la querían. Para entonces ya había pasado bastante tiempo, ya hacía como uno o dos años que estábamos en contacto con los Ratones. Y todos nos estábamos empezando a poner un poco nerviosos  -Gustavo baja la cabeza hasta sus manos y muerde un tostado de jamón y queso-. En medio de todo eso yo estaba grabando en el estudio un disco de César “Banana” Pueyrredón, que en ese momento estaba intentando encarar una carrera como solista. Él iba a sacar el disco en forma independiente, con su propio sello, a través de Distribuidora Belgrano. Entonces, cuando le cuento mi situación con los Ratones, me dice: “Por qué no vas a ver a los Amorena”. Los hermanos Amorena son los dueños de Distribuidora Belgrano. Y estaban tomando producciones. Realmente ya no tenía muchas cartas, así que un día me reuní con Ramiro, uno de los hermanos, le hice escuchar el disco y le gustó. Ya para esto los Ratones eran bastante conocidos en el ambiente de los productores porque yo hacía tiempo que se los estaba mostrando a todos. Me acuerdo que en esa época Guillermo Vilas venía mucho al estudio, y a Vilas le encantaban los Ratones. Yo se los había hecho escuchar y le encantaban. Bernardo Bergeret, el productor de Viudas e Hijas de Roque Enroll, que trabajaba en Abraxas, le había hecho una apuesta a Vilas, incluso. Porque a Bernardo Bergeret no le gustaba nada el rock. El era muy defensor de la música pop, de la música para discotecas. El rock no le gustaba. Le gustaba la música tecno y todo eso que había florecido en esa época. Y decía que si los Ratones algún día llegaban a ser exitosos, él se retiraba de la música.


     “En 1986 leo, en una revista, que Guillermo Vilas dice que los Ratones Paranoicos son la mejor banda de la Argentina. Entonces voy a uno de sus shows en Montana, un bolichito putrefacto de Flores. Acaba de salir el primer disco de los Ratones y no hay casi nada de gente. Hacen covers de los Sex Pistols. ¡Imaginate! Pero tocan ‘Holidays in The Sun’ y me vuelan la cabeza”.
                                                                           Fernando Ruiz Díaz, 
Catupecu Machu.
Rolling Stone, octubre de 2004.
El show que me marcó.


Dibujo del Indio Solari dedicado a Gustavo Gauvry
 (alias Nosferatu, alias El Principe de las Tinieblas)
   

    Gustavo Gauvry, considerado por Juan Sebastián Gutiérrez como una especie de Príncipe de las Tinieblas que espera a sus víctimas en el castillo Del Cielito, parpadea y entrecierra los ojos. La luz del fitness-bar resulta agotadora para el personaje que le faltó a Los locos Adams. Observa mi botella de Gatorade casi vacía y me pregunta:
     -¿No nos podemos ir de acá?
    Llegamos a mi casa a eso de las nueve de la noche. Especulo con su negativa y le pregunto cortésmente si quiere cenar. Me dice que sí.
     Dejo sobre la mesa el grabador encendido y abro la puerta de la heladera. En la bandeja de las verduras sobreviven algunas hojas de lechuga. Pongo a hervir un par de choclos y huevos. No hay mucho más. Le pregunto a Gus si se comería también un plato de polenta con queso. Hace un gesto con la cabeza y continúa, imperturbable, su relato:
     -Como te decía: fui a DBN y a ellos les gustó, a Ramiro especialmente. Me dijo: “bueno, yo tengo un sello”. En ese momento él distribuía un sello independiente que se llamaba Umbral donde había otro grupo nuevo: Los Violadores. “Lo que podemos hacer”, me propone Ramiro, “es hablar con el dueño y sacarlo por Umbral”. Acepté. Firmamos el contrato y el primer disco de los Ratones salió por Umbral. Al poco tiempo de la salida del disco tuvieron un problema entre ellos, los de DBN con los de Umbral.
     Desde la cocina, reparto mi atención entre las peripecias de los Ratones y la harina de maíz que dejo caer en forma de lluvia sobre la leche. El minuto en que se hace la polenta es un minuto crítico.
     -Entonces me llama Ramón Villanueva, el dueño de Umbral  -continúa Gustavo- y me dice “mirá: yo me voy a ir de DBN”. Y a mí no me gustó porque yo había entrado en contacto con él por una autorización de DBN. Le dije: “dejame hablar con la gente de Belgrano porque yo no sé si me quiero ir con vos a otra distribuidora”. Hablé con Ramiro y le dije: “mirá, Ramiro, este tipo se quiere ir de acá y me quiere llevar con él, no sé, ¿qué hacemos?”. “¿Y vos qué querés hacer?”, me dice. “Y bueno, yo me quiero quedar acá”. “Okey, pero vos no tenés un sello, ¿cómo hacemos?”. Entonces le digo “bueno, armemos un sello”. Ahí vi, finalmente, la oportunidad de hacer ese sello que había sido mi idea original. Y así nació, una vez más casi por accidente, Del Cielito Records. Para reeditar el disco de los Ratones.

     Julieta golpea la puerta del comedor y apenas asomando el perfil de su cara, nos pregunta si queremos más café o té. Le decimos que no y vuelve a cerrar con sigilo.
     -Yo creo que Gustavo nos bautizó  -Juanse da otra pitada a su cigarrillo-. Nos puso en la frecuencia correcta y nos dio no sólo la apertura sino la posibilidad de demostrarnos que había alguien afuera del grupo que confiaba en nosotros. Alguien que no era el público sino un tipo que estaba metido en el mundo de la técnica. Gustavo hizo que, al entrar nosotros al estudio, viéramos todo ese mundo nuevo que se complementaba con el que llevábamos. Y ése fue el mensaje de él: “Acá, por más que tengas la música y todo lo que te gusta, si no traés vos el contenido para que quede registrado lo que hay y lo que sos, no sirve para nada”. A partir de ese momento, yo ya no necesité grabar. Para mí se había terminado todo lo que yo quería o anhelaba, incluso sin ver el primer disco en la vidriera. Me fui a dormir diciendo: “Bueno, ya hay alguien que nos conoce, que reconoce...”
     -... que lo que nosotros hacemos es bueno  -agregué, completando la frase.
     -No bueno o malo. Que es algo. Entonces claro, lo demás fue todo increíblemente mágico porque sonaba bien.
     -Aún a pesar de estos dos años de espera hasta que lograron editar el primer álbum.
     -Sí. Gustavo le puso una personalidad al sonido que es muy de él, también. Se armó como una química. Porque algo había ahí. Y Gustavo lo vio antes que nadie. Él es un experto en eso. Se da cuenta enseguida cuando algo va a funcionar o no. Él sabe cuándo hay una personalidad artística.
     -Tiene esa sensibilidad.
     -Sí, aparte son muchos años de trabajar con los mejores artistas, no sólo del país. Yo creo que Spinetta es uno de los más grandes artistas del mundo, de la música. Y él trabajó con Spinetta, trabajó con Charly, trabajó con Fito, trabajó con Lebón  -se ríe como diciendo “mirá, de los mejores, ninguno quedó afuera del reino de Gauvry” y traza una figura espiralada, en el aire, con los dedos que sostienen el cigarrillo-. Trabajó con los Redondos, trabajó con Divididos, trabajó con Bersuit, trabajó con Los Piojos. O sea: nada de lo que pasa por adentro de esa cabeza es casual.
     Sonreí. Lo que Juanse decía llevaba a su interlocutor en una dirección para después, sorpresivamente, dar un volantazo y tomar la dirección contraria o caminos inesperados. Cuando dijo “años de trabajar con los mejores artistas, no sólo del país”, yo me quedé esperando una enumeración de bandas extranjeras. Pero Juanse se dio la media vuelta y nombró a los de acá llevándolos, con ese movimiento singular, a la categoría de los mejores del mundo

Sin estar muy convencida del resultado, puse en una fuente para horno una capa de polenta, queso, y otra capa de polenta. “La próxima vez quizá prefiera invitarme a cenar”, pensé.
     -El disco gustó  -siguió Gustavo, ajeno a mis incertidumbres culinarias-. Sonaba mucho en la Rock & Pop, le gustaba a Bobby Flores. Los chicos empezaron a hacer más shows.
     -¿Y quién es Bobby Flores? -le pregunté acercándome a la mesa.
     Gustavo se quedó en silencio. Se quedó en silencio y me miró.
     -¿Vos no leés los diarios, las revistas de actualidad?
     Giré la cabeza hacia la puerta del horno. El tono de sus palabras había resultado hiriente como una bofetada. Uno de mis problemas con la “actualidad” era que no le podía seguir el ritmo. La veía entonces  -y la veo ahora, ocho años después, cuando ya conozco a Bobby Flores y tuve, incluso, la oportunidad de trabajar en la misma radio que él donde nos cruzábamos cuando terminaba su programa y empezaba el nuestro- como una dama vertiginosa que se las arreglaba para tener centenares de romances y vernisages mientras el mundo se derrumbaba a su paso.
     -No hace falta que me lo preguntes así  -me defendí.
     -¿Así cómo?  -pero Gus se había dado cuenta y no esperó mi respuesta-. Bobby Flores es un disc jóckey de la radio. ¿Nunca lo viste? Un flaquito con los dientes separados.
     Traté de recordar. Y me pareció que sí, que alguna vez había leído una nota, tal vez en la revista Viva de Clarín, o quizá en el suplemento de espectáculos. Hice sonar los dedos de una mano mientras me levantaba para apagar el fuego.
     -¡Ah, sí! Ya sé quién es.
     -Bah... ahora se puso aparatos –abundó. Volví a desconcertarme.
     Gus se quedó callado. Enseguida agregó:
     -Están de moda ahora los viejos con aparatos.
     -Es verdad.
     -Vos te deberías poner. 
     -¿Te parece?
     -Tenés una sonrisa re linda pero los dientes se te van a torcer cada vez más.
     Gauvry estaba bravo. Me prometí tomar velocidad,  leer todos los diarios y revistas en forma consistente.
     -Dos años con brackets, hay que bancarse.
     -Y bueno, qué sé yo  -cerró, impaciente, Gus-. Al año y medio hicimos otro disco, que se llamaba Los chicos quieren rock. Ya estaban empezando a hacerse más conocidos, a tocar en lugares más grandes, como Cemento, y en ese disco hay una canción, Enlace, que tuvo bastante difusión.
     Saqué la polenta del horno y la serví.
     -Con los Ratones convertidos en artistas del sello Del Cielito Records grabamos tres discos. Con el tercero, que es Furtivos, aparece el primer tema de ellos que se convierte en un hit total: Rock del gato.
     -¿Y vos cómo te sentías en tus nuevas funciones? ¿Te resultaba placentero todo lo que pasaba en el estudio y alrededor?
     Soplé la polenta con queso que había podido atrapar en el tenedor y la probé: no tenía sal y estaba ligeramente acascotada. Me levanté a buscar el salero.
     -A mí me encantaba  -tragó, él también, una montañita de polenta. Acto seguido extendió el brazo hacia la sal-. Siempre me gustó el fenómeno del rock, también en el sentido de cómo un pibe de barrio que hace música con sus amigos en el garage de su casa, llega a convertirse en un personaje que genera modas, que genera maneras de hablar, que genera canciones que todo el mundo conoce. Yo a los Ratones los conocí cuando ellos tocaban en el garage de su casa y de mi mano llegaron a llenar Obras. Viví todo ese proceso con mucho orgullo. Fue la confirmación de que no me había equivocado, de que el potencial que había visto en ellos terminaba siendo reconocido por todo el mundo. Encima no había resultado fácil: había tenido que ir en contra de la corriente y correr todos los riesgos. Entonces, haberlo logrado, fue una satisfacción. A partir de ese momento, además, se abrió para mí todo otro campo de acción. Del Cielito ya no era sólo un estudio que se alquilaba y un técnico que se contrataba. Yo podía elegir los proyectos que me interesaban y producirlos  -untó el chocho con manteca y lo mordió; después miró alrededor como buscando algo-: ¿Vino no tenés?  -preguntó.


Ratones Paranoicos durante la grabacion de su segundo disco 
"Los chicos quieren rock". 1987 (Foto de Héctor Milberg)


Juanse me mira seriamente y dice:
     -El mensaje no era el contenido sino la banda: cuatro tipos con cuatro instrumentos básicos tocando rock & roll. Ése era el mensaje. Detrás, bueno, había un montón de cosas que en ese momento uno tenía en la cabeza; ángeles manejando aviones Focker en primavera, por ejemplo, cosas que yo veía realmente.
     El momento spinetteano de la conversación ha llegado, pensé.
     -No sé si te sigo, Juanse. ¿Cómo que veías? ¿Estas eran imágenes que a vos te venían, que vos tenías...?
     -Imágenes artísticas que yo tenía adentro de mi cabeza.
     -Y el rock & roll que vos querías hacer, ¿lo veías como un elemento de resistencia en relación a otras músicas?
     -Sí, de resistencia al resto de lo que había, no de resistencia interna. Yo nunca fui un rebelde. Nunca. Pero vos escuchás nuestro primer disco y realmente suena muy diferente a todo, no solamente a lo que había acá: suena diferente a lo que había afuera también. Era otro tempo, otra afinación, otra... no sé cómo explicarlo. Eso fue lo que mucho tiempo después le llamó la atención a Andrew Oldham.
     -¿Incluso diferente a los Rolling Stones?
     -Sí.
     -Porque viste que al principio se decía: los Ratones son la banda que copia a los Stones. Después ustedes se fueron perfilando con una personalidad propia.
     -Fue al revés. Nosotros siempre tuvimos nuestra personalidad. Yo creo que lo más parecido a los Stones que hicimos fue un grupo que teníamos con Sarcos, Los Rostizados. Pero eso fue mucho antes porque entre Rostizados y Ratones Paranoicos estuvo La Puñalada Amistosa. Lo stone viene por el lado de la imagen.
     -Ah, no tanto por lo musical.
     -No. Mi influencia real como compositor, esta es una de las primeras veces que lo digo, son los New York Dolls. Para mí Johnny Tunder es... hay unas coincidencias terribles. Me acuerdo que una vez escuché temas de los Dolls y yo ya había compuesto temas que tienen la misma estructura. Y nunca los había escuchado.
     -O sea que más que nada lo que los emparenta con los Stones es una estética.
     -Sí, bueno, también tenemos, obviamente, nuestro perfil stone porque nosotros hacemos rock & roll y la mejor banda de rock & roll que hubo, que hay y que habrá son los Rolling Stones. Eso está claro. Pero a fines de los años setenta, con nuestro grupo de amigos del barrio dimos como un puntapié inicial a lo stone, digamos. El pañuelito que hoy usan muchos es una cosa...yo tenía una camisa de ese material; la usé tanto que se me rompió. O sea, no se me rompió, se deshizo del uso. Era como una bambula azul con unas rayitas. Entonces yo, para no tirarla, le corté las dos mangas, hice un pañuelito, me lo até acá  -se señala el cuello- y salí a la estación con eso. Nosotros vivíamos en Little Stone, un boliche que había en la Galería del Este: nos vestíamos ahí de pies a cabeza porque ahí vendían botas, pantalones, todo. Entonces eso también se mezcló porque una vez que tuvimos toda la parafernalia musical todo lo demás fue cayendo por decantación.
     -¿Y cómo fue para vos o para la banda grabar en el estudio de Gustavo Gauvry?
     -Fue una locura. Pensá que yo ahí  -señala un aparador- tengo los discos que escuchaba, que están grabados ahí: discos de Spinetta, de Charly, de Lebón.
     -Y de golpe vos estabas en el mismo lugar en el que todos ellos habían estado.
     -Yo estaba sentado en la cabina donde había ocurrido todo eso, con él. Porque cuando se graban todos esos discos el que está es Gustavo.
     -O sea que para vos fue empezar a cumplir ese sueño que tenías.
     -Yo nunca tuve sueños, eh. Lo que pasa es que yo a veces me voy de mambo, empiezo a decir en broma “vamos a tocar con los Rolling”, como dije una vez, adentro de un auto. Estábamos todos en ácido, adentro del auto.
     -Vos no tenés sueños. Tenés visiones.
     -No, son bromas, son bromas. Pero bueno, eso ya es parte del pasado. Ahora uno tiene la mente en otra cosa.
     -¿Dónde tenés la mente ahora?
     -Acá.
     Hace una pausa.
     -Acá y ahí  -señala ahora las guitarras desparramadas por todo el living-. Acá prácticamente no hay muebles. Hay equipos, violas, discos. Mi cerebro es eso.





