martes, 14 de julio de 2015

Tráfico de corazones - Novela

Brief

Tráfico de Corazones es una nouvelle que narra la historia de Duncan Fellows  -un argentino itinerante que se dedica a la producción y venta de bijouterie para tapar otros negocios más turbios- y su lábil mujercita Amanda, a quien arranca de su círculo familiar para llevarla a México y hacerle conocer algo más promisorio que “su enfermedad”. Asediada por “un bicho” que se le mete en el cuerpo, Amanda acude a un chamán fraudulento que practica “operaciones astrales” utilizando, supuestamente, órganos de animales.

     Una historia espeluznante de amor, horror y paradójica, ubicua esperanza. Un conjunto de vidas atravesadas por el estigma de la separación, el abandono y la muerte, donde el futuro, los sueños y los hijos, no disponen del tiempo necesario para cumplirse y volar.

Tráfico de corazones





Candelaria Kristof



















Tráfico de Corazones


1

Siempre pensé que la diferencia entre la fotografía y el cine radicaba en que las fotos muestran imágenes fijas mientras el cine, en cambio, ofrece imágenes que, para bien o para mal, se mueven, evolucionan, se vuelven permeables al tiempo y por eso mismo pueden contar una historia. ¿Pero qué pasa cuando una sola escena, en la que todo es irreversible y aunque sople un poco de viento ya nada en realidad puede moverse, qué pasa cuando una sola escena se repite y se convierte en el único capital que uno posee? Les diré lo que pasa: uno puede convertirse en cualquier cosa.
     Yo me convertí en asesino.
     Tan cierto como que cambié una pesadilla por otra es el hecho de que a partir de entonces esa imagen recurrente empezó a vulnerarse, a sufrir pequeños cortes y cortocircuitos, al punto de que ya no podría describirla con la precisión siniestra con que hasta ese momento me había perseguido. Sólo recuerdo que cuando llegué a mi casa encontré a Amanda sentada al borde de la pileta, temblando, en completo estado de shock, con las piernas hundidas en el agua y dos bolsas alargadas en las manos. El nailon dejaba entrever algo que todavía hoy no puedo nombrar sin tener un absceso en el ojo que me queda o algún otro tipo de crisis nerviosa. Al otro lado del cerco, las hojas plateadas de los álamos se inflaron tras una bocanada de aire caliente. Atardecía. También recuerdo eso porque el agua reflejaba jirones contradictorios de un cielo púrpura. Lo curioso es que cuando volví a mirar, el cielo estaba más claro que el agua y el sol tenía la maldita forma de aquella primera magnolia. Entonces sentí un agujero en el centro de mi pecho y vi mi vida escurrirse por él. Dicen, los vecinos han dicho, que pegué un grito fenomenal. Sé que si me hubiera arrojado a una pileta vacía, sin duda la muerte habría resultado amable conmigo. Recuerdo que me zambullí sabiendo todo el tiempo que nada podría salvarnos.




2

Con Amanda las cosas nunca habían sido fáciles. Pero con quién lo eran, pensaba cerca de tres años atrás, cuando desnudos en la cama después de una tarde fragorosa, le propuse que nos fuéramos a México. Yo la veía tan linda que no podía creer lo que decía. Me parecía injusto que la mantuvieran encerrada alimentándola con pastillas que encima le bajaban los glóbulos blancos. Cada quince días se tenía que hacer un análisis para chequear que no le bajaran demasiado si le subían lo dosis. Y la dosis casi siempre se la subían. Si no te tenemos que internar, la amenazaban. Así que aquella tarde de marzo, viendo que su vuelo no podía evolucionar detrás de todos aquellos barrotes invisibles  -pero no menos poderosos- que se cernían sobre ella, le prometí que en México le compraría unas alas. La luz de la ventana le iluminaba el pelo desordenado. Amanda rió por primera vez desde que la conocía y prendió dos cigarrillos. Sentada sobre sus piernas, me dio uno y sopló: la bocanada de humo se enredaba, morosa, en la tela transparente del aire.
     -¿Unas alas?  -me desafiaron sus ojos.
     -Sí  -le aseguré rodeándola de nuevo con un brazo-: alas para llegar hasta el final del arco iris.
     El sexo, lejos de apaciguarme, me llenaba de exaltaciones.
     -¿Y qué hay ahí?  -preguntó ella desciñéndose un poco de mi abrazo.
     -Todo lo que querés tener  -le dije-: tus sueños.
     Igual que el pelo, sus ojos también se iluminaron. Descubrí que no eran sólo marrones: tenían pintitas verdes y un círculo amarillo circunvalaba el iris. Dejó caer la ceniza en un portavelas y me miró.
     -Quiero tener un hijo  -dijo.
     Confieso que me sobresalté.