La previa


Juanse trae una bandeja con dos cafés. Cierra la puerta que comunica con la cocina, de espaldas, con la mano que sostiene el cigarrillo. Se oyen los bocinazos de la calle. Deja los cafés sobre la mesa.
     -¿Quiénes integraban la banda cuando entran al estudio a grabar el primer disco, Ratones Paranoicos? ¿Eran todos de Devoto?
     -Los de la primera formación, sí. Yo me caractericé siempre por tener varios grupos de amigos: con unos hacía deportes, con otros salía todas las noches, con otros tocaba. Éste era el grupo al que más afición tenía. A Gabriel Carámbula lo conocí por Pablo Memi. Nos hicimos inclusive muy amigos de Berugo que en esa época trabajaba en ATC, de sol a sol. Fue ahí donde empezamos a escuchar música juntos.Yo ya tenía una amplia historia musical, no sólo por ver shows; también recibía mucha información de mis primos más grandes, uno, incluso, había sido plomo de Pescado. Con el rock en general, los Beatles, los Stones, entré en contacto a los cuatro, cinco años.
     -Una edad muy temprana.
     -Mi mamá me traía los simples de Los Beatles a medida que iban saliendo. Eso tuvo un gran impacto para mí. Yo tenía como dos vidas paralelas, digamos: mi infancia, con soldaditos, juegos y todo lo que encierra la infancia, y mi vida musical, que iba mucho más acelerada que mi infancia. O sea: yo retomaba por horarios mi edad biológica, pero el sesenta por ciento del día ya tenía la obsesión del sonido.
     -¿Y qué hacías? ¿Te ponías el disco de Los Beatles?
     -Me ponía un blazer azul que tenía, me peinaba así... como me ves ahora  -se pasa la mano por la cabeza y se ríe: está todo despeinado- y hacía los playbacks a la noche, porque a la noche el vidrio de la casa de Villa Celina, donde vivíamos con mi familia antes de mudarnos a Devoto, reflejaba mucho en la oscuridad, entonces ahí hacía los playbacks. Y eso nunca lo dejé de hacer, nunca.
     -Además de oído tenías una cualidad fuertemente histriónica, ¿no?
     -Era una conexión, digamos. Una obsesión. Para colmo tuve la suerte de vivir un cambio muy traumático de colegio: del Antonio Devoto al Cardenal Copello. Para que te des una idea: en el Devoto sonaba el timbre del final del recreo y venía el portero a bajarte del árbol de duraznos para decirte que tenías que volver al curso. O sea que pasé de la libertad absoluta a un régimen super estricto.
     -No sólo me puedo dar una idea, tengo recuerdos similares. Yo también fui al Copello  -Juanse se queda quieto en su silla y me mira como si intentara recordarme. Para evitarle esfuerzos infructuosos, enseguida agrego-: de Punta Chica.
     -Ah... -se tira hacia atrás, le da una pitada al cigarrillo, de alguna manera podría decir que se relaja-. Eran muy cálidos, muy copados, pero muy estrictos. A mí me ha pasado de todo en el colegio ése: desde lo bueno o medianamente aceptable hasta lo terriblemente siniestro  -sigue Juanse-. Lo bueno es que entré en contacto con gente, con compañeros con los que nos gustaba ir a bailar y ver si nos enganchábamos a alguien, y también con los que nos gustaba ausentarnos del colegio. Porque no necesitábamos ratearnos. O sea, yo le avisaba a mi vieja: “Hoy no voy”. Entonces nos íbamos a una pizzería. Y ahí es donde empezó a fluir la historia. Esto fue importante porque me llevó, escalonadamente, a conectarme con Pablo, por ejemplo. Alguien de quien no fui compañero de colegio, con quien no íbamos al mismo club pero... ¿cómo te puedo explicar? Fue una cosa circular. Un día terminé tocando en una pieza con él.
     -¿Dónde lo conociste a Pablo Memi?
     -No lo recuerdo. Era tan frecuente todo que no recuerdo el día ni cómo. Sí recuerdo cuando conocí a Sarcos o cuando vino Roy, pero lo de Pablo nunca lo entendí  -por unos breves segundos Juanse deja que su memoria se balancee en el aire quieto del comedor; luego arriesga una hipótesis-: El hermano mayor de Pablo era un tipo conocido en el barrio porque hacía cosas increíbles con la mecánica y con las motos. Tal vez yo haya ido a la casa por el hermano y haya visto el bajo. No sé. La cuestión es que Gabriel, Pablo y yo nos fuimos convirtiendo en un centro de atención. Esta etapa de los primeros Ratones fue increíble. Inexplicablemente convocábamos a un montón de gente: tocamos en el Teatro del Plata, en la Universidad de Belgrano, en el Círculo de Devoto, en un pub que para nosotros era muy grande. Cada uno de nosotros tenía varios grupos de amigos, entonces...
     -Se juntaba un montón de gente.
     -En la Universidad de Belgrano llegamos a meter, en el segundo show, cuatrocientas ochenta personas, que era muchísimo, el lugar no tenía esa capacidad. Aparte Gabriel era un tipo que te arengaba mucho en esa época y, por supuesto, tenía un talento muy grande para tocar la guitarra. Éramos muy pendejos, no teníamos claro no digamos pensar en una carrera o lo que fuera, no teníamos claro cómo relacionarnos musicalmente. Es como cuando juntás a cuatro pibes gateando: uno se agarra de acá  -toma el borde de la mesa-, el otro se quiere quedar con el juguete del otro y deja el suyo...
     -O sea: lo hacían como hobbie, porque les gustaba, ni siquiera con una proyección seria de seguir haciendo esto en el futuro.
     -Total, total. Entonces, qué pasó: yo ya me había cambiado al Carlos Pellegrini, pero de Flores, todo estaba solucionado, todo. Decías que ibas al Carlos Pellegrini y hasta los canas te hacían así  -hace el gesto de tocarse la gorra-. Ese espacio de enorme libertad, de ausencia absoluta de horarios, de no tener ninguna presión, nos dio la posibilidad de crear nuestro propio taller artesanal de cosas que desconocíamos. Entre las cosas que desconocíamos estaba el rock & roll: una palabra que estaba permanentemente en nuestras manos. Pero veíamos que, excepto en algunos sectores de Inglaterra y Estados Unidos, el resto del planeta no tenía la menor idea de lo que pasaba. Nosotros estábamos muy al tanto de todo.
     -De lo que es la cultura rock, te referís a eso.
     -La cultura del rock & roll, que no es lo mismo que la cultura rock. La cultura rock envuelve a Led Zeppelin, a Yes, a Sui Generis, qué sé yo, todas esas cosas. Led Zeppelin, obviamente, tiene un lugar muy especial en nuestros corazones. Pero para nosotros el rock & roll era Chuck Berry, Jerry Lee Lewis, Albert Collins, los Stones, Faces, Eric Clapton, Jimmy Hendrix, Johnny Winter, Pappo: no éramos permeables a otra cosa. Sí a Led Zeppelin, por ejemplo, la competencia eterna entre Purple y Led Zeppelin, ni hablar. Pero a nosotros nos movía mucho el rock de los Stones y a mí en particular, el de los Sex Pistols. Esta es la historia que metimos en nuestro propio argot. Muchos partieron de nuestro entorno porque no lo resistían. Éramos tipos que podíamos estar ocho, nueve horas encerrados tocando el mismo tema, sin preocuparnos por si iba a pasar algo o no: teníamos adicción al sonido y a los experimentos que hacíamos  -Juanse apaga el cigarrillo, mira su taza, la levanta del plato, la hace girar en su mano y de un trago se bebe el resto de café frío y azúcar que queda en el fondo-. Entonces bueno: nos quedamos sin batero, Gabriel formó una banda de heavy metal que se llamaba Alto Voltaje y, por otro lado, se separa Oxido, el grupo de Sarcos. Los conocíamos y seguíamos porque al lado de la casa de Sarcos había una casa abandonada donde ellos ensayaban. Nosotros, que apenas si contábamos con una viola, aprovechábamos todo eso: esperábamos que terminaran de ensayar y nos metíamos a usar los equipos.
     Pienso que el autodenominado “adicto al sonido” ahora me va a hablar de los equipos. Pero me habla de la guitarra.
     -En el ’78 mi tía me vio muy destrozado mentalmente y se conmovió: me sacó una SG, que todavía está por ahí, en cuotas. Pero esa no fue la primera. La primera que tuve fue una Kuc eléctrica: mi viejo me la regaló para un cumpleaños. Y fue después también mi viejo el que terminó pagando la guitarra que me compró mi tía.
     -Cuando decís que tu tía te vio muy destrozado, ¿a qué te referís? ¿Por qué estabas tan destrozado?    
  -Fue así: cuando no iba al colegio, mi actividad se desarrollaba siempre en Florida. Yo vivía ahí: la Galería del Este, Little Stone. Y en Ricordi, una vez trajeron una SG, una Gibson. Mi viejo, con mucho esfuerzo, había comprado un bajo Faim; ya tenía la Kuc, no estaba tan mal. Pero ya empezaba a tener necesidad de un instrumento con expectativa, digamos.
     -Más profesional.
     -Sí, yo creo que sí. A mí la palabra “profesional” no me gusta, pero en este aspecto sí. Yo quería un instrumento como el que usaban mis ídolos. Y luego de un intento fracasado de estudiar flauta traversa, ya la guitarra era una cosa de jonca. Yo desde los nueve que hacía ruido con la guitarra; no sabía lo que era pero la tenía. Durante unos meses tomé clases con un compositor amigo de mi viejo, Jorge Silicas. Lo único que aprendí fue a tocar el re y el sol. Y con esas dos cosas yo... –hace una pausa y se ríe con picardía- me lancé.
     -Casi podríamos afirmar que fuiste un autodidacta.
     -Sí, total. Total porque después hubo un año que estudié clásico pero ya conocía digamos...
     -Ya tocabas.
     -Ya tocaba cuando empecé. Pero ese tiempo con Groisman  me ayudó mucho. Después terminé de pulir lo que son escalas con Gustavo Bazterrica. Gustavo me enseñó a tocar sobre los tonos correctos porque el problema mío es que después de que aprendí a hacer los solos, desconocía por completo sobre qué tonos tocarlos  -se ríe.
     Su falta de pliegues resulta fascinante.
    -También me ayudó mucho estar con Gabriel Carámbula. Gabriel realmente sabía mucho de guitarra por el padre, por el abuelo, por toda la familia. Entonces ahí fue como que él me pasó algunas cosas de estructuras. Pero lo que yo siempre tuve adentro es que sabía que componía. No tenía el clavijero en la cabeza, pero ya componía. Componía todo el tiempo: hacía temas, tocaba en el aire con la boca, escuchaba mucho a Frank Zappa. Yo hacía mini recitales de Zappa cuando caminaba, me imaginaba temas que él componía pero que nunca había hecho. Entonces, cuando empecé más o menos a entender el plano de la guitarra, ahí fue cuando me hice fuerte. Yo no tenía técnica, pero cuando se juntaban todos los que sí sabían tocar muy bien, veía que no había ideas en el lugar del ensayo. Eran horas y horas haciendo una cosa y yo esperaba. Ese fue mi master, digamos. Intencionalmente esperaba una, dos horas. Entonces tiraba una estructura. Y esa estructura era la que generaba una zapada de dos o tres horas. Ahí fue que me dije: bueno, esto es lo mío, no me voy a romper la cabeza buscando, copiando o estudiando escalas. Yo con estas cosas que domino  -que eran muy pocas, eran los tonos...


Gabriel Carámbula. (Foto Andrea Saslavsky)


     Mueve mucho las manos, Juanse, cuando habla. Los gruesos anillos que ciñen sus dedos golpean con vehemencia el pasado. Sólo algunas historias, de las muchas que quedan esbozadas en el aire, se dejarán seducir, formatear por las palabras.
     -Era tan difícil enfrentar a tipos que no conocías y tocar, y darte cuenta que te equivocabas y que ellos tocaban bien. A pesar de eso yo tenía una profunda seguridad de mi rol dentro del esquema, que no es ni mejor ni peor que el de los otros. El problema es que el negocio, muchos años después, te hace creer que eso tiene una jerarquía que no existe en realidad. Lo que existe es la aceptación de cada uno de los elementos de cada rol. Es como en un equipo de fútbol: el tipo que sabe que la mete adentro del arco es el que va a estar arriba, el que es bueno para sacarle la pelota al contrario, será el defensor. Entonces, si de chico te tiraban muchos piedrazos por la calle y te acostumbraste a atajarlos, vos vas a ir al arco, seguro. Yo creo que el destino también jugó lo suyo porque Pablo, aparte de poner su casa y soportarnos a nosotros, tenía esa conexión con Gustavo, que era su primo. Vos fijate también cómo nosotros habíamos madurado sin saberlo porque hasta ese momento nunca nos habíamos animado a encarar a Gustavo, aún sabiendo que era una persona cercana a Pablo. Todo eso se dio después de que encontráramos el destino final de nuestro reherse.
     -A ver, explicame cómo sucedió esto.
     -Nosotros teníamos un gran baterista: Fabián Núñez, el Ruso. Pero era un dandy. O sea, él estaba todo el día en un pub, en Paternal, sentado, con chicas. A las cuatro de la tarde arrancaba, hasta las doce de la noche. Entonces, claro, no podías esperar que ese tipo fuera a ensayar. Cuando nos reuníamos él siempre llegaba mucho más tarde. Se sacaba la camisa, usaba el chambergo de cenicero... Claro, entonces por ahí pasaban veinte días y no aparecía. Un día nos cansamos y le vendimos la batería. Y bueno... compramos sustancias. Porque en esa época estábamos explorando nuestra conciencia. Entonces, con la plata de la batería del Ruso, compramos cocaína y nos fuimos a ensayar. En definitiva, llegamos a la conclusión de que estábamos en aprietos porque ya nos habíamos tirado en lo profundo. Pero no sabíamos nadar.
      -Cuando decís que se habían tirado en lo profundo, ¿te referís al compromiso que tenían con lo que estaban haciendo a nivel musical?
     -Lo que pasa es que eran horas y horas haciéndolo. Entonces de golpe quedarte sin batero después de haber dado shows, después de... aunque se trataba de un embrión, todo lo que sucedió...
     -Pero ya ahí eran los Ratones Paranoicos.
     -Sí, sí, sí. Pasamos unos meses de mucha angustia porque claro, buscábamos, probábamos, y no pasaba nada. Nadie sabía tocar rock & roll: ésa era la verdad. Un tipo que en los ochenta tenía diecisiete, dieciocho años, te imaginás, era la época de... qué sé yo: Police. O ni siquiera Police: Electric Light Orchestra, esas cosas, viste. Entonces, encontrar a un tipo al que lo gustaran los Stones, que escuchara a los Sex Pistols, que conociera a Faces, a Humble Pie, a todos esos grupos...
     -No era tan fácil.
     -No sólo no era fácil: era imposible. Nosotros publicábamos avisos en Clarín, pidiendo baterista. Y en la agencia de Clarín un día vemos el primer número de Segundamano. El nombre no era muy alentador, pero decidimos publicar ahí. Y apareció Roy. Por el aviso de Segundamano. Roy se sentó, empezamos a zapar y... era un tipo que tenía escuela de jazz, venía estudiando la batería pero desde el punto de vista del jazz. Entonces, si bien Roy desconocía nuestra temática, la intuyó porque al ser doce años mayor que nosotros la tenía más clara. Quizás tenía más escucha o varios intentos con otras cosas antes. Pero fue perfecto. La batería era espantosa pero sonaba como nos gustaba a nosotros. Ahí fue donde detectamos también eso, ¿no?: la anti-estética. A nosotros nos gustaban las cosas feas. Decidimos que Roy sería nuestro baterista. Estaba decantado.
     ”Después, cuando se fue Gabriel, todo el barrio pensó que se acababa la banda. Pero con Roy empezamos a probar violeros. Probamos muchos guitarristas. Y no nos gustaban. Tocaban muy bien pero... Creo que el mejor guitarrista que tuvimos a prueba fue Alberto, que terminó tocando en Memphis durante mucho tiempo. Quedamos impactados porque él sabía tocar todo Mick Taylor, pero era mayor que nosotros y cuando empezamos a ensayar, el pibe también, a veces venía, a veces no, y a nosotros no nos gustaba mucho la falta de constancia.
     -Para terminar de conformar y ajustar la banda necesitaban a alguien que pudiera estar todo el tiempo.
     -Esa fue una característica que siguió el grupo durante toda su carrera. Para nosotros la sistematización es fundamental. Y bueno, finalmente apareció Sarcos, que ya era amigo nuestro y había sido compañero de colegio de Pablo. En esa época Sarcos no era tan dúctil como lo es hoy, pero a pesar de todo le tuvimos muchísima fe porque sabíamos que dentro de él había encerrado algo muy importante, como después se comprobó con el tiempo. Pero pasó que una vez que incorporamos definitivamente a Sarcos, entró en crisis Roy. Porque Roy trabajaba de cafetero y ya tenía familia. Si bien todavía no tenía hijos, estaba casado y tenía que llevar adelante toda una cosa de laburo. Sin embargo se las arreglaba para venir siempre a ensayar: arrancaba a la mañana con su trabajo, al mediodía paraba, comía y venía a ensayar, y después volvía a laburar. Pero igual llegó un momento en que hubo una crisis porque nuestro sistema de vida era otro: lo nuestro era terminar de zapar para fumarnos un caño, salir, volver a zapar después de salir para al otro día volver a salir. Y Roy sentía que le temblaba un poco el piso porque él buscaba algo serio, algo que justificara todo ese esfuerzo que él estaba haciendo. Un día se fue. Lo corrimos, lo fuimos a buscar, pero desapareció. Estuvo tres, cuatro meses sin venir. Seguimos ensayando con un amigo nuestro, Jape, pero no pasaba nada. Al final Sarcos se metió en su Fiat 600, se fue a Mataderos y habló con Roy que, con muchos refunfuños, regresó. Encontramos una sala en Ramos Mejía, que a Roy le quedaba más cerca y eso equilibró un poco la cosa. Inclusive en esa sala grabamos. Eran pequeños, pero empezaban a verse ciertos resultados de lo que hacíamos.
     -Y vos, a esa altura, ¿ya veías una proyección? ¿tenías la idea de seguir haciendo esto en el futuro?
     -Sí, yo era un enfermo. Un enfermo crónico. Yo ya les decía a los otros que íbamos a tocar con los Stones. Inventaba historias para arengarlos a todos.
     -Pero qué increíble, ¿no? Algo que en ese momento podía sonar a delirio, años más tarde se convierte en una profecía que se cumple.
     -Yo estoy convencido de que la fe y la voluntad hacen cualquier cosa. No hay ningún tipo de obstáculo. Surgen obstáculos en el camino, como corresponde, pero en mi caso no fue difícil. Porque yo era lo único que sabía hacer, entonces no iba a tener otra alternativa. Y lo sabía perfectamente bien.
     -Nunca hiciste otra cosa.
     -Bueno, en realidad, no. Casi me recibo de licenciado en Ciencias Políticas. Lo que pasa es que después se complicó porque cuando empezamos a grabar y a actuar... Yo estudiaba en el estudio de grabación o venía de una gira y me bajaba del micro, que me dejaba ahí, en Córdoba y Riobamba, con el pelo anaranjado, pantalones de cuero. Y entraba así, para dar el final. Los profesores me miraban. Pero bueno, en ese momento, cómo te puedo explicar, era estimulante estudiar. O sea: todos mis amigos hacían desastres, hacían de todo. Pero estudiaban, iban a la universidad. Y eso a mí me pegó y también me ayudó aunque ahora piense que nadie te puede enseñar nada en realidad y que los títulos son muy relativos. Pero yo tenía una ansiedad muy grande y tardaba todo. Todo tardaba para mí. Y tenía que buscar alguna forma de hacer algo porque en mi casa me iban a eyectar rápidamente. Entonces, bueno, en el medio de armar, desarmar, ensayar, diseñar y pegar afiches, hacer pintadas, en el medio de todo eso aparece, finalmente, Gustavo Gauvry.


Juanse y Gauvry, 1990. 





Los Redonditos de Ricota


-¿Cómo ingresan al estudio Los Redondos?  -le pregunto a Gustavo una cálida tarde de principios de noviembre. Deja las entradas para el show del Indio sobre la mesa.
     -Yo tengo que ir más temprano para probar el sonido  -dice-. Pero a lo mejor podés arreglar con García. Mis hijos van a ir con él.
     Hace una pausa y me pide permiso para cortar un budín que dejé sobre la mesa. Sirvo el té.
     -Los Redondos grabaron su tercer disco, Un baión para el ojo idiota con Roberto Fernández, un técnico que, a su vez, había estado en Del Cielito grabando con GIT. Roberto estuvo como un mes y medio internado en el estudio con GIT y le había gustado mucho la experiencia de grabar ahí. Entonces un día me llama y me dice que quiere traer a Los Redondos, que estaban por grabar su cuarto disco, nuevamente con él. Vinieron un día de diciembre, creo que del año ’89. Él me presentó a Poli, a Skay y al Indio. El lugar les gustó. Quedamos en que grabarían en febrero y dejaron una seña. Bueno, terminó el año, pasó todo enero, y en un momento me llama Poli para preguntarme si tenía alguna noticia de Roberto porque ella estaba necesitando que fuera a los ensayos pero no lo podía ubicar. Yo le dije que no, que no lo había visto más. Tres días antes de la fecha que habían fijado para empezar a grabar, me vuelve a llamar Poli para decirme que Roberto todavía no había aparecido y que no tenían técnico. Me preguntó si a mí me gustaría grabar el disco. Yo le dije que sí. Los Redondos me interesaban. Si bien nunca los había escuchado muy a fondo, ni los había visto en vivo, era un grupo que se veía que iba a lograr algo importante. Aparte me habían caído muy bien ese día que estuve con ellos.
     -¿Por qué? 
     -Porque sentí que teníamos muchas cosas en común. Supongo que fue una cuestión de edad y vivencias. O sea: eran tres viejos hippies, como muchos de mis amigos.
     -¿Viejos? En esa época eran todos jóvenes  -replico-. ¿Qué tendrían? ¿Cerca de cuarenta?
     -Bueno, pero no eran como Los Ratones, por ejemplo, que tenían veinticinco. Eran tipos más grandes y habían vivido muchas de las cosas que había vivido yo o amigos míos.
     -O sea que hubo como una empatía generacional.
     -Claro. Generacional, intelectual, qué sé yo. Hubo onda. Entonces bueno, dije que sí, que con todo gusto. Vinieron al estudio y grabamos el disco Bang, Bang, estás liquidado.
     -Mirá lo que es esto: Dejo de beber tu licor/ que huele a tormenta  -leo de un cancionero de los Redondos que mi hermano, seguidor de la banda, me trajo cuando supo que entrevistaría al Indio.
     -Bueno, ahí nos hicimos muy amigos. Estuvimos todo un mes laburando juntos y pudieron conocer a fondo lo que era el estudio y lo que era el sello Del Cielito Records. Entonces, un buen día, Poli me propone  publicarles el disco por el sello. Los discos anteriores los habían sacado por el sello de Lito Vitale y estaban como medio desorganizados porque los dos primeros habían quedado en una distribuidora con la cual ella no tenía contacto y no le liquidaba regalías de venta. Y el último disco lo tenían con DBN. Así que estaba todo medio desorganizado. Por otra parte, Poli no quería encarar la empresa de armar un sello, entonces les dije que sí, que cómo no, que yo podía publicarlos, ocuparme de la fabricación, de las liquidaciones, de Sadaic, de todo eso, con la estructura mía, y me llevaba un porcentaje. Pero ellos seguían siendo los dueños de los masters y me los daban a mí bajo licencia para que yo fabricara los discos y se los entregara a DBN, que luego se ocuparía de venderlos. Ése era el trato. Y ese trato duró como nueve o diez años.
     -El montaje final es muy curioso/ es en verdad realmente entretenido  -leo-. Hay una anécdota respecto de la mezcla de Bang, Bang
     -Bang, Bang tiene un sonido distinto a los otros discos de Los Redondos porque...
     -¿A los anteriores o a todos en general? 
     -A todos en general, pero posiblemente más a los anteriores. En ese momento, por las características de los temas y por la onda que me transmitían, me parecieron algo así como “tipos duros”. Quizás por eso de no querer transar con la prensa ni con nadie, o por la manera de hablar del Indio, o por las violas de Skay. Si bien no sonaban como un grupo de rock pesado, tampoco sonaban como uno livianito. Entonces yo traté de que eso se reflejara en el sonido y el disco quedó bastante áspero, hard, duro. Durante la grabación no se dieron cuenta de esto. Estaban más bien concentrados en los aspectos musicales que en el sonido. Cuando llegó la hora de la mezcla, bueno, yo lo mezclé en ese estilo y el disco quedó así. Y ellos medio que no se sintieron muy cómodos con ese sonido. De hecho vino Poli y me dijo: “Mirá, no nos gustó mucho la mezcla, por qué no lo mezclamos de nuevo”. Y la verdad es que a mí mezclarlo de nuevo no me gustaba mucho porque me daba una inseguridad bárbara. O sea, cómo iba a hacer una mezcla distinta cuando para mí sonaba bien. Si me ponía a mezclar de nuevo iba a entrar en una duda perpetua. Qué sé yo: si, por ejemplo, subía el tambor, me iba a empezar a preguntar: ¿qué querrán? ¿más agudos?, ¿más graves?, ¿más cerca?, ¿más lejos?, ¿más cámara?, ¿menos cámara? Era como muy difícil.
     -De alguna manera sentías que ibas a perder tu territorio, tu perspectiva  -acoté.
     -Sí, yo le dije a Poli: “Mirá, si el sonido no les gustó, mejor sería que probaran otra cosa, que lo mezcle otro técnico, entonces seguramente va a salir distinto”. La idea les pareció buena, así que les propuse que lo hicieran con Mariano López, un técnico que grabó mucho con Spinetta, con Fito, que hizo los primeros discos de Soda Stereo, y que en ese momento era como el técnico de moda. Ellos aceptaron. Vino Mariano, se encerró en el estudio dos semanas más y mezcló el disco. A los dos meses o algo así, como el disco lo iba a sacar yo por Del Cielito Records, me llama Poli y me dice: “Bueno, ya está todo arreglado, vamos a sacar el disco”. Arreglamos un par de cosas más y al final agrega: “Ah, y con respecto a la mezcla, poné la que hiciste vos”.
     -Qué sastisfacción, ¿no?
     -Sssí  -duda, ahora, Gustavo-. Sí, qué sé yo. Fue satisfactorio pero no en el sentido de una competencia con Mariano. Para mí fue una tranquilidad sentir que no me había equivocado, que, en definitiva, lo que yo había interpretado de Los Redondos terminaba siendo convincente para ellos. Porque... el Indio sobre todo, es muy difícil de conformar. Yo creo que no debe estar conforme con ninguno de sus discos, si pudiera los volvería a mezclar a todos, inclusive a grabarlos, sobre todo los primeros. Pero bueno, al final aceptó poner esa mezcla y a mí me encantó porque yo también quería ser parte de la historia de ellos y que algo en lo que había participado de principio a fin terminara siendo un peldaño  más en la carrera musical de Los Redondos es, sin duda, muy gratificante. Y se trata de un disco que a través de los años ha mantenido su personalidad. Inclusive mucha gente me ha dicho que, de toda la discografía de ellos, ese disco es el que más les gusta.
     -Al reloj lo del reloj/ y alrededor del reloj/ tu estado de ánimo. (Ya nadie va a escuchar tu remera)  -leo, al azar, del cancionero.
     Gus me pide otra taza de té.


Los Redondos y Gauvry en una pausa durante las 

tomas de Bang! Bang! Estas liquidado. 1989


        -¿A dónde vamos, Indio? ¿De nuevo al Village?
       -Y sí  -contesta Solari.
       -La próxima vez deberíamos instalarnos directamente ahí y nos ahorramos el viaje  -opino.
      La verdad es que se lo ve contento como un chico. En Buenos Aires no puede ni salir a la calle. Acá, en cambio, no para un minuto, se mete en todas partes. Todo le interesa y es como si no quisiera perder un segundo de libertad.
      Hasta ayer, cuando me acompañó a comprar un estuche.
     Nos metemos en un negocio de la 5ta Avenida. El vendedor nos habla en español.
     -¿Están de vacaciones?  -quiere saber.
     -Sí, ahora sí. Pero en realidad somos músicos y vinimos a masterizar nuestro disco  -responde el Indio.
     -¿De qué grupo son?  -nos pregunta, curioso.
     -No somos conocidos, somos una banda independiente  -aclara Solari.
     -¿Pero cómo se llaman?  -insiste el vendedor-. Aunque estoy acá desde hace varios años, yo también soy argentino. Tal vez los conozca.
     -No creo. Estamos en un pequeño sello independiente que es de él  -dice el Indio señalándome- y no tenemos promoción internacional, sólo a nivel local. Nuestra banda se llama Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
     -¡Los Redondos!  -exclama emocionado el vendedor-¡Ya me parecía! Tengo amigos muy fanáticos y todo el ambiente latino de acá los conoce.
     -Mirá qué bien  -responde Solari.
     Y es difícil saber si la noticia lo pone contento o empieza a preocuparse.




Indio Solari en New York,  en un paseo luego del mastering de "Luzbelito"





Bang, bang, estás liquidado


-En ese momento no me gustó porque estaba de moda este sonido más new wave, llamémosle. Pero, lo dije hace poco, en mi álbum solista quise rescatar ese sonido intenso, crítico, que tiene Bang Bang.
     -Me llamó la atención que dijeras que te gustaba  -le dice Gustavo Gauvry al Indio Solari en la sala del estudio Del Cielito.
     -Bang Bang me encanta. Yo siempre estuve muy metido en el asunto de cómo sonaba y todo eso  -dice el Indio, y me mira a mí-.  Aunque en esa época uno era más lo que ignoraba que lo que sabía. Me acuerdo de haber tenido problemas con todos los operadores.
     -En realidad  -explica Gustavo- yo encaré para el lado de hacer un sonido descarnado, comprimido o críptico, digamos, por error.
     -¿Qué otros discos grabaron acá?  -pregunto-. Tengo entendido que éste es el estudio en el que más discos grabaron.
     -Bang, bang, La mosca y la sopa, Lobo suelto, cordero atado...-empieza a enumerar Gauvry.
     -En realidad, nosotros empezamos grabando en la ciudad, en estudios importantes de la ciudad  -dice el Indio-. Estudios importantes entre comillas, porque tenían lo que en esa época parecía imposible de reemplazar, que era todo el andamiaje tecnológico. Por otra parte había una causa todavía más terrible que los hacía “importantes”: al estar en la ciudad, los dealers estaban cerca. Pero, a la vez, cuando nos dimos cuenta de que los dealers estaban demasiado cerca del trabajo, fue casi una necesidad venir a un lugar como éste: más bucólico, con una pileta, con solcito, pajaritos. Uno venía y se internaba, acá. Al dealer le costaba más venir, estaba más lejos.
     Finalmente el Indio, sí. Nos reímos. El comienzo de la entrevista había sido más fácil de lo que imaginé: bastó que nos sentáramos para que el Indio empezara a hablar. No tuve que hacer ninguna introducción, nada.
     -O sea que buscaban un poco de tranquilidad  -dije.
     -Sí, sí  -me confirma el Indio-. Y más que nada, estar juntos. Porque cuando estás en la ciudad y no tenés ningún entorno que te ayude a hacer las pausas de la grabación pasa que por ahí salen dos y vuelve uno, el otro desapareció. O cada uno tiene su horario, viene uno, mete una guitarra y de golpe, qué sé yo, lo llaman de la casa, se va y vuelve recién a los dos días. En cambio, esta cosa de venir acá era medio como internarse, como estar en un lugar de vacaciones donde, además de la pileta y el quincho  -se ríe-  tenías un estudio de grabación. A nosotros nos entusiasmó esta idea. De hecho, nunca más volvimos a grabar en la ciudad. Yo creo que... ahora no porque se ha aggiornado y está espléndido, pero yo lo veía como uno de esos lugares que no presentan la magnitud estética de lo que se pide desde las revistas y todo eso, pero en definitiva, cuando hacés historia, es el estudio más mítico que hay en la Argentina. Es el estudio más mítico. No sólo por la gente que desfiló, que desfiló todo el mundo por acá, sino por el tiempo, el carácter que ha tenido. Hay muchos estudios que invierten en... qué sé yo, bueno, en lo que han invertido ustedes ahora  -se ríe, y nosotros también-, que está bien. Pero durante mucho tiempo, sobre todo durante el gobierno del amigo  -dice, y señala con el brazo extendido hacia la silla que ocupa Gustavo, ahora hablando por el celular-  era como un estudio medio para venir a hacer el asado. Podías grabar, por supuesto, pero no había mucho dinero invertido en el “salón exclusivo”. Porque hay estudios, sobre todo en lugares como Los Angeles, en los que hay un montón de guita invertida al pedo en cosas que a los músicos no les sirven para nada. O sí: para salir en el “salón egipcio”.
     -Sí, son como decorados para las fotos  -agrega Gustavo, que acaba de cerrar el celular y retoma su participación en la charla.
     -Claro, para las revistas. Como, en general, hay un carácter estético tan berreta, todo el mundo envidia esas pelotudeces  -acota el Indio.


Mario Breuer, Gauvry, Solari, Guido Nisenson y Skay, 
durante las sesiones de "La Mosca y La Sopa". 1991 





El Indio Solari


Al desgrabar la entrevista tengo la sensación de que es más duro, más terminante, cuando sólo lo escucho. Pero personalmente no, al contrario, uno no siente para nada que su pensamiento cae taxativo o amenazante sobre quien uno es. Más bien se tiene la impresión de estar frente a una rara avis que intenta protegerse de la fragorosa y desesperada normalidad del mundo. Es cierto que sus palabras y su manera de expresarse son agudas y mordaces. Pero su presencia redondea el discurso, lo suaviza, lo pone en un lugar distinto a todo lo que pueda ser hard. He visto en él (y que me perdonen los rockeros si la comparación resulta un tanto naif) un aura similar al de la rosa del Principito: sólo cuatro “putas” espinas para protegerse de la brutalidad o de la vulgar conciencia imperante. Y a mí me dio cierto pudor entrar en su ámbito. Me pareció que era mejor no intentarlo. Quedarme junto al pájaro arisco y tan sólo observar la elegancia con que sus alas se ciñen del cielo inaccesible. Él me dejó verlo en sus gestos cotidianos: sentarse, limpiar los lentes empañados, comer, compartir una sobremesa abundante y larga como la tarde. No es poca cosa asistir al revés de la trama y contemplar los nudos, el esfuerzo interior que precede a cada figura al fin lograda. Por momentos hubiera querido dar el manotazo, hacer mío ese pájaro extraño, contenerlo detrás de las rejas de mis propias ideas. Me contuve.
     No se puede domesticar el fuego.