3

Tuve que luchar con la familia para que la dejaran salir del país. La madre no quería oír sobre el tema. No puede ser que cada vez que empieza a equilibrarse tenga que dejar los tratamientos, todo, y rajarse, dictaminó furiosa antes de remitirme al psiquiatra.
     El comuñe ése que la atendía me pareció patético. No cabía esperar que Amanda mejorara en manos de un ente. Me dio una mano transpirada y blanda antes de hacerme pasar a un consultorio que olía a cenizas. Señaló una cama en la que había otra debajo, embutida, y se apresuró a enroscarse en un sillón tapizado de pelotitas. Clavó el codo y se inclinó sobre uno de los apoyabrazos mientras hacía pivotear el mentón sobre el pulgar de la mano derecha. No dijo nada. Yo tampoco le di el gusto. Me había sentado en el borde con cierta aprensión porque los almohadones que me rodeaban estaban aplastados y me imaginé una sarta de neuróticos dejando uno atrás de otro, partículas de piel, células muertas. El ambiente estaba mal ventilado. Junté las yemas de los dedos y esperé que hablara. No lo hizo. Vi un cuadro de un bote amarrado a un muelle precario y otro de una niña que llevaba una canasta llena de lirios. No tenían nada que ver entre sí ni tampoco con el empapelado. Miré hacia la ventana. En la terraza de un edificio más bajo, dos mujeres se aplicaban bronceador junto a una pileta. Quise estar junto a ellas, oler esa piel de coco. Un carraspeo áspero como una lija hirió mi ensoñación.
     -Lo escucho  -dijo con voz sucia.
     Lo miré. Pensé en Amanda, tan entusiasmada y alegre metiendo sus remeritas cortas en un bolso grande y rayado. No se me ocurría qué decir.
     -Amanda quiere tener un hijo  -dije.
     Enseguida me arrepentí.
     El hombre asintió con los cuatro dedos de su mano derecha tapando la boca. ¿Cómo serían sus dientes? Me dieron ganas de partírselos.
     -Mmh… mmh…  -decía con la boca cerrada.
     El silencio volvió a cercarnos. De vez en cuando el tipo cambiaba de posición en su asiento o hacía algún ruido desagradable con la boca. Levanté un par de veces las puntas de mis zapatos y las dejé caer sobre el parqué. Mirando de nuevo hacia la ventana traté de calcular la distancia que me separaba de los culos de esas chicas. Imaginé una zambullida en ellos y sus risas sorprendidas, apenas pudorosas. Buenos Aires era una reserva natural de mujeres hermosas. Giré la cabeza para decírselo al psiquiatra pero no bien tuve a tiro ese par de peces verduscos, enturbiados encima por el vidrio de los anteojos, desistí: ese tipo, lo hubiera apostado, era puto.
     Suspiré. Lo último que me dijo al abrirme la puerta fue que Amanda estaba enferma. No debía olvidarlo. Quise decirle que por qué no se miraba un poquito la jeta pero agarré y le tiré sobre la mesa ratona del vestíbulo un par de billetes de los grandes. No tenía sentido perder el tiempo con gente que creía tener las respuestas sin asomarse a la vida. Con gusto lo hubiera tirado por el balcón para que probara, al menos una vez en su puta existencia, un traste de mujer.
     Me impuse la misión de salvar a Amanda. Hasta ahora nadie lo había intentado de verdad. Todo lo que la madre y las hermanas decían que era protegerla yo veía que la cercenaba. Amanda tenía que llenarse la boca de sal y langostinos, tenía que lastimarse los pies con guijarros y zambullirse en el mar. Le prometí todo eso y por supuesto las alas, al final del arco iris. Ella igual se llevó su pequeño maletín plástico atiborrado de blísters y recetas médicas.
     Tanto Amanda como la familia creían que me dedicaba a vender bijouterie fina porque eso es lo que les había dicho y siempre andaba cargado con los muestrarios, con todas esas alas de libélula destellando en mis brazos.
     Hicimos base en Polanco donde Nancy, que por entonces creía tener en un puño a uno de sus mejores clientes, me había dejado su departamento. Amanda movió con sus dedos la cortina de caireles que sonó como un xilofón. Arrastró una mano lenta por los adornos de la cómoda y después se arrojó sobre la cama y se puso a mirar la araña de cristales que colgaba del techo.
     -Parece el departamento de una prostituta  -concluyó.
     -Es el derpa de una prostituta  -le confirmé.
     Para que no se asustara le conté la historia de Nancy. Cuando volvió  -ya dormíamos en un hotel mientras arreglaba el alquiler de alguna cabaña cerca de la playa- se hicieron grandes amigas. Aproveché este viento a favor para viajar a la Costa Oeste a cerrar unos negocios. Antes compré a un mayorista un montón de piedras, hilos de colores, canutillos y tanza para que Nancy le enseñara a Amanda el oficio. Mi hermana guardó en la billetera el dinero que le di para comida y gastos. Inmediatamente me tendió una mano ahuecada.
     -Te olvidás que yo nunca trabajo sólo por el morfi,  Dun  -hizo, con la otra mano, el gesto de llevarse algo a la boca.
     Saqué un nuevo fajo de billetes; se lo metió en el corpiño. Es un típico ejemplo de deformación profesional, me dije. Pero igual sentí asco. Y pena.
     Diez días después regresé para buscar a Amanda.