Indio Solari en 1993


El día de la entrevista Gustavo pasó a buscarme a las nueve y media de la mañana. Le hice una seña desde la ventana indicándole que bajaba enseguida. Afuera lloviznaba. Cuando me disponía a cruzar la calle, un auto que venía a una velocidad incomprensible, levantó toda el agua que discurría junto al cordón. No tuve tiempo de alejarme de la ola verdinegra que se me vino encima. Tenía las manos cargadas. Con una sostenía el paraguas. Increpé al conductor agitándolo bajo los fresnos. Nadie esperaba esa lluvia. La tarde anterior había sido celeste y plácida.
     Ya sentada en el auto observé el estropicio de la camisa blanca, toda salpicada de barro. Gus me preguntó si quería bajar y cambiarme. Le dije que no, estábamos retrasados. Pero había algo más, algo que en ese momento callé, por intransferible: estaba bien que algunas cosas salieran mal, que pequeñas catástrofes preanunciaran que el encuentro con el Indio finalmente se produciría. Incluso llegué a leer esos desajustes como el natural prolegómeno del desajuste mayor que implicaba que, en ese mismo momento, mientras el cielo bucólico quedaba obturado por gruesos nubarrones grises y un desaprensivo automovilista llenaba mi camisa de barro, el Indio Solari se estuviera preparando para salir de su búnker. 
     Cuando llegamos al estudio, Marta, que le pasaba un trapo de piso al hall de entrada con esmerada dedicación, vino a mi encuentro. Tenía puesto un delantal rojo con pechera y sonreía. Sostuve los faldones de mi camisa manchada y señalé las manchas. Marta se mordió los labios, puso una mano sobre su mejilla y movió la cabeza de un lado a otro. Luego se fue. Cinco minutos después, a treinta metros de distancia y asomada por la puerta del lavadero, la vi blandir y agitar no sin cierta dificultad,  una palangana gigante de color turquesa. Caminé hacia ahí. “Poné acá”, me dijo. La miré con los ojos muy abiertos, para que entendiera. “No te preocupes. Encontré una remera para vos”. Me la dio. Era una musculosa minúscula, negra, con una estampa de una chica plateada y la palabra “queenie”. No había terminado de embutírmela que ya Marta hundía la camisa en el agua. “Está saliendo el sol”, dijo. “Si no se arrepiente, en una hora la tenés seca”. “¿Me queda bien?”, le pregunté mostrándole la remera. Pensaba en el Indio. “Si te soy sincera, ¿no te vas a ofender?”. Pensé que iba a decirme que me la saque, que me ajustaba mucho. Dijo: “Te queda mejor que tu camisa”. Y volvió al jabón y las manchas de barro. Mora y Gua Gua, las perras del Pelado Cordera entraron en el lavadero. Recibí sus lambetazos y la tosca caricia de sus patas con aprensión. Afortunadamente mis pantalones eran de color petróleo. Llamaron a Marta. Terminé el lavado. El tendedero era un alambre  enrevesado como una parra. Puse la camisa sobre una toalla que encontré ahí, para evitar que pudiera mancharse de óxido.
     Así de elemental fue mi preparación para recibir al Indio y lo curioso es que me sentí, respecto de la inminente entrevista, definitivamente bien. Gus se acercó para informarme que la haríamos en el estudio de abajo, que es el más grande.
     Detrás de la puerta había un escalón insidioso que por poco me arroja de bruces contra la pared. Un rato después, el Indio caía, literalmente, en la trampa del pérfido escalón. Me gustaría decir que lo frené con mi cuerpo porque cuando se abrió la puerta yo me paré para recibirlo. Él tropezó y el beso del saludo fue a parar un poco más allá de mi cara. Sostenía algo. Hubo un tintineo a la altura de nuestras manos. Miré para abajo. Vi una bolsa de cartón. Ayudé a sostenerla. Todo parecía caer.
     -¿Qué trajiste?  -le preguntó Gus.
     -¿No me dijiste que después de la entrevista iba a haber un asado?
     A veces un gesto lo dice todo acerca de una persona. El Indio. ¡El Indio! El que acababa de llegar, sin embargo, no era el personaje: era un amigo. Y traía unos vinos para el asado.
     Como si respondiera a un guión de telenovela, en ese momento Marta asomó la cabeza y preguntó si necesitábamos algo. Le dimos las generosas botellas.     
     El Indio se sentó en el largo sillón negro, bajo la pared recubierta de difusores. Empezó a hablar antes de que pulsara la tecla de play y fue como si retomáramos una conversación interrumpida la noche anterior, como si viniéramos andando y hablando desde siempre. En algún lugar había leído que era muy buen anfitrión. También es un invitado encantador. En ningún momento me hizo sentir que estaba sentada frente a una estrella del rock & roll vernáculo. Al contrario, vi en él una voluntad de brindarse y de compartir que me conmovió. El ídolo había salido de su aislamiento habitual. Me pareció que quería jugar por el lado de afuera de su juego unipersonal, tantear si con otros era posible no estar solo o ser comprendido. Hubo un momento, más de uno quizás, en que se derramó.
     Empezamos la entrevista a eso de las diez y media, once de la mañana. Tres horas más tarde, Marta nos llamó a comer. Éramos varios en la mesa: Cristian Merchot, el mánager de Bersuit, Pablo Montero, el road mánager, Edu Pereyra, el técnico de sonido de la banda, Martín Mariño, uno de los asistentes del estudio, Pablo Celano, cuyas múltiples e indefinibles funciones me inhabilitan para describir su trabajo, y Gisela Barandarián, la secretaria. Emiliano Cassina, el abogado, fue el único que se atrevió a pedirle al Indio una foto.
     Al compartir la mesa con todos ellos me sentí parte de una gran familia donde no había madres, ni padres, ni hijos, ni esposos, es decir, el tipo de familia en la que uno puede ser exactamente quien es.
     Miento: había una madre. De pronto girabas la cabeza para hablar con quien tenías al lado y te topabas con el brazo suculento de Marta que repartía el asado de tira y el lechón. Más de uno le propuso matrimonio. Comprendí que también era una familia incestuosa.
     Pero lo mejor, sin lugar a dudas, fue el postre: un tiramisú formidable que preparó la hija (verdadera) de Marta. Para usar una muletilla del Indio: “tengo para mí” que toda la comida fue creada para que haya un postre. Gustavo Gauvry ha tenido que escuchar esta afirmación como preámbulo o justificación, cada vez que compartimos un almuerzo y yo volvía a llamar a la camarera. A medida que avanzaba el proyecto, sin embargo, fui abandonando las preocupaciones protocolares referidas a si correspondía mandarse una mousse de chocolate en medio del trabajo. Gauvry no juzga: deja que hagas, que explores, que investigues. Y que te zampes una mousse si en eso encontrás inspiración o sosiego. Nunca habla de más pero tampoco deja de decir lo necesario y sabe cómo convertirse en esa presencia silenciosa y atenta que satisface las necesidades que cada momento trae. Entiendo que muchos artistas hayan encontrado en él amparo y estímulo. Si Marta es la madre por antonomasia, Gustavo es el padre: él trae la ley, el orden, el límite, la organización, pero no para constreñirte sino para que tu libertad se ordene en favor de tu arte.    
     El Indio, en cambio, rige su vida por el principio del placer. Lo confesó en la sobremesa, mientras tomábamos café. Habíamos quedado de nuevo solos, Gustavo, él y yo. Lo dijo e inmediatamente se retrajo, temeroso de no ser comprendido. Lo mismo le pasó cuando se refirió al potencial que tienen las drogas para ampliar el espectro de la conciencia. Quizás temió que tradujera su pensamiento en los términos de una apología generalizada de la droga. Recordó, con tristeza, a sus amigos muertos, y volvió a referirse a lo delicado del tema. Como todo lo que hablamos en la mesa y después, queda al margen, obviamente, de la entrevista oficial (de hecho durante su transcurso el Indio se refirió al almuerzo como a una oportunidad para hablar de “bueyes perdidos” y distenderse) quiero preservar, hasta cierto punto, lo que puede constituir la intimidad de alguien que tiene una faceta muy pública. Pero no puedo llevar mi cautela y mi ética hasta el punto de silenciar un momento de profunda belleza. Antes, junto a la consola del estudio, le había preguntado cuál era el tesoro de los inocentes. El Indio opinó que eso estaba dicho en el tema que da nombre al álbum y que además, las letras no podían explicarse. No obstante, de un modo elíptico y sin proponérselo, respondería algo más.
     Estábamos sentados en el quincho junto a una bodega con forma de guitarra cargada de botellas vacías. Hablábamos, finalmente, de bueyes perdidos. Hay una vida vivible, parecía decirme el Indio, o me dijo. La luz de la tarde era lechosa y cada vez más tibia. Hay una vida vivible, pero es incomunicable. No puedo encomillar la afirmación precedente porque lo más probable es que no pertenezca a nadie. ¿Lo dijo él? ¿Es lo que yo entendí de lo que él dijo? ¿Es el resultado de lo que, por el contrario, no entendí? Tal vez no importa. A veces la conciencia tiene sus intersecciones y no es una. Es participativa.
     Desvié la mirada hacia los papiros, que se movían detrás del vidrio compartimentado. Cuando volví, encontré ese tesoro. El precario equilibrio había virado a un grado tal de tensión interna, que hacía imposible su supervivencia. Hubo cierto temblor en su barbilla y se le desacomodó un poco la forma de la boca cuando pidió perdón por esas lágrimas, tan inopinadas como la lluvia del día. Después, mirando hacia la ventana, se sacó los lentes. Yo me había preguntado cómo serían sus ojos, porque nunca los había visto. Al girar de nuevo su cara hacia mí, observé no un color sino una transparencia o, como ese cuento de Lovecraft (un autor a quien el Indio había mencionado durante la entrevista), “el color que cayó del cielo”. Había ahí un despojo demasiado grande, demasiada luz para que algo tan trivial como una curiosidad de escritora, me dejara varada en ellos por más de un segundo. Miré el mantel de la mesa, las ensaladeras, las tacitas de café. Empecé a arrugar un sobre de edulcorante: lo enrollaba y lo desenrollaba. Por lo general, uno no tiene ojos para ver la belleza. El Indio volvió a disculparse. Después de todo, es un señor tan amable. Pero el tesoro ya estaba expuesto en su absoluta inocencia. Y yo seguía viendo aunque no quisiera y me empeñara en desdoblar el sobrecito de Hileret. “Estas lágrimas son en autodefensa” siguió diciendo el hombre que se había puesto a llorar por la ignorancia del género humano y por la ausencia de sus congéneres. Como si llorar en defensa de algún otro lo tornara todavía más frágil. Después se recompuso, seguimos hablando. Pero la pátina de porcelana que tenía la tarde, se había resquebrajado. El vino se había derramado de las copas, el mantel ahora sangraba. Era tan agradable, no obstante, simplemente estar junto a ese río rojo de la vida que corre.
     Cuando lo llevamos a su casa, no supe cómo decirle adiós. El hombre que se había calificado de “añoso” varias veces en el transcurso de la tarde, saltó del auto con la liviandad de una liebre. Gus declinó su ofrecimiento de pasar a tomar algo pero cuando lo invitó a salir de pesca con Bruno algún día, el Indio esgrimió un montón de sinrazones que de nuevo lo sumergían en las brumas de una orilla lejana, inaccesible a nuestros afanes. Había sido terriblemente nuestro por unas cuantas horas. No podíamos pedir más.
     Me pasé al asiento de adelante y anduvimos un rato en silencio por las calles circulares, arboladas y recónditas del Parque. Se hubiera dicho que nos habíamos perdido pero no: nadie se pierde con Gus.
     Personalmente, en esa hora crepuscular me envolvía  un sentimiento de incomunicable orfandad.





Las anécdotas silenciadas


-A partir de la grabación de Bang Bang, Los Redondos inician una relación con el estudio y con Gustavo que tiene una continuidad de aproximadamente diez años. ¿Recordás alguna anécdota de esa época, de esos años en los que grabaron acá?
     -Uno de los motivos por los cuales uno venía acá, como te dije, era para alejarse del dealer y, generalmente, es la relación dealer-músico lo que genera las anécdotas o propicia que los músicos estén hasta las manos y se suban al tanque y toquen la guitarra a las tres de la mañana y hagan cagadas. Algún exceso habrá habido pero, en definitiva, ese tipo de anecdotario se hace muy difícil porque en general veníamos a laburar y a pasarla bien: tomábamos mate, comíamos asados, estábamos en la pileta, manteníamos largas y amenas conversaciones, y trabajábamos. Yo lo he pasado muy bien acá. Pero no recuerdo cosas que tengan el suficiente condimento de exaltación o de zozobra. Tampoco soy el mejor ni el más memorioso, la verdad. Lo mío llega hasta hoy a la mañana.
     -O sea que desde tu perspectiva, la larga temporada de Los Redondos en este lugar, fue muy tranquila.
     -Y, quizás no. Lo que pasa es que, en serio, cuando yo digo que la memoria no es mi fuerte, es verdad, porque cuando uno tiene los años que tiene y está activo, cada tanto tiene que sellar el input y limpiar un poco, defragmentar el disco porque si no, hay un montón de boludeces que no dejan entrar lo nuevo. Cuando sos joven no hay problema. Cuando estás grande tenés que olvidar cosas del pasado, si no las “anécdotas” terminan siendo como mochilas que todos los días abrís el mueble y bum, se te caen, bum, se te caen. Afortunadamente la memoria obra con sabiduría: va borrando...
     -Lo que no necesita para seguir viviendo el presente.
     -A veces borra todo  -el Indio se ríe-. A veces borra cosas que hubiese sido bueno mantener presentes, viste cómo es la memoria. El delete. A veces uno mete más de un dedo y...
     -Pero tan mal no la pasaste en el submarino  -le dice Gustavo. Yo trato de adivinar lo que subyace a esa frase, una relación recóndita quizás entre lo que se elige no contar y lo malo. 
     -No, no. Claro, era un submarino porque no sabías cómo salir de acá. Pero he conocido submarinos peores: el de casa, es peor.
     -¿Por qué  terminaste mudándote a Parque Leloir?  -le pregunto.
     -Porque la pasé tan bien. Más de una vez le transmití a Gustavo esta cosa de lo lindo que es tener la posibilidad de vivir en un lugar así, donde tenés tu casa y tu estudio. En esos momentos en los que uno era muy urbano, encontrar un lugar donde podías levantarte a la mañana y ver el sol, escuchar los pajaritos, matear, resultó muy tentador. Además, por supuesto, de esto que hablábamos al principio: poder estar concentrados en el trabajo y generar una unidad mayor entre los músicos. Y bueno, en un momento yo me fui a Dominicana a pasar las vacaciones y con mi compañera volvimos encantados, dispuestos a ir al año siguiente. En noviembre suponte, o diciembre, ya se había terminado el año de Los Redondos, le digo a Virginia: “Estamos al pedo, acá, en Caballito. ¿Por qué no alquilamos una quinta en Parque Leloir, nos vamos todo diciembre y en enero, pum, tocamos para Dominicana?”. Así que vinimos y alquilamos una casa acá cerca. Estábamos tan contentos que nos dio una fiaca de no ir una mierda a Dominicana ni nada. Decidimos quedarnos a pasar las vacaciones acá. O sea que volvimos a alquilar. Y al final la reflexión fue no sólo por qué estoy en Caballito ahora, sino por qué estoy siempre, por qué estamos viviendo en la ciudad si nos gusta esto. Cuando terminó la temporada nos tuvimos que ir de ahí. Entonces alquilamos otra casa porque yo le dije a Virginia: “Si ahora volvemos a Caballito, no vamos a venir a buscar casa ni en pedo”. Así que nos quedamos a vivir acá y aprovechamos para recorrer con la idea de comprarnos una casa. Y dicho y hecho: nos agarró el invierno viendo lugares. Al final encontré este lugar que tiene una hectárea y era ideal porque me permitía en el futuro pensar en construir un estudio.   
     -¿Cuánto hace que vivís acá?
     -Ya como nueve o diez años. Gracias a Dios pude comprar eso porque no estaba la autopista, los valores eran otros. Después, con la autopista, ni hablar porque en veinticinco minutos estás en la Capital. O sea que fue buenísimo. Y se ha transformado en un lugar que me gustaría que fuera definitivo. Me siento muy cómodo y estoy en una etapa de la vida en la que lo único que me interesa es hacer esto que hago  -hace un breve silencio y luego repone-: Lo que lamento es la falta de memoria. Seguramente han pasado cosas locas acá, en esas épocas, pero también uno las vivía con mucha normalidad porque eran una atrás de otra.
     -A veces ni siquiera pido una anécdota  -le digo-. A veces un detalle, una imagen reveladora y para mí otro rincón de la historia Del Cielito queda descubierto.
     -Hay gente que es muy buena para eso. Pero yo no me dedico a la generación de anécdotas. Ya bastante carga hay alrededor del Indio Solari como para que uno lo esté adornando con anécdotas mejoradas. Digo, porque también la anécdota es una construcción que con el tiempo se va puliendo, se va cambiando, hasta que se transforma en algo digno de ser contado.
     -Ahora que hablamos de esto caigo en la cuenta de que por lo general, cuando hablás, vos transmitís un pensamiento, un modo de ver las cosas, pero no viene acompañado de una ilustración, de un ejemplo, de la narración concreta de un hecho.
     -A mí no me interesa la vida de los demás, me interesa la obra. Y en lo que a mí respecta, me interesa el juicio de los demás sobre mi obra, no sobre mi vida. Por eso prefiero no cargarme de anécdotas sobre las cuales después sabés que te van a preguntar todo el tiempo. A mí no me interesa la vida de Pappo fuera de las canciones que hizo. Ni la de Lennon. Yo entiendo que hay gente que necesita promover lo que hace, para mí es genuino, yo no...
     -No hacés una crítica.
     -Ni hago militancia de mis elecciones. Mis elecciones son cosas que yo necesito para vivir más cómodamente, para disfrutar de la vida, de lo que hago, para poder generar lo que genero. Y trato, en lo posible, de no competir como personaje con mi obra. Prefiero volcar mi anecdotario en canciones.
     -Paradójicamente, esa opción por el silencio te ha convertido en un personaje con unas aristas muy marcadas. El Indio Solari como personaje, no está lejos de su obra.
     -Si uno no describe quién es y no decide quién es, lo deciden los demás. No te van a dejar afuera del circo. Lo que yo estoy diciendo es que prefiero no ser cómplice de lo que arruina la vida. Mi vida ya bastante es sin decir una mierda. Entonces no me gusta esa competencia. El anecdotario de la cultura rock ha estado favorecido por la posibilidad de hacerlo.
     -A ver, ¿cómo es eso?
     -Cuando vos estás muy subido a las mantecas de la cultura rock, es fácil tener anécdotas. Lo difícil es tener anécdotas cuando... qué sé yo, cuando laburás en el puerto. Pero cuando vivís en este ambiente de la bohemia, de la noche, siempre tenés cosas para contar. Porque si la cagada no la hiciste vos, la hicieron en la mesa de al lado, te tuviste que agachar lo mismo cuando sonaron los tiros. No le veo el mérito. Y a mí me interesa ameritar las cosas. Cuando yo elogio a alguien es porque elogio algo que me ha provocado esa persona que no me lo provoca el que está en la mesa de al lado. Y eso está en la obra, no está en las cagadas que el tipo se mandó, en las borracheras, drogas y quilombos en los que se metió. Todo el mundo vive situaciones peligrosas, todo el mundo vive situaciones miserables, todo el mundo vive situaciones de reconocimiento. Las mismas cosas que le suceden a la gente, cobran otra magnitud cuando las vive uno porque uno funciona como una caja de resonancia. Yo creo que, en lugar de hacer cagadas para salir en las revistas, hay que esmerarse más y trabajar más en la obra, sobre todo si te transformás en un artista que puede confirmar las cosas que hace desde distintas disciplinas. Porque para eso... en eso se te va la vida.
     -Y esto es lo que estás haciendo.
     -Claro, se te va la vida en eso: cuando tenés varias empresas, lo que necesitás es tiempo. El tiempo es oro. Realmente en ese momento entendés de qué se trata esto de que el tiempo es oro. No tengo tiempo para hacer todo lo que quiero hacer. Y eso amerita estar relajado en tu vida social. Si estás hecho un quilombo, todavía en la joda y en la bohemia, te quedan muy pocas horas del día para hacer. Y más a esta edad, cuando la resaca ya no te dura hasta las diez de la mañana. Pero volviendo a lo de las anécdotas: hay tipos como Lovecraft, como Julio Verne, que crearon mundos sin nunca haber salido de una habitación. El asunto no es tener anécdotas sino saber cómo presentarlas para que resulten conmovedoras. Hay tipos que da gusto escucharlos contar anécdotas pero no por la anécdota en sí sino por cómo el tipo te la cuenta. Entonces ahí hay arte y eso está bien.
     -Esto me recuerda una frase que leí en algún lado: “La organización de la experiencia requiere su paso por la ficción”. Es decir, por más que vos estés escribiendo tu propia autobiografía, al organizarla como un producto estético no va a ser lo que vos viviste. Al menos, no en forma precisa.
     -Exacto. Esa es la discusión, lo que me hace estar mal en la relación con los periodistas. Para mí el periodismo es un género de ficción: de movida porque aquel que escribe está en la búsqueda de un estilo reorganizando, como decís vos, reordenando cualquier reportaje. Y a veces, cosas que se entendieron mal para ellos son centrales y parten de ahí para armar toda una pintura sobre tu personalidad.
     -Sí, supongo que esa reconstrucción de la entrevista a veces tiene que ver con qué le impactó al entrevistador y dónde puso el acento, con la interpretación que hizo de lo que vos dijiste.
     -Lo que dijiste al final puesto al principio, la eliminación de las cosas que ellos creen que no tienen valor y que hacen a la pausa. En el caso mío que soy un tipo, como decís vos, que llevo todo un poco a la abstracción para no hablar de los hechos puntuales, llega un momento que si no ponés las pausas, si no reclamás el tiempo, la cronología de esto mismo que está transcurriendo y sólo recuperás las frases que te parecen ingeniosas y las ponés eliminando los intervalos, parece un tipo que estuviera dando satsang, parece todo muy relajado pero por ahí dije un montón de pelotudeces, fui al baño, voy al baño  -se levanta y le pregunta a Gustavo-: ¿Dónde está el baño?
     -El baño está en el mismo lugar de siempre  -le responde Gus.


Mario Breuer, Indio, Gauvry y Skay, regresando a Bs As 
luego de la mezcla de "Lobo Suelto, Cordero Atado". 1993


     Cuando nos quedamos solos en la sala, me pregunta:
     -¿Y? ¿Todo bien? ¿Te sentiste cómoda?
     Hacía casi tres horas que estábamos hablando.
     -Todo bien  -le respondo-. Me sentí muy cómoda.
     Lo que yo sentía en ese momento no se lo pude decir a Gus. Era algo superlativo. Decir “bien” o “muy cómoda” resultaba anodino, insustancial. 
     El Indio había hablado. Y lo había hecho, como siempre, con absoluto dominio y holgura. Las palabras eran su medio, su vehículo, aquello de que se revestía y también la materia que lo desnudaba. Pero había algo más. No sólo era un narrador estupendo: también sabía escuchar y aunque parecía tener ideas muy claras y determinadas acerca de prácticamente todo, al estar con él (y justamente en esos intervalos que mencionó, en esas efímeras pausas de la conversación)  me di cuenta  -él permitió que me diera cuenta- de que su personalidad no es una obra acabada. Ése fue el regalo que me hizo: dejarme entrar.
     Infinidad de luciérngas nadaban en la noche perpetua de su búnker. Amparado por esa oscuridad, tendió un brazo hacia mí. Pero no buscaba la connivencia de la sombra para relativizar ese gesto, la invitación a cruzar. La negrura que nos envolvía servía, paradójicamente, para mitigar los terrores. Él resplandecía en ella y secretamente me proponía una danza quieta en el fondo del mar. Ese fondo se había ido tejiendo con los silencios, las pausas, el tono de la voz. No supe que había caído en él hasta que Gus preguntó: “¿te sentiste cómoda?”.
     Para responderle tuve que nadar hacia lo alto. Cuando llegué a la superficie, expulsé un chorro de agua y aquellas palabras deslavazadas. Entre Gus y yo se hizo un silencio también marítimo, pero no de comunión sino de naufragio.
     -Un gran conversador  -resume Gus con la respiración intacta en medio de los maderos y otros despojos que flotan sobre las olas.
     -Un gran conversador hace que te resulte más fácil conversar  -digo aferrada a un panel de espuma-. ¿Cómo se llama esto?
     -Eso se llama difusor 2D  -responde, pedagógico, Gus.
     -¿Y para qué sirve?
     -Para que el sonido, cuando llega ahí, no rebote como si fuera un espejo sino que se difunda.
     Las intemperancias del mar me habían dejado de espaldas a Gus. De pronto oí el murmullo sereno, acompasado, de ese agua ondulante sobre la que él dejaba caer sus palabras. Oí la entrega, la dedicación sin estridencias, la presencia indudable y a la vez sutil. Me di vuelta y crucé la sala. Quería agradecerle este sonido que había encontrado y que tenía su sello. Gus se había replegado en su silla. Tenía los hombros levantados y la cabeza como embutida. En tres zancadas vehementes estuve a su lado. Me miró sorprendido. Estaba a punto de decirle cuando oímos la puerta del estudio que se abría.