                                                    4

Feliz es un término torpe. A Amanda no le cuajaba. Es otra cosa lo que yo vi en ella los días que pasamos en esa amplia habitación de madera. Leves olas volubles lamían los pilotes. A veces pasábamos  horas enteras enhebrando collares, mecidos por el compás del agua. Amanda parecía cómplice de alguna eternidad y al igual que los pilotes, se hundía en el silencio sin apuro de lo que no tiene distancia, ni principio, ni fin. Si la vida tiene un sentido, por esos días el sentido fueron los ojos atigrados de Amanda. Mi propio final del arco iris estaba ahí, entre las cuatro paredes de tablones irregulares por los que se filtraba el resplandor del océano. Conseguí nuevos clientes. Colin me prestó un Mustang de colección que, según me dijo, alquilaba para películas. Amanda, quizás en retribución, le fabricó un móvil con caballitos como el de la parrilla pero hechos en pársec. Yo iba y venía por la carretera 200 como un lunático y exquisito viajante de comercio. El padre de Colin era el médico que, en esa zona, asistía a las estrellas y a él recurrimos cuando hubo que repetir los análisis. Empecé a vincularme con personajes que salpicaban espuma. Cantantes, actores, productores de cine que habían encontrado su lugar, su recóndita isla de sosiego. Amanda les hacía brazaletes, tobilleras, collares de piedras, cajitas de cigarrillos hechas con junco y talismanes. A su vez, la comunidad artística enviaba a la cabaña sobras de los banquetes, extraños animales de ébano, telas importadas de Indonesia, patas de ranas y, las señoras, dijes estrafalarios para que les confeccionáramos pulseras y aros.
     Cuando Amanda quedó embarazada mi primer y gran temor fue el impacto que podría tener la medicación que tomaba sobre la criatura. En seguida le sugerí ir a ver al padre de Colin, él seguro conocía a quien pudiera interrumpir sin riesgos la gestación. Amanda me tiró una jirafa de madera africana por la cabeza y gritó que qué me creía, que dónde si no estaba mi palabra, los sueños y el final del arco iris, que ella seguiría adelante aunque le dijeran que iba a tener un hijo sin cabeza o sin brazos. Fue, confieso, una imagen que me impactó. Levanté del suelo la jirafita quebrada y busqué en el taller de la bijou un pote de cola para pegarla. Al día siguiente llamamos a su psiquiatra. El testarudo silencioso ordenó la suspensión inmediata de la medicación y después pidió hablar con la persona que estuviera a cargo. Amanda reía cuando me pasó el teléfono. “¿Vos estás a mi cargo?”, susurró con el tubo tapado. Manoteé el aparato. “Diga”, le escupí en el tono más desagradable que pude componer.
     -Los cambios hormonales podrían equilibrarla pero no le pierda pisada. 
     -Pierda cuidado.
     -Amanda, por lo que me dijo, está de un mes y medio.
     -No me lo diga a mí: soy el autor de esa cifra.
     -Mire Fellows, usted se cree muy listo.
     -Lo soy.
     -No hay estudios fehacientes sobre los efectos nocivos que la medicación que se le estuvo administrando hasta el momento podría tener sobre el niño.
    -Mire: qué quiere que le diga. Usted es la primera causa nociva de la medicación en tanto provee los permisos para consumirla.
     -Usted habla, Fellows, como si se tratara de drogas.
     -¿Acaso estamos hablando de alfajorcitos de maicena?
     -Es medicación psiquiátrica.
     -Drogas legales.
     -Llámela como quiera  -dijo y me cortó.
     Esa tarde tenía que ver a Joy y a Pete. Amanda me acompañó. Quería darle ella misma la noticia a Joy. Llenó uno de los muestrarios de blísters y puso en una bolsa de hule los dos cartones de cigarrillos que nos quedaban.
     -¿Para qué llevás todo eso?
     -Para tirarlos con Joy.
     -Pero yo no voy a dejar de fumar.
     -La que se embaraza no es sólo la mujer: es la pareja. Si vos fumás adelante mío, yo, además de tu dióxido de carbono, inhalo la nicotina y el alquitrán que vos exhalás y se los mando al bebé.
     A partir de entonces empecé a fumar en la playa, lejos de la cabaña, en el Mustang y con algunos de mis clientes. Cuando se enteraron, la madre y las hermanas pusieron el grito en el cielo: tenía que volver y hacerse un aborto, ellas tenían vidas complicadas, llenas de responsabilidades y no podían hacerse cargo del mocoso cada vez que Amanda se descompensara. Además, me reconvino la madre, tenés que pensar que Amanda se enteró del embarazo casi dos meses después del momento de la concepción, y durante todo ese tiempo el chico estuvo desarrollándose en un medio envenenado. Quise decirle a ella también que no era yo el que había prescripto todas esas porquerías que su hija ingería. Le dije, en cambio, que Amanda se sentía muy bien y estaba a mi cargo, como lo estaría también nuestro hijo.
     Dos meses después nos casábamos en el restaurante de la playa. Los parroquianos habían armado un sendero de velas por el que avancé del brazo de una muñequita blanca y descalza a la que le sonaban los pies cada vez que ponía en movimiento las tobilleras y ajorcas. Seal y su banda entonaron spirituals, y la madre y Natalí, una de las hermanas, que habían viajado especialmente, nos pasaron por la cabeza collares de flores mientras un desperfecto eléctrico en el salón hacía parpadear la glorieta de luces.
     Nancy llegó abatida tres días más tarde. Colin había organizado una excursión a las islas y cuando la vio, con ese aire de voluptuosidad inocente  -como si la verdadera dueña de esos muslos apretados, de ese par de tetas desquiciadas, la hubiera dejado a cargo de un cuerpo ingobernable y hermoso- se puso como loco. Más tarde, apoyada en el casco invertido de un kayak desportillado, le confió a Natalí que se volvía a Comodoro. Mi flamante suegra buscaba broncearse debajo de un saliente de roca que le cubría la piel sensible del pecho. Amanda, por su parte, se pasó el día recolectando huevos de tortuga para evitar que cayeran en las manos de cazadores ilegales o en las fauces de los predadores. De acuerdo con lo establecido por el programa de protección al que se había adherido, cuando llegara el invierno devolverían las tortuguitas recién nacidas al mar. La madre, Natalí, Nancy, incluso Colin, todos le tocaban la panza a mi esposa con total impunidad, como si esa parte sobresaliente de su cuerpo fuera por sí sola en busca del mundo y lo interpelara sin ponerse a resguardo de sus absurdos consejos y caricias.
     -¿Ya salió en la ecografía lo que va a ser?  -preguntó Natalí con el oído pegado a la piel tirante de Amanda.
     -Se va a llamar Ikal, que en la lengua de los mayas significa espíritu.