Poli y Skay con Gustavo Gauvry. 1994





Who is that girl?

Marta. Volumen II


-Así que bueno -cerró el Indio- el asunto es que estábamos en la ciudad y cada vez se nos hacía más difícil el ritmo de trabajar en los estudios muy pro y este estudio tenía una ventaja de estirpe hippie: el hecho de estar en un barrio parque, con pájaros y verde y pileta y Marta y todas esas cosas.
     En muchos de los discos grabados en el estudio, Marta aparece en los créditos. Marta es icónica: la mujer argentina por antonomasia. Y el rock & roll del país no ha dejado de rendirle homenaje.
     Ésta es otra de las particularidades del estudio Del Cielito: la inclusión de lo femenino en sus mismas raíces. En esto, como en tantas otras cosas, se puede apreciar el influjo Gauvry. Porque a poco que uno se ponga a observar, el rock & roll es un mundo que sitúa a las mujeres en la periferia. Gustavo Gauvry supo poner a la mujer en el centro. Se me podrá objetar que poner a la mujer en el centro para que cocine y lave los platos es más machista incluso que directamente no ponerla. Pero cocinar, en el mundo Del Cielito, es otra cosa. Sin duda la impronta estuvo dada por Floki, la esposa de Gus. Tanto Spinetta como Lebón recordaron sus comidas exóticas, el apoyo que les brindó, lo “volada” que era. Floki estuvo en la génesis de este estudio-hogar. Y cocinar, en el mundo de los Gauvry, nunca fue una cuestión de géneros. Hay que estar con ellos, hay que sentarse a comer con ellos alguna vez, para comprender que hacen, de los actos más sencillos, una práctica devocional. Gus me enseñó por lo menos dos cosas:  abandonar un lugar sin dejar rastro, “como un yogui”, y  nunca llegar a un lugar con las manos vacías.
     Puede que los exacerbados egos que nuestra cultura propugna, se indignen ante la frase: ¿cómo dejar un lugar así? ¿no hay que, por el contrario, “dejar huella”, crear una diferencia, hendir la madera indiferente con una marca novedosa? La vida de cualquier artista está signada por esta idea: hacer un gesto, crear algo que antes no estaba o no existía de esa manera particular, romper otra cosa que se veía demasiado virtuosa y acaso falsa, sacudir, como hicieron al menos los primeros rockers, la confortable somnolencia del statu quo. Entonces, si es así: ¿qué será esto otro de irse de un lugar como si no se hubiera pasado por allí? Tiene que ver, pienso, con las excrecencias del yo. Se me ocurre esta escena, relacionada por cierto con la vida de Gus, que, además de ser productor y sonidista, es marinero: hacés un paseo por el río. A lo largo del día, abrís latas, consumís botellas de cerveza o de alguna gaseosa, desplegás envoltorios. Fondeás en un sitio del río donde hay otras embarcaciones, no demasiado alejadas de la tuya. Bien: un yogui o un ser humano, mejor, un ser humano consciente, no invade con su música el espacio aéreo de otros que prefieren el silencio. No crea olas irritantes con, si la tuviera, una moto náutica trazando órbitas atronadoras alrededor de quienes fondearon allí buscando la paz de la corriente. No tira al río una bolsa de consorcio llena de basura. Hay una delicadeza en el hacer y también una para cuando se deja de hacer y el sonido de la acción puede reverberar y volverse molesto. Gus siempre busca eliminar el sonido molesto. Es en este sentido que borra las huellas de la acción.
    
Marta hace memoria:
-Primero mi trabajo acá fue cuidar a los nenes: a Violeta y a Paul. Yo empecé de niñera. Vine por quince días a reemplazar a la otra señora, que se había tomado vacaciones. Pero la señora de Gauvry me pidió que me quedara. Después ellos se fueron a vivir a la Capital, a un departamento y yo trabajé un año allá. Más adelante me pasé acá de nuevo porque esta señora que estaba antes que yo, se fue.
     -¿Y cómo fue para usted, Marta, esta experiencia de prácticamente convivir con tantos músicos, con tantas bandas, a lo largo de todos estos años?
     -La experiencia con los pibes que vinieron a grabar la verdad que fue bárbara, bárbara. Yo no me puedo quejar de un solo grupo, de que fueran malos o raros, no sé cómo decirte, cómo explicarte: todos respetuosos, todos buenos, todos cariñosos. Yo me sentía como si fueran todos mis hijos: del más grande al más chico.
     -Pareciera que funcionó y sigue funcionando como una suerte de “alma mater” del lugar.
     -Muchas cosas muy lindas me dijeron. Después se acordaban de mí. Por ahí venía alguien que yo nunca en mi vida había visto y me decía: “¿Usted es Marta? En tal parte me hablaron de usted, me dijeron tal cosa”. Pero bueno, todo eso viene también por la bondad de Gustavo, lógico: él me aceptó, él me puso a trabajar con ellos.
     -¿Y qué recuerdos guarda como más significativos para usted, como más lindos o queridos?



 Violeta y Paul Gauvry, 1988


     -Uy... muchos. Me acuerdo por ejemplo de una vez: Los Redondos estaban grabando y era mi cumpleaños. Entonces me llama Poli y me dice: “Acá te trajimos un regalito”. Era un perfume, muy lindo, ¿no? Pero ella me dice: “Abrí y mirá adentro”. Y adentro había plata: un montón para aquel entonces. Yo me fui al baño y me largué a llorar porque para mí era una cosa... que me den algo así. Para mí era mucho, mucho. Ellos decían que no, que para ellos... También me decían, así por decir, ¿no?: “Si usted no fuera casada me casaría con usted”. Y me festejaban la comida.
     -Y en general, los músicos, ¿comían acá, en la cabaña?
     -Al principio comían en un quincho abierto que había. También comían en el estudio. ¿Ves ese tronco que está ahí afuera? –señala por la ventana, hacia un sector del jardín-. Lo tenían en el medio de la cocina y comían ahí, o en la barra, todos juntos.
     -¿Usted cocinaba acá y les llevaba la comida?
     -No. Cuando Gustavo vivía acá -se refiere a la cabaña, donde estamos conversando- yo cocinaba allá, en la cocinita de ahí  -extiende su brazo hacia el estudio-. Y ahí me arreglaba. Como me dijeron el otro día estos chicos que vinieron de España  -dice, aludiendo a los músicos que recalaron en el Cielito en el contexto un experimento musical de intercambio-: “¿Cómo se arregla usted para darle de comer a tanta gente con esas ollitas que tiene?”. Si me preguntás cómo lo hago: no sé. En mi casa tengo de todo: batidora, microondas, la cuchara que vos quieras, ya no sé dónde poner las cosas. Acá no tengo nada de todo eso. Pero me las arreglo igual.
     -Así que tiene muchos más implementos de cocina en su casa, donde por ahí no cocina tanto ni para tantos, que acá. ¿Alguna vez le pasó de tener que pedirles a Gustavo o a Floki que le compren una espátula, un cucharón?
     -No, cuando estaba Gustavo no había problema: Gustavo tenía de todo, de todo para la cocina. Pero después, como ellos se mudaron, sacaron todo lo suyo. Y Bersuit, bueno, cuando empezaron no tenían nada. Pero yo me arreglaba igual: estiraba la masa con una botella, por ejemplo. Lo único que lamento es que yo hago la comida acá y la hago en mi casa y en mi casa siempre me sale un poquitito más rica, me parece. No sé por qué.
     -Pero acá nadie se queja.
     -No, no. Yo estoy muy contenta. Siempre recibí halagos, de todos lados. Muchas veces lo escuché a Gustavo decir: “Falta el ruido de la cocina”. Porque claro, ellos comían en la mesa del comedor diario y yo estaba en la cocina con las ollas, lavando, limpiando. Y ellos estaban comiendo y escuchaban el ruido, el ruidaje. Me acuerdo, me acuerdo de haberle escuchado decir: “Lo único que falta acá es el ruido de Marta”.
     El comentario de Marta no me sorprende. Lo que sí me sorprendía al principio era el oído de Gus. En realidad no tiene oídos: tiene radares. Todos los sonidos y los ruidos que el común de los mortales tendemos a amalgamar y a dejar en el fondo de lo que estamos haciendo, viajan hacia donde Gustavo Gauvry se encuentra y lo interpelan. La reverberación de una copa de vino que choca con otra; un tema de Calamaro que está sonando en el interior de una casa, a cien metros de donde hablamos casualmente de Andrés; la resonancia de ciertas voces en su cabeza, como si vinieran cargadas de un ámbito propio; el tic tac de los relojes que avanzan decapitando el tiempo, y todos los sonidos, los matices, los paisajes que sólo él ve y comprende desde adentro de la música. Una marca de Gus: el sonido como escena, como paisaje, como atmósfera. Para él, el sonido no es algo que sólo se oye: es algo que también se ve.
     Como contrapartida, Gus prefiere, cuando no está trabajando, la oscuridad y el silencio. El camarote de un barco como el mejor de los hábitats. Mecido por las aguas, en un remedo rústico de vida intrauterina.
     Los infaltables de Gustavo Gauvry: el celular, la Victorinox y una caja llena de tapones para los oídos.
-Cuando recién empezaba a trabajar acá,  me acuerdo que grabó Soda Stereo. Fueron tantos los que pasaron por acá  -enumera Marta-: Mercedes Sosa, David Lebón, Serú Girán, Charly García, Juanse, Los Redondos, un montón de grupos de Uruguay, Los Piojos. Hay un compact de Los Piojos donde ellos ponen que tuvieron que dejar de mirar lo que yo hacía y dejar el arco para empezar a grabar. Porque ellos vinieron acá y pensaron, se ve, que estaban de vacaciones: comían y jugaban a la pelota, comían y jugaban a la pelota...
    

“El Pedromóvil atravesó el foso de la ciudad amurallada, la anhelada y paradisíaca (aunque para nosotros nunca veraniega) pradera Del Cielito. No había ya perros ladrantes y a falta de un esférico balón nos esperaban dos, a cual mejor.
     Inmediatamente el traje de gimnasia estuvo puesto y corrimos por los prados estrellando pelotazos por doquier. Fue entonces cuando nuestros benditos carceleros hicieron su aparición: Tío Alfredo (sagaz, ingenioso y ya viejo conocido malabarista de varieté, recordamos no sin emoción el número ‘El mago Alfredo y sus Conejos Sordos’) y su terrorífico e imparable compañero en bermudas Adrián ‘Manos de Perillas’ Bilbao. La fulbia se vio a partir de entonces infinitamente interrumpida, haciendo de nuestros excitantes campeonatos azarosos encuentros discontinuos.
     Bastante choto resultó entonces comprender que no habíamos ido allí a patear y a devorar los manjares de Marta, a sentirnos como reyes gracias a Steve, a ‘Toto’, Dieguito, la precisa presencia de Pocho y las fantasmagóricas  -pero oportunas-  apariciones de Gustavo. Un día llovió y la cancha se tapó y volvimos a los instrumentos y dijimos ‘esto suena’, así que nos agrandamos, concentramos y pusimos en cada tema todo lo que teníamos para dar: Sangre, sudor, lágrimas y rocanrol. Fue así como descubrimos que existía un Tercer Arco”.
                                                Los Piojos, “Tercer Arco”. Año 1996.


-Ahora que estuvieron los españoles salí en la Rolling Stone de España  -retoma Marta.
     -¡Ya tiene proyección internacional, Marta!
     -Yo sigo la misma, eh  -se ríe-. Yo sigo la misma acá en el Cielito. Ahora por último estuvo... cómo se llama el chico éste que vino de España...   -Marta apoya su barbilla sobre los dedos pulgar e índice-. ¡Calamaro!  -exclama cuando se acuerda-. Calamaro también me mandó un compact a mí exclusivamente. La mánager de él me invitó a España. Que cuando vaya a Francia, porque yo tengo un hijo que vive en Francia  -confiesa bajando la voz-, así que me dijo: “cuando vaya a ver a su hijo, venga a verme a España que yo la voy a recibir en mi casa”. ¿Lindo, no?
     Marta hace una pausa. Mira por la ventana.
     -Con David Lebón también tuve una relación muy cercana. El venía, se instalaba acá, y yo lo atendía. David es un divino, tan amoroso, tan respetuoso. Con Serú Girán estuvieron cuarenta y cinco días grabando. Habían alquilado la casa y el estudio. Gustavo vivía en la Capital.
     -¿Y de Charly tiene algún recuerdo, Marta?
     -De Charly tengo muchos recuerdos. Lindos y... bueno, lindos.
     -Un personaje por momentos difícil  -le digo, viendo que su autocensura funciona a la perfección.
     -Cuando estaban grabando acá el técnico de ellos me decía: “Tené cuidado, Marta: cuando limpies debajo de la consola, no te agachés porque si entra Charly, por ahí te da una patada en el cu...”  -Marta no completa la (mala) palabra-. Entonces, cuando yo iba a limpiar el control le avisaba al técnico que, para protegerme, se paraba en la puerta mientras yo limpiaba. Porque Charly entraba y... ¡pshh! contra todo lo que estaba ahí. Claro, él quería trabajar, es lógico  -agrega, contrita-. Una mañana llegamos con Diana, que era la secretaria de Gustavo, y estaba... no me acuerdo, había un chico ahí que le dice a Charly: “Che, Charly, ¿conocés a Diana?”. “Sí, sí, ya la conozco, estoy trabajando”. Tengo un cuadro allá con él  -dice Marta, y señala el estudio-. Carlitos, el fotógrafo, quería sacarle una foto pero Charly no quería. Entonces yo estaba sirviéndole la comida y le dice: “¿Y con Marta no te sacarías una foto?”. “Sí, con Marta sí”, dijo. Así que yo le pasé el brazo por arriba de los hombros y nos sacaron una foto, la que está allá, en la sala de estar del estudio.
     -Eso fue en el ’92, cuando se reunió Serú Girán.
     -Cuando se reunió Serú Girán. Yo la ayudaba a cocinar a Lidia, la hermana de David, que vino a hacer el catering durante esos cuarenta y cinco días que estuvieron.
     -Y dígame, Marta: ¿los músicos son de expresar sus inclinaciones culinarias? ¿Hay alguno que haya venido y le haya dicho: “A mí preparame tal cosa”?
     -Sí, claro. O también yo sirvo alguna comida y me dicen: “Esto quiero que me lo repita”.
     -¿Cuáles son los platos que más le piden?
     -Me pidieron mucho que repita los ñoquis caseros y el pollo al champignon. También el pastel de papas, fijate, una comida tan sencilla. Me acuerdo que un día vino el Chango Spasiuk y yo había hecho ñoquis. Había un montón de gente. Él se me acerca y me dice: “Yo ñoquis no como, no comí nunca, pero voy a probar”. Dos platos se comió. Dos platos: me pidió que le sirva nuevamente. Esas son las cosas lindas que te decía, porque que alguien que te dice “nunca comí ñoquis porque no me gustan”, después termine repitiendo, es muy gratificante para mí  -Marta suspira, se lleva las manos al pecho y se sonríe-. Mirá: yo a lo mejor en mi casa tengo un problemón inmenso pero basta que cruce el portón de entrada para que todos mis problemas se terminen.
     ”A mí este lugar me encanta. Yo tengo algunos problemas de artrosis y por ahí estoy rengueando, o me duelen las manos, o las piernas. Pero hay tanto compañerismo que me olvido de mis dolores. Muchas veces hacemos bromas entre nosotros y yo me integro como si fuera uno más.
     -Es un ambiente muy familiar, ¿no?
    -Sí, comen todos juntos, todos reunidos. Ahora yo llegué y Gisela, la secretaria, ya me está pidiendo que le lleve un mate, un mate rico. Así que le dije: “Bueno, voy a ver a la chica esta”  -se refiere a mí-  “y después te traigo el mate”. Compartimos, ¿viste? No están esperando que vos vengas y te pongas a laburar como una burra. Uno conoce sus responsabilidades, lógico. Yo llego y sé lo que tengo que hacer. A lo mejor me pongo a conversar media hora pero después esa media hora la recupero dándole con todo.
     -Usted es infatigable, Marta. Porque después me imagino que tiene que seguir trabajando en su casa, ¿no?
     -Yo sigo trabajando en mi casa, sí. Ayudo a mi hija, también, que hace catering. El catering del show del Indio lo hizo ella  -me dice, orgullosa.
     -¿Cuántos hijos tiene, Marta?
     -Cuatro: tres hijas mujeres y un varón. Mi hijo, cuando se fue a Francia me dijo: “Mami, ahora basta, ahora dejá de trabajar”. Pero yo con esto y mi marido con su trabajo, los hicimos estudiar a los chicos. Entonces yo le dije a mi hijo: “Escuchame: si yo me llego a quedar en casa, me convierto en una vaca, así que mejor que me dejes trabajar”.
     -O sea que para usted este lugar no sólo es bueno para la salud mental sino para la salud en general.
     -Este lugar es buenísimo. A veces vienen músicos que me traen noticias y saludos de otros músicos que vinieron hace años.
     -Es que usted es toda una entidad, Marta.
     -Sólo acá adentro  -responde riéndose y después, un poco más seria, agrega-: Cuando yo empecé acá, Paul era chiquitito. Tenía un arenero allá  -señala por la ventana un sector del jardín- y Paul me llevaba a jugar al arenero cuando recién entré.
     -Y ahora, con los Bersuit, ¿cómo se siente?
     -Bárbaro, son muy cálidos. Es una cosa increíble, todo el grupo y los que los rodean también.
     -A ver, Marta, cuando al pensar en Bersuit dice “increíble”, ¿en qué piensa exactamente?
     -Increíble en la forma de tratar a uno, de venir, de saludar, de no pasar sin entrar a saludar... son tan amables. Es una cosa que uno no puede creer porque ellos tienen éxito, tienen fama, y muchas veces eso la da vuelta un poco a la gente. Pero a ellos no. El día de Fin de Año se vinieron todos a saludar. Yo les pregunté si iban a quedarse a pasarlo acá pero ellos me dijeron: “No, vinimos solamente a saludar”. Tan sencillos, tan divinos. Todo ha sido y es muy, muy lindo acá.
     -Casi parece un cuento de hadas, Marta.
     -Para mí es como un cuento de hadas.
     -¿Y su marido qué le dice? ¿Está contento de que trabaje acá?
     -Mi marido está contento. Al principio mucho no le gustaba, ¿no? Mi marido es un hombre de carácter muy fuerrrte  -dice Marta, marcando bien la ‘r’-  y al principio no le gustaba.
     -Estaría un poco celoso, quizás.
     -Él es muy celoso. Muy celoso. Pero sabe hasta dónde puede llegar, ¿no? Además, ya estamos viejos los dos. Él estuvo retirado diez años y después lo convocaron de nuevo. O sea que seguimos trabajando los dos. Llegamos a casa a la noche, hablamos de nuestras cosas y después seguimos.