     -¿Y ese nombre es de nena o de varón?  -preguntó la madre con desconfianza.
     -Varón  -dijo Amanda.
     Al atardecer, ya de regreso, me puse a limpiar mojarritas. Colin me hizo una seña obscena con las manos indicándome que se llevaba a Nancy. Amanda le pidió que la acercara hasta el campamento de los biólogos y se fue con la canasta donde guardaba los huevos de tortuga y una capelina que le llenaba la cara de sombras.
     Natalí se untó de gel verde los hombros y preparó unos mates mientras la madre se duchaba.
     -No sabía que Nancy trabajaba en una agencia de acompañantes  -dijo destapando la azucarera.
     -Acompañantes terapéuticas, sí. Pero parece que ahora va a dejar el candelero -le respondí sin poder disimular cierta irritación-. No creo que ejerza en Comodoro.
     -Su madre ejercía en Comodoro.
     Todos creían que Nancy era mi hermana sólo nominalmente: yo debía ser el único tipo que no le había puesto las manos encima. Natalí hizo una pausa mientras vertía agua de un termo. No le dije que una de las cosas que teníamos en común con su nueva amiga era la madre.
     -Me dijo que se iba a poner un restaurante. La guita se la da el empresario que se enamoró de ella  -sorbió de la bombilla-. Es una pena que no esté dispuesto a dejar a la mujer.
     -Gajes del oficio. Yo se lo advertí a Nancy.
     -¿Sabés cómo se conocieron?
     -No hablamos con Nancy de su trabajo.
     Me enjuagué las manos con detergente y le acepté un mate.
     -Había ido a una cena de negocios con un productor de cine. En un momento en que se quedó sola, Jeff se acercó y le dijo que quería pasar la noche con ella. Nancy le contestó que no iba a poder pagarle lo que ella valía una noche. ¿No es una respuesta genial?
     Terminé de chupar el mate y lo dejé sobre la mesa. Me crucé de brazos y no dije nada. Natalí continuó:
     -El tipo le dijo que tenía dinero suficiente. Iba a estar en el DF sólo dos días más. Le rogó que pasara una noche con él. Nancy le dijo: mil dólares. Jeff empezó a firmar un cheque ahí mismo pero ella se lo tapó con la mano. Estaba bebiendo tequila en la barra del hotel donde sucedía la convención  -se quedó callada y miró alrededor-. ¿No tendrán unos bizcochitos o algo para acompañar el mate?
     Abrí un armario y saqué un paquete de galletitas.
     -Espero que no estén húmedas  -dije empujando el plato donde las había volcado.
     La hermana de Amanda estaba fuerte. Sólo necesitaba un buen pijazo para completar su educación sentimental.
     -Es increíble la vista desde acá  -dijo mirando por encima de mis hombros, hacia la bahía-. Pasaron juntos la noche siguiente y el tipo, Jeff, le dio mil dólares en efectivo. Nancy se enamoró.
     -Conozco esa parte. Estuvieron juntos una semana y no le cobró un centavo.
     Natalí se rió. Tenía pegadas en el labio inferior unas migas.
     -La invitó a un crucero.
     -Y ahora que la enganchó no sabe cómo sacársela de encima y le pone un restobar en el culo del mundo.
     -Pero en Comodoro tiene a su hijita de seis años y con el restaurante ya no va a tener que trabajar más en el rubro.
     Natalí parecía dispuesta a hacerle un monumento a ese tal Jeff. En el fondo, lo único que querían las mujeres era un hogar donde criar a sus hijos. Me apené por ellas, por todo lo que nos costaba darles algo tan simple como eso.