-Escúcheme Marta  -la llamo- no sé cómo decirle esto, pero usted habrá notado que en el estudio, dependiendo de quién esté, suele haber algunos olores raros. O por ahí, al hacer las camas, encuentra algún paquetito sospechoso... Usted no comente nada ¿vio? A mí me preocupa un poco porque su marido es policía y algunos músicos por ahí se fuman un porro o alguna otra cosa prohibida.

     -Mire Gustavo -me responde muy seria- por mi marido no se preocupe porque cuando estuvo Serú Girán acá dentro un mes entero, y yo me quejé de las cosas que hacía Charly, me dijo: “Mirá Marta, a mí no me importa si Charly es drogadicto, es borracho, maricón o lo que sea... Charly igual es mi ídolo”.

-Yo les agradezco a Gustavo y a Floki todo lo que me pasó a mí durante estos años porque ellos me dieron esto. Si ellos no me hubieran aceptado, yo no estaría acá. Además me entregaron la casa y el estudio así  -hace un gesto con los brazos, extendiéndolos hacia adelante con las palmas de las manos vueltas hacia arriba-. Ellos fueron tan buenos, tan amables, tan confiados. Entonces vos no querés perder eso: vos querés cuidar al máximo de la cosa ajena.
     -Cuando la escucho hablar, Marta, me da la sensación, justamente, de que usted cuida lo ajeno como si fuera propio, o más que lo propio. Y eso debe ser lo que todos perciben.
     -Yo si encuentro algo trato de cuidarlo, guardarlo y ver de quién es. Igual, una vez nos pasó... Esto nos pasó a mi marido y a mí. Hubo una época en la que cuando sonaba la alarma acá, sonaba el teléfono en mi casa. Suena el teléfono, atiende mi hija y me dice: “Mami, está sonando la alarma del estudio”. Yo sabía que Gustavo se había ido a navegar con la familia. Entonces le digo a mi marido, que estaba haciendo un asado en la parrilla: “Raúl, es la alarma del estudio”. “Llamá a un remís”, me dice él. Y agarra el mantel de arriba de la mesa, envuelve el arma y salimos. Vinimos acá y no había pasado nada. Pero cuando volvimos a casa, los perros nos habían comido toda la carne  -Marta se ríe-. Después, cuando le conté a Gustavo lo que había pasado, me dice: “¡Ay, fui yo! Volví a buscar algo y me olvidé de cortar”.
     -Le deben un asado, entonces, Marta.
     -Yo nunca le comenté a Gustavo lo que me pasó con los perros, me dio vergüenza.
     -Pero esa noche, más que vergüenza, debe haber sentido bronca.
     Marta hace caso omiso a mis ínfulas vindicativas.
     -Muchas veces, cuando nosotros sabíamos que no estaban, veníamos con mi hija a las diez, once de la noche, pegábamos una vuelta con el auto, mirábamos si todo estaba bien y nos íbamos.
     -Claro, en esa época no se había hecho el paredón ni había seguridad.
     -Nada, no había nada. Esto nadie lo sabe  -me dice Marta en tono de confidencia- pero a veces no estaba Gustavo, yo cerraba todo, me iba, y a mitad de camino por ahí me daba la sensación de que algo no había quedado bien cerrado. Así que volvía y revisaba todo de nuevo. Porque si no, no me quedaba tranquila. Después Gustavo se iba con su auto y venía a veces de noche, y yo cuando me iba y acá no quedaba nadie, ponía trabas, candados. Entonces un día me dice: “Marta, no trabe tanto que después no puedo entrar”. Es que yo tenía miedo de que alguien entrara, entonces por las dudas cerraba por todos lados.
     -O sea que además de niñera y cocinera, usted ha sido seguridad del estudio Del Cielito.
     -No sé si tanto como seguridad, pero cuidaba, cuidaba. Yo siempre venía con miedo de que pasara algo, de que algo no estuviera bien, pero no, por suerte, nunca. Han entrado, han robado, sí, pero...
     -Nunca en un momento en que usted estuviera acá.
     -No. El otro día nos estábamos acordando con Gustavo, acá en la mesa. Fue un domingo 1° de mayo. Uno no se olvida nunca de una fecha así. Floki se estaba por ir a Estados Unidos y me iba a traer perfumes para mis hijas. Acá en general se trabaja sábado y domingo también, pero ese fin de semana, esto ocurrió hace muchos años, me dijeron que no fuera el domingo. A la tarde de ese día,(era un día lluvioso, horrible, me llama Floki y yo les digo a mis hijas: “Chicas, rápido, dénme los nombres de los perfumes que quieren”. Pero no. Floki me llamaba para decirme que acababan de llegar del centro y les habían robado todo. Nosotros vinimos enseguida con mi marido, y sí: habían roto la puerta de adelante, habían entrado, y se llevaron ropa, ropa de cama, cajas enteras de compacts. Fue realmente algo muy feo. Y yo todavía diciéndoles a las chicas, pensando que Floki me llamaba para que le diera los nombres de los perfumes. Pero ella no viajó, lógico.


 Marta Diaz junto a Charly Garcia en una pausa durante las sesiones de Seru '92

  
Buenos Aires, Miércoles 14 de Febrero de 1996. Crónica

     “El líder de la banda de rock ‘Ratones Paranoicos’, Juan Sebastián Gutiérrez, ‘Juanse’, fue asaltado ayer por dos delincuentes que lo golpearon, le robaron un automóvil Mercedes Benz y las letras y partituras de los temás inéditos del próximo disco del grupo, en la ciudad bonaerense de Ituzaingó, en Zona Oeste.
     El propio cantante refirió que cerca de las 15, cuando se disponía a ingresar al estudio de grabación de la empresa ‘Del Cielito Records’, en Parque Leloir, fue interceptado por dos delincuentes, uno de los cuales lo hirió al pegarle dos culatazos en la cara. ‘Fue jodido  -narró-. Yo estaba solo y bajé del auto para entrar al estudio. Entonces vinieron dos hombres jóvenes que creo no sabían quién era y uno me pega dos culatazos en la cara con un revólver. Cuando intento resistirme y sacarle el arma, aparece el otro apuntándome con una escopeta de grueso calibre’, añadió el músico (...). ‘El auto no me importa tanto, sino que lo que más quiero recuperar es una videocámara, demos, y los temas que iban a ser presentados al productor inglés Andrew Olhdam, y ropa que había traído para pasar un mes dentro del estudio de grabación”.





En el cielo las estrellas,
en el campo las espinas


Entre la ropa que se llevaron los delincuentes estaba la campera de cuero que Juanse había usado la primera vez que vio en vivo a los Rolling Stones.
     No es fácil llegar al cielo. Sobre todo si para disfrutar de sus mieles tenés que atravesar el escabroso conurbano bonaerense.
     -Cuando yo todavía fantaseaba con la idea de construir el estudio ahí, Parque Leloir parecía que quedaba más lejos que ahora porque no había autopista, no había teléfono, no había nada. La calle del estudio ni siquiera estaba asfaltada, era un senderito que avanzaba entre los árboles. De hecho la gente se perdía, los músicos se perdían. Una vez Celeste Carballo estaba citada para hacer una grabación y pasaban las horas y no llegaba  - cuenta Gustavo.

-¿Qué pasará con Celeste? Hace rato tendría que haber llegado.
     David no me responde pero noto una cierta preocupación en su mirada.
    Unos minutos después me parece escuchar un auto. Cuando salgo veo entrar al gordo Demian muy agitado.
     -¡Vengan pronto! ¡Nos caíamos con el auto en una zanja! ¡Celeste bajó descalza y se cortó el pie con una botella!
    “Nos perdimos porque fuimos por Del Cielito para la derecha en vez de para la izquierda y nos metimos en un barrial impresionante –explicará más tarde, cuando ya Celeste estaba a salvo.  

-¿Alguna vez tuviste problemas con los vecinos de Parque Leloir?
     -Sí, tuve  -dice Gustavo y se detiene.
     Sé que no le gusta hablar de los problemas que tuvo sino de las soluciones que encontró. No obstante, insisto: prefiero hablar de los problemas. Las soluciones no invitan al diálogo sino a la exposición.
     -¿Qué tipo de problemas?  -indago-. ¿La música demasiado fuerte?
     -Cuando grabábamos en la cabaña, viste que la casa es de madera. Bueno, por eso sonaba tan bien: el sonido no rebotaba adentro de paredes de mampostería sino que pasaba de largo, como si las paredes no existieran. Las bajas frecuencias  -explica Gus-  son las que en general dan problemas en los lugares cerrados porque cuando no tienen la capacidad de expandirse todo lo que necesitan, rebotan y generan toda una distorsión. Pero en la cabaña no teníamos ese problema: sonaba bárbaro.
     Nunca me terminó de contar cuál era el problema. La octava maravilla de mundo: hacer un recorte y pintar en él la realidad que se quiere. La distorsión es lo que queda fuera del recorte para que nunca se sepa que el recorte mismo era la distorsión. Le había preguntado por las quejas de los vecinos: me respondió con el sonido extraordinario de la cabaña. Ese sonido libre, sin fronteras, recaló en mi imaginación. Lo vi golpeando la puerta de cada casa de Parque Leloir. Lo vi pasar sin esperar a que le abrieran, sin pedir permiso. La música se ponía a dialogar con los vecinos:
     -Estos rockeros de mierda, voy a llamar a la policía, vieja  -dice el hombre a su esposa.
     La mujer, con el batón puesto, asiente. Golpea el pan rallado sobre la milanesa y asiente. La cena que está preparando es un gesto de asentimiento a perpetuidad. Saca otra milanesa del plato con los huevos batidos. Hunde la carne en el pan. Golpea con sus palmas. Y por la puerta o las ventanas abiertas del verano:
     -Sólo tengo una vida  -dice la voz de Spinetta.
     -Y a mí que carajo me importa  -ladra el hombre por lo bajo.
     -No te vuelvas como la pared justo ahora  -sigue  Spinetta.
     Justo ahora que encontramos un lugar donde el sonido atraviesa las moléculas y alcanza tu piel de lagarto.
     -¡Hola! ¡Hola! ¿Con la comisaría? Sí, mire sargento, acá están estos pibes con la música, son rockeros, seguro que se drogan. No queremos gente así en el barrio.
     -Sin embargo, en las sombras, se escucha una música como si ya no estuviera aquí. No sigas solo en la pared. No tiene caso.





    El sonido del Cielito



-Un estudio de grabación es, básicamente, una consola y un grabador. Después hay otros aparatos que se llaman “periféricos”. Son equipos que se utilizan para modificar la señal de audio: para expandirla, para comprimirla, o también para eliminar ruidos o para generar efectos, por ejemplo, de cámara, de reverberancia, de eco.
     -Y para hacer la mezcla, pienso, estos aparatos periféricos deben ser fundamentales.
     -Claro, exactamente  -se entusiasma Gus-. Lo que hacés cuando mezclás es utilizar las grabaciones que hiciste “peladas”, es decir sin efectos, sin ambiente, y situarlas en algún lugar.
     -Creás un clima.
     -Exacto. Creás un clima.
     -Una de esas máquinas periféricas que ustedes tuvieron en Del Cielito fue el mismo jardín.
     Gus se ríe.
     -La acústica del lugar puede intervenir en la grabación pero depende de la atmósfera que vos quieras crearle a la mezcla porque si vos querés grabar, supongamos, un tema tipo himno y querés que suene grandioso, esa grandiosidad que le vas a dar tiene que ser artificial porque vos en realidad lo grabaste en un cuartucho de tres por tres lleno de lana de vidrio, ¿entendés?
     -¿Y para qué tipo de canciones pensás que el estudio Del Cielito generaba, en la época de la que venimos hablando, el clima adecuado? ¿Canciones de tipo bucólico, canciones hippies, canciones de fogón?  -soy consciente de que estoy jugando con mi ignorancia y hago caras y gestos con las manos a medida que enumero. Gus se da cuenta pero igual me contesta con seriedad.
     -Y... no sé, cuando grabábamos en la cabaña sonaba muy íntimo, muy cercano todo. Sonaba como lo que era: como una casa, como un lugar cálido. Igual, esto creo que ya lo hablamos, el clima no es sólo el sonido: el clima también está en cómo el músico se siente mientras está tocando, en las cosas que se le ocurren cuando está tocando... entonces puede hasta componer una canción en el estudio, o puede hacer una letra en el estudio, o seguir trabajando sobre una idea que tuvo antes. Y todo eso lo genera el lugar.

Dice Juanse:
     -Cada estudio tiene su sonido. Y ese sonido conserva su historia original, la frecuencia energética del lugar. Eso es lo que permite que el artista se condicione para hacer algo bueno. Yo, cuando voy a grabar al Cielito sé que va a pasar algo bueno con eso que vamos a hacer. Fijate que en los discos que más perduran en el tiempo por sonido, por temática, por concepto, siempre está él en el medio: Gustavo es incuestionable. Yo me considero un afortunado del destino por haberme encontrado con él. No sé qué hubiese ocurrido de haberme encontrado con otro tipo: por ahí podríamos haberle gustado a otro, pero seguramente no hubiéramos alcanzado esa plenitud. Porque Gustavo te arma un territorio, ¿te das cuenta? Él construye un lugar donde vos sabés que las sorpresas que vas a recibir son gratas. Porque a veces, el problema de la producción es que el productor puede arengar hacia una dirección donde después de mucho trabajo el resultado final no es el que se insinuó. Hay un momento en el proceso de la grabación, en la mitad del proceso de la grabación, en el que todo suena increíblemente bien. Y justamente, eso es lo difícil de conservar hasta el final. Porque ese momento en que suena increíblemente bien todo, hay que destruirlo por un instante. Y es un instante largo porque viene otro proceso: el de los over dubs, el del manejo de elementos de arreglos, de melodías, de lo que fuere.
     -Y en esta etapa del proceso, digamos, no intervienen los músicos en forma directa. A esas sorpresas te referís: a que después te encontrás con cosas que no eran lo que vos querías, lo que vos esperabas.
     -Claro. Después vos querés reencontrarte con eso que ocurrió y no podés. Pero con Gustavo Gauvry sabés que va a sonar mejor al final que en ese gran momento del que te hablé.


Ratones Paranoicos firmando con Gustavo Gauvry su primer contrato
 con el que harían los primeros 3 discos de la banda





Serú ’92


 -La grabación de Serú ’92 fue algo muy fuerte  -rememora David.
     -Tengo entendido que estuvieron algo así como un mes encerrados...
     -Fue terrible porque estábamos todos peleados con todos.
     -¿Y cómo fue que lograron juntarse cuando estaban todos peleados?
     -En realidad primero nos juntamos y después nos peleamos. O sea: la idea empezó en el ’91. Yo estaba en Miami, Pedro estaba con Pat Metheny, Charly no sé si estaba internado o andaba por ahí, y Morito, bueno, esperando algo. Entonces empezamos a hablarnos por teléfono. Yo tenía mucho miedo de que la gente pensara que nos juntábamos por la plata. Y no quería hacer un revival: quería hacer algo nuevo. Entonces la idea, para que no pareciese un revival fue hacer un disco antes. Un disco con temas nuevos de Serú para no ir al estadio a tocar sólo temas viejos. Y cuando llegamos acá  -abre los brazos con las palmas hacia arriba, levanta la mirada al techo de la sala- Charly estaba... no sé si mal o bien, no sé cómo decirlo, estaba...
     -Como estaba  -digo en una suerte de sobreentendido porque David, el gran David, es obvio, se resiste a pronunciar cualquier afirmación que tenga la forma de un juicio taxativo.
     -Con un estado  -cierra, críptico-. Pedro estaba con otro, Capitán Titarelli, Moro, estaba con otro y... cada uno venía de su historia. Yo venía de Miami. Así que empezó a haber roces y cuestiones, que este tema no, que esta canción sí, que papapá. Gustavo, pobre, ya no daba más.
     -¿Gustavo fue el técnico de grabación?
     -No, él no fue el técnico, pero él estaba. Y los técnicos, pobres, no sé dónde estarán ahora. Internados, no sé. Lo que pasa es que los técnicos pueden laburar si se respeta cierto horario y Charly es un tipo que te tenía las veinticuatro horas despierto, viste, porque no paraba. Era “sigamos y sigamos y sigamos”.
     -¿Y ustedes podían acompañar ese ritmo?
     -No, grabábamos de a pedazos. Pedro y Charly incluso tuvieron una pelea muy fuerte, el resto del disco no pudieron terminarlo juntos. Entonces, en un momento dado, lo invitan a Charly a participar de un festival de música, en Francia. Cuando nos enteramos de que se va, dijimos “¡Yes! ¡Buenísimo, boludo! ¡Nos queda el estudio para poner todo lo nuestro tranquilos!”. Hasta los plomos estaban contentos. Pero resulta que el flaco llega al aeropuerto y se compra un poncho, un mate y una botella de Jack Daniels. Se pinta la mitad de la cara con la bandera francesa y la otra mitad con la bandera argentina: así sube al avión. Sube al avión en pedo y dice: “Ustedes son todos unos pelotudos, yo soy el mejor de todos”. Y bueno, obviamente, el capitán del avión dijo: “Este muchacho no viaja”. Lo bajaron. Después se escapa del remís en el que lo llevaba Quebracho, su asistente, y se sube a un auto... de cualquiera... podría haber sido el tuyo ponele. Saca el casete que estas personas estaban escuchando, pone el de Serú Girán y les dice: “Llévenme al Cielito”. Nosotros estábamos acá, en plena grabación, cuando de repente aparece. No lo podíamos creer. Cada uno hizo chu, chu, chun y desaparecieron todos. Gustavo estaba ahí  -señala un rincón del estudio de grabación-  levantando cintas para guardarlas bajo llave porque no se sabía, viste, si el flaco las podía llegar a quemar, estando él cualquier cosa podía pasar. Y Charly, que venía feliz, en tren de joda, pensando que se trataba de un plomo de él llamado la Bruja, va y le pega una patada en el culo a Gustavo. Gustavo estaba así  -hace un gesto con los puños y los ojos cerrados, como de furia contenida-  y se da vuelta como diciendo: “Escuchame, gil, qué te pasa”. Después me dijo: “no le pegué porque era Charly”. Otro día eran las ocho de la mañana y estaba Moro, totalmente en pedo, diciéndole al jardinero -tuerce la boca y arrastra las palabras- “apagá la máquina”. Y Charly con un micrófono haciendo así  -hace con el brazo un gesto de revolear algo, como boleadoras, por ejemplo- en el parque, para dar un efecto a no sé qué canción. Y yo los vi y dije: “estos están todos locos”. Para que yo lo diga, imaginate. Bueno, así era más o menos el clima de la grabación. Ahora, vos escuchás el disco y está buenísimo.