                                                        5

Lo que me guardé de manifestarle a Natalí esa tarde es que las minas como Nancy disfrutan demasiado de su trabajo como para dimitir a cambio de una hamburguesería en un paraje de mierda.
     Colin apareció dos días después y quiso acompañarnos a Manzanillo. Nancy lamentaba no haber podido despedirse pero tenía que encontrarse en Puerto Vallarta con gente de Los Ángeles. Lo miré a Colin. Fijo. Tenía los ojos irritados. Nancy nunca se iba sin levantar polvareda. Preparamos unos tragos con ron blanco, tequila, zumo de pomelo y piña. Amanda nos pidió que por favor lleváramos al aeropuerto a la madre y a la hermana antes de emborracharnos.
     Mientras esperábamos que saliera el vuelo, Colin me pidió que lo acompañara al día siguiente a hacer unas fotos. Modelos neoyorkinas, dijo levantando el pulgar derecho en señal de aprobación. Alcé la vista: mi mujercita y su hermana se probaban perfumes en el free shop. Amanda reía y su risa me hacía sentir imbatible.
     -Mañana se me va a complicar -dije-: tengo unas cuantas entregas y además pensaba hacer unos arreglos en la cabaña.
     -Como quieras -aceptó Colin-. No faltarán oportunidades. Pero tenés que salir un poco de “las entregas”: parecés un estudiante de diseño o de arquitectura.
     Poco tiempo después, una noche, mientras hacíamos el amor, noté que Amanda se ponía rígida como una piedra.
     -¿Te sentís mal?  -le pregunté.
     -Se me metió un bicho  -dijo.
     Me quedé mudo. ¿Un bicho? Los ojos de Amanda rodaban por una calle indescriptible.
     -¿Dónde te fuiste, nena?  -le dije acariciando su pelo.
     -A ningún lado, Dun, pero vienen a mí. Tarde o temprano me encuentran.
     -¿De qué estás hablando, linda?
     Ella se volvió y aferró mis muñecas. Como lo hacíamos con la luz prendida pude ver la transformación de sus ojos. Nunca había visto algo semejante: no quedaba en ellos nada de color, nada de risa; se hundían en espirales cada vez más negros, más lejos de mí. Quise acercarla con un beso. Saltó de la cama hecha una fiera y bajó a la playa desnuda. Yo me puse un short y salí. La perseguí por la arena y a través de rocas que por primera vez me parecieron peligrosas. Ella saltó al agua como un pez que hubiera estado dando tumbos en un medio extraño. Me agazapé junto a una saliente y la oí llorar desesperada en el oleaje de la bahía. No huía de mí ni del niño que crecía en su interior. Otra cosa se cernía sobre ella y la despedazaba. Amanda había hablado de un bicho y ahora, viéndola disgregarse en el embarcadero, con las piernas colgadas sobre el agua y asediada por la inquebrantable música de las jarcias, pensé que un bicho era un eufemismo. No dejé de abrazarla hasta la madrugada, cuando se levantó para hacer pis. Sus otros ojos, los verdaderos, reaparecieron mucho tiempo después.

(continuará)




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