Serú Girán en el Estudio Del Cielito en 1992





David que me faltaste tanto


Desde que empecé a escribir este libro, he desechado mis antiguos señaladores. Para marcar el punto donde una lectura se detiene conservo, en cambio, credenciales de libre acceso a festivales de rock, pulseras de plástico para circular por los backstages con la anuencia del personal de seguridad, y entradas que me permitieron, como anoche, compartir el palco de un teatro céntrico con Alejandro Lerner y Silvina Garré.
     Después de asistir a los mega-eventos de los estadios,  escuchar a David en un lugar de dimensiones reducidas e impecable acústica, resultó una experiencia musical fascinante. Desde donde estaba, veía su cara, sus gestos. Pude seguirlo con la mirada cuando caminó entre el público y oír lo que le decía la gente y lo que él respondía. Ser testigo de esa intimidad particular que se da entre un músico y quien lo sigue atentamente a través del viaje de su obra. Poder percibir la mirada del artista no sobre la multitud sino sobre tu persona. Imaginar, como mujer, que te dedica ese tema o darte cuenta de que acaba de dedicarte ese instante, que sus ojos te eligieron brevemente para recrear algo que estuvo en la génesis de una canción de amor. Sentir por un momento vos también sos Ella, que el universo mismo acaba de recordarte. 
      Por correo electrónico, le expliqué a David que el registro de su entrevista había sufrido algunos contratiempos. Si él no tenía inconveniente, yo estaba decidida a volver a repetirla. Podía viajar a Mendoza, inclusive. Si el Cielito tenía una mística, el libro sobre el Cielito tenía que tener, por lo menos, una épica. Una épica de la producción. Me pareció que los percances ofrecían esa oportunidad. Viajaría del este al oeste en busca del testimonio perdido.
     No sin cierta desilusión comprendí, al ver los anuncios de su show en las carteleras viales, que David estaba más cerca de lo que le hubiera gustado a mi sed de aventuras. La sed de aventuras es la consecuencia natural del matrimonio. Y yo me había separado. Uno se casa buscando seguridad y se divorcia para vivir peligrosamente. Es cierto que yo no había elegido la separación, pero eso no me impedía desear ahora la aventura. En lo desconocido latía una promesa todavía incumplida. Decidí llamarlo. Antes releí los cincuenta minutos de entrevista que se habían salvado. Observé que, en realidad, lo que se había rescatado era suficiente. Pero era una picardía no llamarlo. Tantos sueños relacionados con Mendoza, tanta uva de fiesta de la vendimia pisoteada. Gustavo, con su gran criterio para la medida de las cosas, confirmó mi sospecha: “con lo que tenemos nos alcanza” y me extendió una hoja impresa con la anécdota de Ginette.


 Ni siquiera la conoce personalmente, el Ruso. Pero ha quedado prendado de tan sólo mirarla... en las revistas. Tiene, incluso, un poster gigante de ella pegado en la sala de ensayo, al lado de su equipo. David, el enamoradizo David, le compone el tema “Quiero regalarte mi amor”.
     La base ya está grabada. Sólo falta que el Ruso le agregue la voz. Ese día Alberto Ohanián me avisa que quiere darle una sorpresa a David y ha invitado a Ginette Reynal al estudio para que presencie la grabación.
     Cuando David se entera, se pone como loco. En la sala, se dispone a grabar con entusiasmo.
     Le dura poco la exaltación. Ginette llega, sonriente, y en el sillón que está frente a la ventana del control, se acomoda junto al quía que la acompaña.
    “Miraba tus ojos y ya ves/ me estaba derritiendo por vos/ porque hoy, reina/ yo quiero regalarte mi amor”, canta David con patética decepción, frente al vidrio de la ‘pecera’.
   Mientras, la diva y el pretoriano se propinan besitos y arrumacos.

Hice bailar, todavía con cierta vacilación, los dedos sobre el teclado y marqué el número de su celular. Le expliqué, innecesariamente y con un dramatismo también innecesario, que si bien la parte perdida de la entrevista había dejado en mí una profunda huella de ausencia, no volveríamos a tomar de su tiempo: con lo que teníamos estaba bien. David me escuchó atentamente; me dejó hablar. Agregué que,  no obstante,  necesitaba reponer de alguna manera el tesoro de la entrevista perdida. “Me gustaría ir a verte al teatro”, concluí. “Tal vez ahí encuentre lo que, de otro modo, me faltará para siempre”. El melodrama había hallado en mi voz, su casa. “Te dejo una entrada a tu nombre en la boletería”, prometió  David.
     En la boletería me dijeron que esperara a un costado. Viviana, la mánager, llegó unos minutos después. Varias personas se acercaron a pedirle entradas: periodistas, supuestos invitados y hasta dos viejitas desdentadas que daban la impresión de vivir en la calle. Con amabilidad y sencillez provinciana explicó repetidas veces que tenía una lista de treinta y dos personas y contaba sólo con veintiocho entradas. Le pregunté si había una para mí. Leyó la lista: no, no había. Con un tono expedito pero a la vez como una forma de disculpa, agregó que nunca confiara en los artistas para estos menesteres: eran todos unos colgados, empezando por David. “La próxima vez llamame a mí”, me dijo. Y me dio sus teléfonos. Le pregunté si le molestaba que me quedara junto a ella hasta último momento, por si fallaba algún invitado. “Tienen que fallar ocho”, me aclaró. “Pero quedate”. Y me quedé nomás, sin entender del todo las cuentas de la mánager y asumiendo que sí, que un cocodrilo se me había trepado al bolsillo. Esa misma tarde había reservado un departamento y necesitaba todo el dinero que tenía, y el que no tenía también, para mudarme. El horizonte de la aventura anhelada se abalanzaba contra mí en forma de números: el mes de anticipo, el mes de depósito, el mes de alquiler. El alma de David entendería mi falta de arrojo a la hora de hacer los trámites pertinentes para entrar al teatro como el resto de los mortales. En la parte perdida de la entrevista, nos confesó que una vez, en Mendoza, le habían cortado la luz por falta de pago. Recordé la frase de Spinetta, el día que fuimos a verlo: “helarte es cagarte de frío”.
     Estaba por comenzar el show. Cerca de las diez un hombre se acercó a Viviana y le dijo que la persona que estaba esperando no llegaría. Viviana me miró y tendió hacia mí su brazo, agitando la entrada providencial. Una acomodadora sonriente me precedió. Subimos la escalera y me llevó hasta uno de los palcos. En el palco vecino, Alejandro Lerner se encasquetó un gorro tejido con los colores del raggae y trató de pasar inadvertido. Minutos después, alta, delgada y con el pelo muy largo y muy rubio, Silvina Garré se inclinaba sobre la baranda como una espiga de trigo mecida por el viento. Convertía el   término de cada tema en un homenaje blanco y etéreo. Se ponía de pie, agitaba los brazos, aplaudía y, al balancearse, los pliegues de su vestido emitían un sinfín de  destellos plateados que acompañaban el ir y venir del abanico amarillo que su blonda cabellera desplegaba en el aire.
     Algunos días más tarde, trabajaba en la entrevista de David cuando suena el celular.
     -Hola  -atiendo.
     -¡Hola!  -me responde una voz de varón, entre sexy y divertida-. ¿Quién sos?
     Gus me había transferido una línea que no usaba y era habitual que llamaran preguntando por él. Yo fantaseaba con un día cualquiera, atender al Indio.
     Dije mi nombre al desconocido y a su vez le pregunté:
     -¿Y vos?
     -¡Hola, Candelaria! Yo soy David.
     Unos latidos se desbocaron en mi pecho. El Indio podía esperar.
     -¡¡¡David!!! ¡No lo puedo creer! ¿Cómo estás?
     -Muy bien. ¿Cómo va lo del libro?
     -No me vas a creer: justo estaba trabajando en tu parte.
     -No viniste a saludarme, el otro día  -dijo con tono de reproche.
     -Ahora que lo mencionás, no sabés cuánto lamento no haberme animado. Ni se me cruzó por la cabeza que pudieras estar esperándome en el camarín. De hecho, cuando vi que al terminar el show, Lerner, Silvina Garré y Luis Salinas se encaminaban para ese lado, me convencí de que no, no correspondía seguramente.
     -Qué lástima. Yo pensé que ibas a venir.
     Creo que de haberlo tenido enfrente diciéndome esas cosas, me hubiera arrojado a sus brazos. Me preguntó por Gustavo, le di su número, hablamos un par de minutos más y cortamos.
     Me di cuenta de que había estado casada demasiado tiempo. Había esperado a Vando  -se llamaba Vando-  todos los días que duró nuestro matrimonio. Él no vino muchas veces. Incluso tomó por costumbre sorprenderme de esta forma: no viniendo. Nunca se me ocurrió que podía cruzar a la vereda de enfrente. Que del otro lado de la decepción, alguien te espera, alguien quiere que estés, alguien te quiere.
    
Si te hace falta quien te trate con amor
Si no tenés a quien brindar tu corazón
Si todo vuelve cuando más lo precisás
Nos veremos otra vez.

David me dio la mano y cruzó conmigo esa avenida. Entonces dejé de lamentar la parte perdida de la entrevista. No me pudo devolver aquellos momentos porque no hay rewind en el reloj del tiempo. Pero me escuchó y me esperó. Lentamente, mientras cruzábamos, fui recobrando las palabras perdidas. Y no eran las que él me había dicho: eran las mías. Eran mis propias anécdotas las que se habían borrado, mi propia vida.
     Llegamos al otro lado. David me soltó. Cuando giré para agradecerle ya no estaba. Estiré un par de brazos perplejos en el aire. Los brazos nadaron un momento buscándolo y después se dejaron caer sin decepción. Entonces llevé las manos a los bolsillos en el gesto de quien no sabe muy bien qué hacer con ellas. En el  derecho detecté un objeto irregular. Intrigada, lo saqué. Abrí la palma: resplandeció un diamante. Automáticamente levanté la cabeza. Los colectivos y los autos seguían pasando raudos, vocingleros, espasmódicos, ocupando todos los carriles de la ancha tira de asfalto. Escudriñé, obstinada, la vereda de enfrente. Los toldos, las marquesinas y los carteles publicitarios iban de edificio en edificio como una larga guirnalda de estilos cambiantes. Vi gente que cruzaba por cualquier lado, gente encorvada sobre la programación de un cine, gente ensimismada, gente apurada. Vi todo tipo de gente. Pero no vi David.
     Bajé la vista. Abrí de nuevo la mano. David no estaba en ese adiós subrepticio y mudo. Estaba, y estaría siempre, en lo que me había dejado.

  
  


El regreso del Flaco


Varios años después de haber grabado en Del Cielito, Spinetta está a punto de concretar el sueño del estudio propio. Piensa encarar un proyecto independiente, es decir, producir un disco en su estudio y después entregárselo a DBN para que lo distribuya. Firma un contrato con la distribuidora de Belgrano.
     Todo listo para empezar. Sólo falta que el proveedor de las máquinas del estudio, al que ya le ha pagado, se las traiga. Pero el hombre desaparece con la plata del Flaco.
     Ese mismo año, en un viaje a Córdoba, donde pensaba hacer un show, el micro en el que viaja Luis Alberto se incendia. Los equipos también.
     Gustavo Gauvry se entera de toda esta situación porque también estaba en tratativas con DBN para sacar adelante la producción de Ratones Paranoicos. Preocupados, los hermanos Amorena le dicen a Gus:  “Che, por qué no hablás con Luis y ves si no pueden resolver algo con respecto a la grabación”.
     Gus invita a Luis a conocer el nuevo estudio y le ofrece grabar ahí el disco para poder entregárselo a DBN y seguir adelante. “Contá conmigo”, le dice. “Contá con el estudio. Yo sé lo que te pasó con los equipos, si no tenés guita, me lo pagás algún día, cuando puedas”.
     Tester de violencia, el cuarto disco que Spinetta graba en el estudio de Gustavo, sale por el sello Del Cielito Records. A fin de año Luis Alberto lo presenta en una serie de exitosos recitales en el Teatro Broadway. Cada noche “lleno absoluto” especifica Gus cuando me cuenta. Tester de violencia fue elegido Disco del Año. En la grabación estuvo Mariano López. Gustavo Gauvry fue el responsable de la mezcla.
     Como artista del sello, Spinetta graba dos discos más: Don Lucero y Exactas. El primero lo graba en su estudio de Villa Urquiza y lo mezcla en Del Cielito. Finalmente, el Flaco había logrado establecerse.
     Al año siguiente, con los equipos que se había comprado Luis Alberto, hacen una grabación en vivo en el auditorio de la Facultad de Ciencias Exactas. La mezcla de Exactas, un compilado de temas de diferentes épocas, se hace en Del Cielito. Los amigos Spinetta y Gauvry se habían convertido en socios.
     El Flaco, como referí en un capítulo anterior, no quiso hablarme de estas cosas. Cuando me aproximé a ellas con alguna pregunta, me respondió con otra: “¿Qué estamos intentando recordar?”. Comprendí que no se puede forzar cronológicamente a un artista. Hay algo irredimible en todos ellos, un área donde lo salvaje no admite concesiones.
     Los dejo solos, con Luis Alberto Spinetta:
    
     Ahora cada uno tiene a su familia. La gente teme prodigarse. La creación de familias crea pequeñas colmenas donde cada uno tiene sus tesoros, sus amores, sus hijos. Es lo más lindo de la vida pero la adultez también trae soledad.

     Si vas al supermercado se te clavan las miradas. Me importa un belín, pero prefiero evitarlo, no me gusta. En el escenario sí me gusta que me miren.

     Yo estoy muy bien porque la música está inspirándome siempre.

     Vivimos en un país donde se suprime al otro de la manera más ridícula. Se suprime al otro dándole mierda desde los medios de difusión. Cuando yo era chico, la revista más sensacionalista, más prohibida, era la que te mostraba un tipo destrozado a golpes en la tapa. Ahora te lo muestra Clarín, en colores. Hay una observación ingrata de la violencia. Con todo lo que ya sabemos acerca de ella, cada uno de nosotros podría escribir un texto como el de Sade. Yo prefiero leer a Lewis Carroll, prefiero compartir algo que se lo pueda decir a un niño. Estamos perdiendo a los niños. Los niños del futuro van a nacer con casco. Las minas con tacos, los pibes con casco: está jodida la cosa.

     Yo me siento con la suficiente identidad, lo cual me da una especie de autoridad... no la uso para un carajo, solamente para hablar de algo de esto. Con mucho respeto y cariño te digo que, líricamente, estamos a diez años luz de donde se arrancó. Líricamente hablando. Los artistas no le pueden proponer a la gente que se deje estar y se deje cagar. La ra rá, larará, la lá, larará, la lá. ¿Somos tarados? ¿Somos monos? Vienen, nos garchan de la noche a la mañana, nos afanan todo y nosotros seguimos la ra rá, larará, la lá. ¿Qué está pasando, hermano? Disculpame, te lo personifiqué de una manera monstruosa. Si filmaras, se rompería la cámara.

     En este margen de disidencia que yo siento (estética o lo que sea), me aíslo y me quedo ahí atrás. Me importa un carajo: las luces ya fueron. Y también vuelven. Como la guita.

     Ir armando una canción como un puente. Cuando aparece el puente es como si fueras de una habitación a otra. Como esos temas de Los Beatles, en los que cambia la clave: están en mi y de golpe aparecen en do y... ¡buen día!, cuando aparece esa parte del tema es como si dijeran ‘buen día, cambió todo, ya es de día otra vez’. Y a los diecinueve, veinte años, yo quería dedicarme a hacer canciones que tuvieran esa capacidad de sorprenderte.

     A mí me gusta todavía crear historia en torno a mí: hinchar los huevos, sacar discos nuevos.

     No hay una discriminación cierta: parece que hay música que tiene gracia y otra que carece de la misma. Punto. Tomémoslo así. No pensemos que hay algo bueno, o mejor, o más recomendable. Yo creo que al alma le hace mejor aquello que tiene gracia, en todos los órdenes: desde una película hasta un libro. Vos querés leer aire, no querés leer depravación.

     Cuando digo que se me alteran los sentidos, lo digo porque veo gente que traiciona aquello en lo que siempre creyó, que con tal de obtener una mejor remuneración, vende a la madre.

     Yo no me opongo a que la juventud haga lo que se le cante el culo. Soy un defensor de la libertad por encima de mis apreciaciones. Pero en música tengo un límite para tolerar.

     El oyente está bombardeado con toda esa difusión de productos horribles. Che, queda un poquito de té.

     Cuando la gente se para y te dice: “Flaco, yo te escucho desde...” y vos sentís que el tipo te lo dice de corazón... Es algo que hay que sentirlo; no es como la clave de acceso al Banelco de mi alma, ¿entendés? “Por más que me digan maestro, no me siento a comer con ellos”, como dice Fito. Pero hay una cosa buena y es cuando el cariño se siente. O pibes de 18 años que no tienen por qué venir a caretear que escuchan lo tuyo. Es una gran satisfacción. La parte del ego se siente bárbara porque, ¿viste?, busca eso. Pero también hay que ser concientes de que eso no es producto de una canción linda. Es producto de toda una vida dedicada a algo.

     El primer disco de Alemendra significa una cosa. Ahora, el segundo es tan distante del primero que... Nosotros no dejamos nada en el medio, no dejamos huellas para que la gente siguiera hacia el segundo disco. Así como fue de fuerte el primero, el segundo les pasó desapercibido. Pero ahí están todos los fundamentos del rock que vino después; no hace falta llegar a Pescado para ver que ahí estaban todos los fundamentos de lo que vino después, sobre todo de mi trabajo. Es como una lírica sin concesiones que puede pasar de lo suave a lo violento: se utiliza una flauta tanto como se utiliza mucha distorsión. Fue un disco intencionalmente experimental.

     Si nos ponemos a observar detalladamente el diálogo entre la gente, las palabras son las que unen las cosas en el mundo. Estamos asidos a los términos que usamos. No hay ninguna palabra que no hable del ser, yo creo. Lo que no sabemos, es cómo combinarlas para descubrir felicidad.
     Sin el léxico no se podría haber construido la pasión de la ciencia: “a tal hora la solución se puso viscosa; a tal temperatura, se evaporó”, no hubiese habido constancia. Sin la percepción y lo que aporta la palabra humana no hubiese habido constancia. Se supone que de no hablar, no se escribe tampoco, ¿no? O sea que la palabra hablada y el signo escrito mantuvieron a la historia firmemente conectada, hasta hoy, sin ningún problema, en un escalonamiento progresivo de evolución. Aunque exista Bush como un ejemplar nacido de la misma propuesta.

     Hay cosas que parecen escapadas de una imaginación que no conocemos. La imaginación del presente que nos toca vivir, ha superado todo lo que habíamos imaginado antes. Yo la otra vez estaba pensando en... ¿viste esa película famosa que se llama Matrix? Yo todavía el argumento no lo entiendo del todo, no sé bien cómo es con el módem, con esto, con lo otro. Muchos argumentos de películas de ciencia ficción tienen cosas que hace quince años atrás nos hubiesen parecido absolutamente imposibles. Entonces andá a saber si de a poco todo eso no va a crear, si eso no va a forzar la creación de un sexto o de un séptimo sentido que ya se está despertando como consecuencia de la colmación de los sentidos ya existentes.

     La falta de amor nos quita energía. La falta de amor. Cuando las cosas las hacés por interés o las hacés porque te conviene nada más, o lo que sea. Yo creo que es ahí donde se pierde energía: donde se establece más la ley de la necesidad que la del deseo. El deseo es potente: desear tiene poder. Pero la conveniencia no tiene poder: simplemente se ajusta a una circunstancia predeterminada, se acomoda, se babosea; deja de tener una estructura que la sostenga: se afofa. El deseo, en cambio, es una estructura. Lo otro... estás subyugado, estás subyugado por una idea determinada. Hay subyugaciones que te pueden llevar toda la vida a perder energía por el mismo lado. Pero, ¿viste?, nadie es el dueño de la receta.

     Tenemos una gran oportunidad. Es la misma que estuvo siempre. Ahora es. No ayer. No se puede retroceder. Cuando superás un escollo grande en tu vida si no comprendés todo lo que viene y no lo que no viene más, estás perdido. En lugar de hablar del pasado y ponerme melancólico o lo que sea, prefiero tener bien clara la perspectiva de lo que me espera para hacer materia de música, materia de producción.

     Yo veo que hemos sido privilegiados muchos de nosotros, por haber sobrevivido haciendo lo que queríamos hacer, sin concesiones. Es un privilegio que tenemos algunos en esta sociedad que no te deja ni laburar por ahí. Juntás todo y de la noche a la mañana no tenés nada. Entonces lo único que me falta es que crea que he sido importante. Yo sé que he tratado de ser de una manera: eso lo tengo claro. Ahora después, si funcionó o no, no sé. He tratado de ser... de que no entrara por un oído y saliera por el otro, de que te sentaras a reflexionar en la tarde y vieras el rayo justo donde empieza la avenida, que no vieras solamente tus narices ni fueras sólo un relator de lo que sucede en la sociedad, sino que pudieras volar con la imaginación.

     Todas las aventuras, todas las cosas que se vivieron en el Cielito: las zapadas, los temas inéditos que hicimos con David, las anécdotas cuando se abrió la parte “dormitorios”. Estaba muy, muy bueno. Así que si querés un ballotage, o una segunda serie de acertijos, hacemos otra juntada: me llamás y la seguimos.

Sí, Spinetta: hagamos otra juntada. Sigámosla siempre. Funcionó: yo vi el rayo justo donde vos empezabas.


Spinetta con Gauvry mezclando "Exactas". 1990




 

Andrew Oldham en el Cielito de Ratones Paranoicos



Los Ratones Paranoicos, entonces, graban sus tres primeros discos como artistas del sello Del Cielito Records. Y crecen. Vaya si crecen: las mismas compañías que en un principio los habían descartado, ahora los llaman por teléfono y ponen sobre la mesa todos los recursos que tiene una compañía discográfica grande: más promoción, más publicidad, adelanto de regalías. Gustavo Gauvry no puede competir con esas ofertas pero como todavía, por contrato, les restaba grabar un disco más como artistas del Cielito, negocia su salida del sello: se reúne con la gente de Sony (una de las compañías que los querían contratar) y llegan a un arreglo por el cual Gauvry queda relacionado como director artístico.
     Sin embargo, los Ratones Paranoicos todavía volverán al Cielito como se vuelve al primer amor.
     -Todos esos años que trabajamos juntos  -rememora Juanse-  fue como que vimos crecer a nuestras familias también. Yo a Paul y a Violeta los conozco desde que eran chiquitos, desde bebés. Entonces, cómo te puedo explicar: se formó una relación interesante desde todo punto de vista. Porque yo siempre estuve del lado de la producción. No en la producción contante y sonante sino más bien como una especie de copiloto del productor. Así que con Gustavo hemos laburado mucho juntos  -y acá otra vez ese movimiento particular de Juanse: uno pensaría que ahora va a agregar “fueron horas y horas de matarnos con la producción”, pero no-: Hemos aportado horas de... de todo: de tomar alcohol, de divertirnos, de dejar todo, por ejemplo, y estar sin hacer nada  -dice, en cambio, para agregar después-: Fijate cómo sería el trato que Floki me preparaba la habitación de Paul para que me quedara a dormir. Yo dormía, yo me instalaba ahí. Mi vieja me llamaba para preguntarme qué pasaba, cuándo iba a volver. Por mí, me hubiera quedado a vivir en el Cielito.
     Pero suena el teléfono. Juanse ya no vive con “la vieja” ni tampoco está durmiendo en la camita de Paul. El teléfono suena donde vive solo y aunque está durmiendo, aunque está dormido, pega el manotazo y lo atiende igual. Juanse no entiende nada, todavía no termina de salir de la noche, de los sueños. Al otro lado de la línea, una voz en inglés:
    “-Hola, soy Andrew Oldham.
    Juanse no entiende nada.
    -¿Vos sos el cantante de la banda?
    -Sí.
     -¿Cuántos discos tienen?  -Andrew no se andaba con vueltas.
     -Cuatro. Estamos lanzando nuestro cuarto disco: Tómalo o Déjalo.
     -Okey, bueno. ¿Cómo hago para escucharlos?”
     -Yo no sabía qué contestarle  -confiesa Juanse el día de la entrevista.
     “-Te grabo un casete  -le dice-. Y te lo mando.
      -Para mí es lo mismo: un casete, un ensayo. Y los discos anteriores... me gustaría escucharlos.
     -Bueno, te los mando también  -promete Juanse.
     -No, no, no -le responde Oldham-. Empecemos a escucharlos ahora”.
     -Todo en inglés. Yo de inglés no entiendo, encima el británico de él, me costaba entenderlo. Pero le entendí. Por lo menos tuve la suerte de entenderle que quería escuchar los discos -Juanse se ríe y señala un portarretratos sobre el aparador-: Ahí está Andrew  -alarga un brazo y pone sobre la mesa la foto donde se los ve a los dos-. Entonces fui al living, puse el teléfono, que encima no era inalámbrico ni nada, era un teléfono gris con un cable enrulado que estiré lo más que pude.
     Juan Sebastián Gutiérrez hace una pausa y le da una pitada al cigarrillo. De perfil. Después gira la cabeza y me dice:
     -Se comió los tres discos por teléfono.
     -¿Y vos qué le decías? “Ahí va el otro, sale con fritas”.
     -Al final del coso le decía: “¿Todo bien?”. Next one, me contestaba.
     Andrew Oldham ha escuchado toda la producción de Ratones Paranoicos. Emite un un largo suspiro:
     “-Estoy muy cansado. Quiero que me mandes todo lo que me dijiste que me ibas a mandar. Yo te voy a volver a llamar. Me gustaría verlos”.
      La conexión-Oldham se dio a través de Mario Breuer, el técnico de grabación de Tómalo o Déjalo. Breuer había ido a Colombia con Cachorro López y ahí conocieron al primer productor artístico y mánager de los Rolling Stones.
     -Fue increíble  -recuerda Juanse-. Alguien le contó la historia nuestra en relación a nuestra formación, a nuestra edad, a nuestra imagen. Y el tipo... el tipo tiene una antena. Andrew no necesita nada, es una especie de ente, él percibe todo tac  -Juanse golpea el dorso de una mano contra la palma de otra-. Llamó y tac, no hubo forma de frenarlo. Arregló por fax un pre-contrato con Sony, se tomó un avión y se vino para acá. El pre-contrato consistía en que él iba a chequear la banda en el estudio: si iba para adelante, se quedaba. Y si no, se volvía. A Sony te imaginás, le crecieron los colmillos hasta acá  -el frontman de los Ratones coloca  la mano derecha a veinte centímetros por debajo del mentón-. El mejor productor de rock & roll de la historia llamaba para... Imaginate: fue una revolución increíble.
     La fuerza del deseo: un Juanse algunos años menor que éste sueña en ácido que comparte un escenario con los Stones. La visión o el sueño no sólo se concreta sino que viene precedida por la misma persona que hizo de los Rolling Stones la banda que conocemos.
     Andrew Oldham está en Buenos Aires. Asiste por primera vez a un show de los Ratones en Morón. La banda se encuentra en un momento de efervescencia, de explosión. El mismísimo hombre que hizo que Mick Jagger y Keith Richards se pusieran a componer, que fue publicista de los Beatles, productor también de Bob Dylan y de Eric Clapton, se baja del auto una noche en Morón. Lleva sombrero y todavía se resiste a tomar en cuenta la advertencia de Juan Sebastián Gutiérrez. Presumiendo que el inglés pensaría que en este país tan al sur todo era muy virgen, el cantante de los Ratones le había dicho que tuviera cuidado, que prestara atención: acá, todo era un descontrol. Oldham lo miró con aire displicente, como diciendo: “Come on, baby, come on, flaquito, yo estuve con los Stones en Holanda, para darte sólo uno de tantos ejemplos que podría ofrecerte: el público le tiraba botellas a la cana, los canas les daban garrotazos a los pendejos y éstos agarraban a los músicos de los pies: tuve que sacar a la banda del escenario”. Pero Juanse lo puso en alerta: “Esto no es lo mismo. Acá vamos al conurbano bonaerense, son las doce de la noche, vamos a tocar a las dos de la mañana”.
     El lugar del show está lleno de patrulleros. Los bajan del auto. Andrew, pegado a Juan Sebastián, se acalora,  suda. Su nórdica piel blanca se arrebata. Afuera del recinto esperan más de mil quinientos jóvenes: todos disfrazados con las lenguas, con los lentes, todos dados vuelta.
     -Tardamos como un año y medio en llegar desde el auto hasta la puerta de atrás del lugar. Cuando entramos, todavía no nos habían visto, estábamos atrás del telón, pero cuando entramos se siente un “ooohhh”. El tipo nos miró como diciendo “¿qué es esto?”. Todavía no nos habían visto, sólo se había movido el telón. Cuando se abrió, él estaba parado a un costado: vio eso y se murió, no lo podía creer.
     Era un momento de mucha euforia para la banda: los Ratones Paranoicos no querían parar de tocar, los tenían que sacar a la fuerza del escenario. Juanse se arrojaba a las fauces del público y tres mil manos lo llevaban hasta el fondo del teatro y después lo devolvían al escenario, a la música. Oldham no daba crédito a lo que veía.
     El primer día de grabación, multitud de cámaras de televisión, micrófonos, noteros, periodistas de medios gráficos, se  agolpan a la entrada del Cielito.
     -Fue un vértigo tan grosso el que sentimos...  -evoca Juanse-. Porque yo por un lado estaba re-seguro y contento pero por otro lado se había armado una bola tal que por lo menos tenía que salir un Rock del Pedazo. Mínimo. Bueno  -se ríe el músico-, afortunadamente salió un tema como Rock del Pedazo.
     No sin inconvenientes. En efecto, el disco grabado en el Cielito se mezcla en Nueva York, en un estudio denominado Marathon, utilizado entonces por Coca Cola para grabar sus jingles y comerciales. La cosa iba a lo grande: todo el piso de un hotel cinco estrellas para los Ratones; todo el piso de arriba para Andrew Oldham. Pero los martes Mr Oldham quería descansar un poco y se mudaba al hotel de enfrente.
     -Para que te des una idea  -grafica Juanse-: Tómalo o Déjalo lo grabamos con diez mil dólares. Para este nuevo disco Andrew llevaba gastados sesenta mil y todavía no lo habíamos mezclado. Pero él llamaba a Sony y les pedía plata: “Necesito treinta mil dólares más”. Vamos, pum: se los mandaban. La compañía no podía abrir la boca porque era orden directa de arriba, de Sony americana. Teníamos en el control a Steve Rosenthal, que era el técnico de Lou Reed. O sea, para que te des una idea: llamó a Keith Richards para que ponga violas en un tema que se llama Sharon Cander.
     Algún tiempo después, Oldham envía el master. La compañía organiza un cóctel impresionante: están todos. Toda Sony, todos los medios.
     -El mitin fue un éxito total  -afirma Juanse-. ¡Pero el Rock del Pedazo había quedado afuera del disco! ¡No lo había mandado!
     El presidente de Sony Argentina se comunica con el presidente de Sony en Estados Unidos:
     “-Mire, escuchemé, nosotros estamos muy contentos, esto va a ser un éxito. De hecho ya es un éxito porque tenemos vendidas cincuenta mil copias y todavía el disco ni está fabricado. Pero este muchacho no mandó el Rock del Pedazo, que es el tema que nosotros, en el área local nuestra, elegimos como elemento de difusión.
     -Voy a ver qué puedo hacer”  -le responde Calder, el presidente de allá.
     Yo quiero mi pedazo
     Calder llama a Oldham y éste le responde:
     “-No. Ese tema no va”.
     La secretaria del presidente de la compañía lo llama a Juanse y Juanse llama a Andrew.
    Por qué no me lo dan.
    “-Loco, por favor  -le dice un suplicante Juanse al productor inglés-  se cae todo, no podemos dejar ese tema afuera, al margen de que a vos y a mí  -le concede-  nos parezca que no tiene que estar.
     Andrew Oldham vacila. Al fin responde:
     “-Okey”.
     Si yo ya puse plata
    y el pedazo no está.
     -Y no mandó el tema agregado al final  -concluye Juanse, sentado frente a mí-: volvió a masterizar y lo puso en el medio del disco, del lado B. Una cosa de locos. Y bueno, salió y empezó a ocurrir todo lo que ocurrió hasta ahora.
     (Veinte años de rock & roll).
     Fieras Lunáticas, el disco que se graba en Del Cielito y se mezcla en Marathon, termina siendo un disco sumamente exitoso.
     -Andrew los tenía horas y horas y horas y horas encerrados en el estudio, los hacía repetir tomas y tomas y tomas: los mató.
     La camarera se acerca. Todavía no nos pusimos a mirar la carta. La miramos ahora. Gus me pregunta qué quiero comer. La camarera se palmea el delantal, sopla  hacia su flequillo con labios apretados, la punta de su sandalia derecha marca un compás impaciente en el piso. Gira su cabeza hacia las otras mesas. Le pedimos que mejor vuelva en cinco minutos.
     -Como te decía, este tipo les exigió tanto, los apretó tanto, que los forzó a encontrar adentro de ellos la respuesta a “por qué te dedicaste a la música”, “por qué te dedicaste al rock”. Estuvieron un montón de tiempo grabando en el estudio. Viejo Jamón era un tirano, me acuerdo que no los dejaba ni ir comer. Una vez al baterista lo dejó sentado en la batería y ordenó que le llevaran un sandwich y se lo comiera ahí, junto a los platos. Un tirano total. Juanse, por ejemplo, tenía muchos problemas para terminar las letras de las canciones: un fin de semana no lo dejó irse del estudio. “Vos te quedás acá hasta terminar todas las letras”, le dijo. “Nosotros volvemos el lunes y seguimos grabando siempre y cuando tengas las letras terminadas”. Juanse se pasó todo ese fin de semana caminando por el pasillo que va del estudio a la cabaña: iba y venía con un cuaderno y una birome, hablando solo.

Ya me estoy agotando
de tanto caminar
hace dos horas que ando
detrás de un poco de grass

     -Era infatigable  -continúa Gus-: se podía quedar sentado en la consola quince horas sin moverse. Se quedaba ahí y decía: “Toquen”. Entonces tocaban. “Toquen de nuevo”. “De nuevo”, “de nuevo”. Entonces era impresionante porque ellos pasaban de la euforia al bajón, del bajón a la desesperación, de la desesperación a empezar de nuevo. Llegaba un momento en que no sabían qué hacer para que al tipo le gustara. Y fue como que tuvieron que llegar al fondo de sí mismos. Y eso les hizo muy bien. Salieron renovados de esa experiencia. De hecho después hicieron más discos con él. En Memphis, Estados Unidos, grabaron uno que se llamó justamente Hecho en Memphis. Después hicieron otro más que se grabó en el estudio Del Cielito y se llamó Planeta Paranoico.
     La camarera vuelve. Saca del bolsillo de su delantal una libretita y un lápiz. En eso no difiere de un escritor.

-¿Cómo vivieron la salida del sello Del Cielito Records?  -le pregunto a Juanse.
     -Gustavo nos impulsó, incluso. Él estuvo atrás de la negociación apoyando todo, cuidándonos para que no cometiéramos ningún error. Estuvo atrás de nuestra vinculación con Rodríguez Ares que, desde el punto de vista del espectáculo, fue muy importante para nosotros. Y estuvo atrás, también, de nuestra vinculación con Roberto Costa, que es la otra pieza importante de nuestra carrera. O sea que siempre estuvo atrás. Y yo siempre lo llamo para consultarlo. Hace tres, cuatro años nos autohomenajeamos haciendo Los chicos quieren más.

  

 Pablo Memi y Juanse durante la grabación de Planeta Paranoico. 1996





El Príncipe de las Tinieblas


Juan Sebastián Gutiérrez lo llama Nosferatu, como el primer Drácula que se hizo en el cine mudo. Juegan a que él es Rainfield, el mayordomo, y Gustavo Gauvry, Drácula.
     Nosferatu se va al río. Al regresar trae una piraña. La ubica en la pecera del quincho.
     Un día llega Juanse y lo ve dándole de comer mojarritas a la piraña.
     “-¿No ven?  -les dice el líder de la banda a los otros-. ¿No ven que siempre vamos a tener problemas si justo ahora que estamos grabando un disco este tipo alimenta pirañas y enanos de jardín?”
     Ya nadie recuerda quién trajo al enano. Pero estaba ahí, detenido en una sonrisa, con el farolito en lo alto de la mano. A Juanse no le gustaba nada el enano: pensaba y piensa que traen mala suerte. Una noche de tormenta se quiebra la rama de un pino y cae cerca de la cabaña. El rocker ve la oportunidad y en la madrugada lluviosa de una de las sesiones de Planeta Paranoico, corre por el jardín con el enano bajo el brazo.
     A la mañana siguiente, el enano ha desaparecido.
     -Yo adjudiqué la caída de la rama al enano. Entonces lo enterré. Creo que ni un forense puede encontrar eso.
     -¿Y vos sí te acordás dónde lo enterraste?
     -No, tampoco, tampoco. Después vino Gustavo y me dijo: “Che, ¿dónde está el enano?”. Por ahí lo encontró, no sé, preguntale.
     -Nunca me dijo nada del enano.
     -Ni te va a decir.
     Del Cielito es, también, un secreto entre camaradas. Hay ciertos lugares, ciertos aspectos, ciertos guiños, en los que no me será dado entrar.
     El rock & roll es un territorio donde las mujeres entran de manera furtiva, se roban un pedazo y se van.

     Yo quiero mi pedazo

     por qué no me lo dan


(CONTINUARA)